Link encogió sus enormes hombros quitándole importancia a la intrusión.
– Pierce habría echado el cerrojo si hubiese querido impedir que entrara.
– Sí, cierto -murmuró Ryan, que no estaba segura de si debía sentirse insultada por la indiferencia con que la trataba Link o divertirse por lo peculiar que éste era.
– Ha dejado recado de que lo espere abajo cuando termine de desayunara
– ¿Ha salido?
– A correr -respondió Link con pocas palabras-. Corre siete kilómetros todos los días.
– ¿Siete kilómetros? -repitió ella. Pero el mayordomo ya estaba dándose la vuelta. Ryan cubrió la distancia hasta la salida de la biblioteca a paso ligero para dar alcance a Link.
– Le prepararé el desayuno -dijo éste.
– Sólo café… té -se corrigió al recordar que Pierce prescindía de la cafeína. No sabía cómo llamar al mayordomo, aunque comprendió que no tardaría en quedarse sin aliento por tratar de seguir su ritmo, de modo que no podría llamarlo de forma alguna. Por fin se decidió a darle un toque en el hombro y él se detuvo-. Link… anoche vi sus partituras en el piano. Espero que no le importe… Es una melodía preciosa. De verdad, una preciosidad.
El mayordomo, que al principio se había limitado a observarla con rostro inexpresivo y a encogerse de hombros, se ruborizó al oír el elogio a su melodía. Ryan se quedó de piedra. Jamás habría imaginado que un hombre tan grandullón pudiera ruborizarse.
– No está terminada -balbuceó mientras su feo y ancho rostro se ponía más y más rojo.
– Lo que está terminado es precioso -insistió sonriente Ryan, conmovida-. Tiene un talento maravilloso.
El mayordomo echó a andar de nuevo, murmuró algo sobre prepararle el desayuno y desapareció rumbo a la cocina. Ryan sonrió, observó la espalda de Link alejarse y entró en el salón donde habían cenado la noche anterior.
Link le llevó una tostada, explicando con una especie de gruñido que tenía que comer algo. Ryan se la terminó obedientemente y pensó en lo que Pierce había comentado sobre apreciar tesoros ocultos. Aunque fuera lo único que sacase de aquella extraña visita, algo sí había aprendido: Ryan estaba convencida de que nunca más volvería a formarse ideas precipitadas de los demás basándose en su aspecto físico.
A pesar de que desayunó con especial lentitud, Pierce seguía sin regresar cuando Ryan terminó la tostada. Como no le apetecía volver al cuarto de abajo, se resignó a continuar esperando mientras daba sorbos a un té que ya se había quedado frío. Finalmente, suspiró, se puso de pie, recogió del suelo el maletín y se encaminó hacia el despacho de la planta baja.
Ryan se alegró al ver que alguien había encendido la luz. La pieza no tenía suficiente iluminación; era demasiado grande para que la luz llegara a todas las esquinas. Pero al menos no sintió la aprensión que había experimentado el día anterior. Esa vez ya sabía qué esperar.
Divisó a Merlín en la jaula y caminó hasta el papagayo. La puerta de la jaula estaba abierta, de modo que Ryan permaneció a un lado, estudiándolo con precaución. No quería darle confianza y que volviese a posarse sobre su hombro. Y menos cuando no estaba Pierce delante para ahuyentarlo luego.
– Buenos días -lo saludó. Sentía curiosidad por averiguar si el papagayo le hablaría estando ella sola.
– ¿Quieres una copa, muñeca? -respondió Merlín mirándola a los ojos.
Ryan rió y decidió que el maestro del papagayo tenía un extraño sentido del humor.
– Así no ligarás nunca conmigo -dijo y se agachó hasta tener a Merlín frente con frente. Ryan se preguntó qué más cosas sabría decir. Estaba convencida de que le habrían enseñado más frases. Pierce tendría paciencia suficiente para hacerlo. Ryan sonrió, optó por hacer partícipe de sus pensamientos al papagayo y continuó la conversación-. ¿Eres un pájaro listo, Merlín? -le preguntó.
– Ser o no ser -contestó el papagayo.
– ¡Anda!, ¡si recita Hamlet! -Ryan sacudió la cabeza en señal de incredulidad.
Luego se dio la vuelta hacia el escenario. Había dos baúles grandes, una cesta de mimbre y una mesa alargada que le llegaba a la cintura. Intrigada Ryan dejó el maletín en el suelo y subió los escalones del escenario. Sobre la mesa había una baraja de cartas, un par de cilindros vacíos, copas y botellas de vino y un par de esposas.
Ryan agarró la baraja y se preguntó fugazmente cómo las marcaría Pierce. No consiguió ver ninguna señal, ni siquiera tras llevarlas a la luz. Las devolvió a la mesa y tomó las esposas. Parecían oficiales, como las que pudiera usar cualquier agente de policía. Eran frías, de acero, poco amistosas. Buscó alguna llave por la mesa, pero no la encontró.
Ryan se había documentado sobre Pierce a conciencia. Sabía que, en teoría, no había cerradura que se le resistiera. Lo habían esposado de pies y manos y lo habían encerrado en un baúl con tres cerrojos más. En menos de tres minutos, había conseguido liberarse sin ayuda de colaborador alguno. Impresionante, reconoció Ryan, sin dejar de examinar las esposas. ¿Dónde estaría el truco?
– Señorita Swan.
Ryan soltó las esposas, las cuales cayeron sobre la mesa ruidosamente. Al darse la vuelta, vio a Pierce de pie justo frente a ella. No entendía qué hacía allí. No podía haber bajado las escaleras. Tendría que haberlo oído, haberlo visto por lo menos. Era evidente que tenía que haber una segunda entrada a aquel despacho. De pronto se preguntó cuánto tiempo habría estado allí de pie observándola. Pierce seguía mirándola cuando la gata se le acercó y empezó a restregarse alrededor de sus tobillos.
– Señor Atkins -acertó a responder Ryan con suficiente serenidad.
– Espero que haya pasado buena noche -Pierce se acercó a la mesa hasta hallarse junto a Ryan-. ¿Ha podido dormir a pesar de la tormenta?
– Sí.
Para haber estado corriendo siete kilómetros, parecía de lo más fresco y descansado. Ryan recordó los músculos de sus brazos. Era obvio que no le faltaban ni fuerza ni energías. Sus ojos la miraban fijamente a la cara. No había, rastro de la pasión contenida que Ryan había advertido en él la noche anterior.
De repente, Pierce le sonrió y apuntó hacia la mesa.
– ¿Qué es lo que ve?
– Algunas de sus herramientas de trabajo -contestó ella tras mirar la superficie de la mesa de nuevo.
– Usted siempre con los pies en el suelo, señorita Swan.
– Entiendo que no tiene nada de malo -replicó ella irritada-. ¿Qué debería ver?
Pareció complacido con la respuesta y sirvió un poco de vino en una copa.
– La imaginación, señorita Swan, es un regalo increíble, ¿no cree?
– Sí, por supuesto -Ryan observó las manos de Pierce atentamente-. Hasta cierto punto.
– Hasta cierto punto -repitió él justo antes de soltar una pequeña risotada. Luego le enseñó los cilindros vacíos y metió uno dentro del otro-. ¿Acaso se pueden poner límites a la imaginación?, ¿no le parece interesante que el poder de la mente supere a las leyes de la naturaza? -añadió al tiempo que colocaba los cilindros sobre la botella de vino. Después se giró hacia Ryan.
Ésta seguía mirándole las manos, con el ceño fruncido en ese momento.
– Pero sólo en teoría -dijo ella mientras Pierce sacaba un cilindro y lo ponía sobre la copa de vino. Levantó después el otro cilindro y le enseñó que la botella de vino seguía debajo-. En la práctica no.
– No -Ryan continuó con los ojos clavados en sus manos. Pierce no podría engañarla observándolo tan de cerca.
– ¿Dónde está la copa, señorita Swan?
– Ahí -Ryan apuntó hacia el segundo cilindro.
– ¿Seguro? Pierce levantó el tubo. Y apareció la botella. Ryan emitió un sonido de frustración mientras dirigía la mirada al otro tubo. Pierce lo levantó, dejando al descubierto la copa de vino-. Parece que a los cilindros les resulta más viable la teoría -comentó antes de colocarlos de nuevo en su sitio.
– Muy astuto -murmuró ella, enojada por haber estado pegada a Pierce y no haber sido capaz de ver el truco.
– ¿Quiere un poco de vino, señorita Swan?
– No…
Y, al tiempo que hablaba, Pierce volvió a levantar uno de los cilindros. Allí, donde un instante antes había estado la botella, apareció la copa. Muy a su pesar, Ryan no pudo evitar reír entusiasmada.
– Es usted buenísimo, señor Atkins.
– Gracias -respondió él con sobriedad.
Ryan lo miró a la cara. Los ojos de Pierce parecían relajados y pensativos al mismo tiempo. Intrigada, se animó a probar suerte:
– Supongo que no me explicará cómo lo ha hecho.
– No.
– Lo imaginaba -Ryan agarró las esposas. El maletín, apoyado sobre el escenario contra una de las patas del escenario, había quedado relegado al olvido por el momento-. ¿Forman parte de su espectáculo también? Parecen de verdad.
– Son de verdad -contestó Pierce. La sonrisa había vuelto a sus labios, satisfecho por haberla oído reír. Sabía que siempre que pensara en ella podría recordar el sonido de su risa.
– No tiene llave -señaló Ryan.
– No la necesito.
Ella se pasó las esposas de una mano a otra mientras estudiaba a Pierce.
– Está muy seguro de sí mismo.
– Sí -dijo él. El tono divertido con que pronunció la palabra le hizo preguntarse que giro habrían tomado los pensamientos de Pierce. Éste estiró los brazos y le ofreció las muñecas-. Adelante, póngamelas -la invitó.
Ryan vaciló sólo un segundo. Quería ver cómo lo hacía… ahí, delante de sus propias narices.
– Si no consigue quitárselas, nos sentaremos a hablar sobre el contrato -dijo mientras le colocaba las muñecas. Levantó la cabeza para mirarlo con los ojos chispeantes-. No llamaremos al cerrajero hasta que haya firmado.
– No creo que vayamos a necesitarlo
Pierce levantó las esposas, abiertas ya, colgando de sus muñecas.
– ¿Pero…, cómo…? -Ryan no daba crédito a lo que acababa de presenciar. Sacudió la cabeza, incapaz de articular palabra. Había sido demasiado fácil. Se había liberado de las esposas demasiado rápido. Las agarró de nuevo. Pierce advirtió cómo cambiaba su expresión, pasando del asombro a la duda. Era justo lo que esperaba se ella-. Están trucadas. Se las han hecho especialmente para usted. Tienen que tener un botón o algo -murmuró Ryan mientras les daba vueltas inspeccionándolas a fondo.
– ¿Por qué no prueba a quitárselas usted? -sugirió y le cerró las esposas alrededor de las muñecas antes de que pudiera negarse. Pierce esperó a ver si se enfadaba, pero Ryan se echó a reír,
– La verdad es que me lo he ganado -dijo mirándolo sonriente. Luego se concentró en las esposas. Forcejeó con ellas, empujó con las muñecas hacia afuera desde distintos ángulos, pero las esposas siguieron firmes-. No le veo el truco… Si hay algún botón, tendría que dislocarse la muñeca para pulsarlo… Está bien, usted gana.. Son de verdad. ¿Puede quitármelas? -se rindió después de varios intentos más.
– Puede -murmuró Pierce mientras tomaba las muñecas de Ryan en sus manos.
– Una respuesta tranquilizadora -replicó ella con ironía. Pero ambos sintieron que el pulso se les aceleraba cuando Pierce le pasó el pulgar sobre una de las muñecas. Siguió mirándola con la misma intensidad de la noche anterior. Ryan se aclaró la voz, pero no pudo evitar que le saliera ronca-. Creo… creo que es mejor que… No -dijo cuando los dedos de Pierce se deslizaron por la vena de la muñeca, aunque no estaba segura de qué estaba intentando rechazar.
En silencio, Pierce le levantó las manos y le hizo pasar los brazos por encima de la cabeza de él, de modo que Ryan quedase pegada a su cuerpo.
No permitiría que volviese a suceder. Esa vez protestaría.
– No -Ryan trató de liberarse, en vano, pues la boca de Pierce ya estaba sobre la suya.
En esa ocasión su boca no fue tan paciente ni sus manos tan lentas. Pierce le sujetó las caderas mientras la instaba con la lengua a separar los labios. Ryan trató de vencer aquella sensación de impotencia; impotencia que tenía más que ver con sus propias necesidades que con las esposas que la tenían maniatada. Su cuerpo respondía plenamente a las atenciones de Pierce. Presionados por los de él, sus labios se abrieron hambrientos. Los de él eran firmes y fríos, mientras que los de ella eran suaves y se estaban calentando por segundos. Lo oyó murmurar algo mientras se la acercaba más todavía. Un conjuro, pensó mareada. La estaba hechizando, no quedaba otra explicación.
Pero fue un gemido de placer, no una protesta, lo que escapó de su boca cuando las manos de Pierce resbalaron por los lados de sus pechos. Lenta y agónicamente, fue trazando círculos concéntricos cada vez más pequeños, hasta que introdujo las manos entre los cuerpos de ambos para pellizcarle los pezones con los pulgares. Ryan se apretó contra él y le mordió el labio inferior pidiéndole más. Pierce hundió las manos en su cabello y le echó la cabeza hacia atrás para poder apoderarse por completo de los labios de Ryan.
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