Quizá él mismo era mágico. Su boca, desde luego, lo era. Nadie le había hecho sentir ese anhelo y ardor tan intensos con tan sólo un beso.
Ryan quería tocarlo, tentarlo, provocarlo hasta lograr que se sintiera tan desesperado como lo estaba ella. Una vez más, trató de zafarse de las esposas y, de repente, descubrió que sus muñecas estaban libres. Sus dedos podían acariciarle el cuello, recorrer el pelo de Pierce.
Entonces, tan deprisa como la había capturado, la soltó. Pierce le puso las manos en los hombros y la sujetó manteniéndola a distancia.
– ¿Por qué? -preguntó Ryan confundida, mirándolo a los ojos, totalmente insatisfecha por la interrupción.
Pierce no respondió de inmediato. En un gesto distraído, le acarició los hombros.
– Quería besar a la señorita Swan. Anoche besé a Ryan.
– ¿Qué tontería es ésa? -Ryan hizo ademán de retirarse, pero él la retuvo con firmeza.
– Ninguna. La señorita Swan lleva trajes conservadores y se preocupa por firmar contratos. Ryan lleva camisones de seda y lencería debajo y tiene miedo de las tormentas. Una combinación fascinante.
El comentario la irritó lo suficiente para sofocar el ardor de instantes antes y poder responder con frialdad:
– No he venido aquí para fascinarlo, señor Atkins.
– Un punto imprevisto a su favor, señorita Swan -Pierce sonrió, luego le besó los dedos. Ella apartó la mano de un tirón.
– Ya va siendo hora de que cerremos este acuerdo, para bien o para mal.
– Tiene razón, señorita Swan -dijo él, aunque a Ryan no le gustó el tono divertido con el que había enfatizado su nombre. De pronto, tenía claro que le daba igual si Pierce firmaba el contrato que le había llevado. Lo único que quería era alejarse de él.
– Muy bien -arrancó al tiempo que se agachaba para recoger el maletín-. Entonces…
Pierce puso una mano sobre la de ella, sin darle ocasión a que llegara a abrir el maletín. Le acarició los dedos con suavidad.
– Estoy dispuesto a firmar el contrato con un par de retoques.
Ryan se obligó a recuperar la serenidad. Los retoques solían estar relacionados con el dinero. Negociaría sus honorarios y se libraría de él de una vez por todas.
– Estoy dispuesta a considerar los retoques que quiera exponerme.
– Perfecto. Quiero trabajar con usted directamente. Quiero que usted sea mi contacto con Producciones Swan.
– ¿Yo? -Ryan apretó el asa del maletín-. Yo sólo me ocupo de conseguir clientes. Es mi padre quien se encarga de producir y promocionar los espectáculos.
– No voy a trabajar con su padre, señorita Swan, ni con ningún otro productor -sentenció Pierce. Su mano seguía reposando sobre la de ella, con el contrato entre medias-. Sólo trabajaré con usted.
– Señor Atkins, le agradezco…
– La necesito en Las Vegas dentro de dos semanas.
– ¿En Las Vegas?, ¿por qué?
– Quiero que vea mis actuaciones… de cerca. Nada mejor para incentivar a un mago que contar con la ayuda de una persona escéptica. Me obligará a perfeccionar mi espectáculo -Pierce sonrió-. Tiene un sentido crítico muy agudo. Eso está bien.
Ryan exhaló un suspiro. Siempre había creído que las críticas resultaban irritantes antes que atractivas.
– Señor Atkins, mi trabajo consiste en cerrar contratos, no me dedico a la producción de los espectáculos.
– Anoche dijo que se le daban bien los detalles -le recordó él con tono amable-. Si yo voy a hacer una excepción actuando para la televisión, quiero que alguien como usted supervise los detalles. De hecho, quiero que usted misma supervise los detalles -se corrigió.
– No es una decisión aconsejable, señor Atkins. Estoy segura de que su agente me daría la razón. Hay unas cuantas personas en Producciones Swan que están mejor capacitadas que yo para desarrollar el trabajo que me pide. Yo no tengo experiencia en ese sector del negocio.
– Señorita Swan; ¿usted quiere que firme el contrato?
– Sí, por supuesto, pero…
– Entonces encárguese de incluir los cambios que le digo -atajó Pierce. Se agachó, agarró a la gata y la colocó sobre su regazo-. La espero en el Palace dentro de dos semanas. Estoy deseando trabajar con usted.
Capítulo IV
Cuando entró en su despacho en las dependencias de Producciones Swan cuatro horas más tarde, Ryan seguía echando humo. Era un descarado, decidió. Era el hombre más descarado de cuantos conocía. Se creía que la tenía acorralada en una esquina. ¿De veras pensaba que era él único artista con talento que podía fichar para Producciones Swan? ¡Menudo presumido! Ryan golpeó la mesa de su despacho con el maletín y se desplomó sobre la silla que había detrás. Pierce Atkins iba listo: ya podía ir preparándose para una sorpresa.
Tras recostarse sobre el respaldo, entrelazó las manos y esperó a calmarse lo suficiente para pensar con un mínimo de claridad. Pierce no conocía a Bennett Swan. A su padre le gustaba hacer las cosas a su manera. Podía atender consejos, dialogar, pero jamás se dejaba forzar cuando había que tomar decisiones de importancia. De hecho, pensó Ryan, solía hacer todo lo contrario de lo que le decían si notaba que intentaban presionarlo. No le haría gracia enterarse de que estaban intentando imponerle a quién poner al mando de la producción de un espectáculo. Sobre todo, se dijo con cierta melancolía, si esa persona en concreto era justamente su hija.
Seguro que asistiría a uno de sus estallidos coléricos cuando le explicara a su padre las condiciones que Pierce exigía. Lo único que lamentaba era que el mago no estuviese presente para recibir el impacto de su furia. Swan encontraría a algún otro talento con el que firmar y dejaría que Pierce siguiese haciendo desaparecer las botellas de vino que le diera la gana.
Ryan dejó la mirada perdida en el espacio. Lo último que quería era tener que preocuparse de las llamadas, la organización del horario y los mil y un detalles más que formaban parte de la producción de cualquier espectáculo; por no hablar de la locura de tener que cubrir una actuación en vivo y, retransmitida al mismo tiempo por televisión. ¿Qué sabía ella de solucionar errores técnicos, decorar escenarios o seleccionar cámaras para alternar planos? El trabajo de producción tenía sus secretos y era complejo. No podía aprenderlo toda de la noche a la mañana y, sobre todo, ella nunca había querido meterse en ese terreno. Estaba más que contenta con su parcela, captando clientes y ocupándose de las gestiones de preproducción.
Ryan se echó hacia adelante, apoyó los codos sobre la mesa y dejó caer la barbilla sobre el cuenco que formaban las palmas de sus manos. Tratar de engañarse era una tontería, se dijo. Por otra parte, debía de ser muy satisfactorio dirigir un proyecto de principio a fin. Ideas no le faltaban…
Pero siempre que había intentado convencer a su padre para que le diese una oportunidad en el departamento creativo, se había dado de bruces contra el mismo muro inexpugnable. No tenía experiencia, era demasiado joven. Su padre se las arreglaba para olvidarse de lo que le convenía; en concreto, de que llevaba toda la vida en aquel negocio, había crecido en aquel entorno y el mes siguiente cumpliría veintisiete años.
Uno de los directores más talentosos del negocio había hecho una película para Swan y se había llevado cinco Oscars. Y ese director tenía veintiséis años, recordó indignada Ryan. ¿Cómo iba a saber Producciones Swan si sus ideas eran una mina de oro o simple basura si se negaban a escucharla? Lo único que necesitaba era una oportunidad.
Sí, a decir verdad, debía sentirse agradecida. Lo mejor que podía ocurrirle era poder seguir un proyecto desde la firma del contrato hasta la fiesta de celebración. Pero no ese proyecto. En esa ocasión reconocería alegremente que no estaba capacitada para tanta responsabilidad, rechazaría la condición que había añadido Pierce Atkins y se lo mandaría directo a su padre. Al parecer, tampoco a ella le agradaba que le pusieran ultimátums.
Que cambiara las condiciones. Ryan resopló por la nariz y abrió el maletín. Pierce se había excedido en sus peticiones. Era un prepotente. Primero pedía eso y luego acabaría… Dejó el pensamiento a medias y se quedó mirando los papeles, pulcramente apilados en el maletín. Encima de ellos había otra rosa roja de tallo largo.
– Pero… ¿cómo ha podido…? -Ryan no pudo evitar soltar una risotada. Se relajó contra el respaldo de la silla, se acercó la flor a la nariz y aspiró. Era un hombre con recursos, se dijo mientras disfrutaba de la fragancia de la rosa. Con muchos recursos. ¿Pero quién demonios era?, ¿qué cosas lo apasionaban?, ¿qué le tocaba la fibra? De pronto, sentada en su impecable despacho, Ryan decidió que tenía algo más que simple curiosidad por descubrirlo. Quizá mereciese la pena aguantar su arrogancia con tal de averiguarlo; con tal de conocerlo mejor.
Pierce Atkins tenía que ser un hombre muy interesante cuando era capaz de hablar sin abrir la boca y dar órdenes con una simple mirada. Seguro que era un hombre profundo, complejo, con muchas máscaras. La cuestión era: ¿cuántas capas tendría que pelar hasta llegar a su corazón y conocerlo sin disfraces? Sería arriesgado, decidió, pero… Ryan negó con la cabeza. Al fin y al cabo, se recordó, no le daría la oportunidad de descubrirlo. Swan lo convencería de que firmase el contrato de acuerdo con las condiciones previstas desde el principio por la productora o se olvidaría de él. Ryan sacó el contrato y cerró el maletín. Pierce Atkins había pasado a ser problema de su padre. Ya no era asunto de ella. Y, sin embargo, no quería soltar la rosa que le había introducido en el maletín.
El sonido del teléfono le recordó que no tenía tiempo para andar distraída con ensoñaciones.
– Dígame, Bárbara.
– El jefe quiere verla.
Ryan miró el interfono con aprensión. Swan debía de haberse enterado de que estaba de vuelta desde nada más pasar al guardia que custodiaba la entrada al edificio.
– Enseguida -respondió al cabo de unos segundos. Tras dejar la rosa sobre la mesa, Ryan salió del despacho con el contrato debajo del brazo.
Bennett Swan estaba fumando un puro cubano de lujo. Le gustaban las cosas caras. Pero lo que más le gustaba de todo era saber que el dinero que poseía podía permitirle comprar todos sus caprichos. Si en una tienda veía dos trajes con el mismo corte y de igual calidad, Swan elegía siempre el que tuviera el precio más elevado en la etiqueta. Era una cuestión de orgullo.
Los galardones que exhibía en su despacho también eran cuestión de orgullo. Hablar de Producciones Swan era tanto como hablar de Bennett Swan. Por tanto, los Oscars y los Emmy que la productora conseguía no hacían sino demostrar que él era un hombre de éxito. De la misma manera, los cuadros y las esculturas que su diseñador le había recomendado adquirir estaban ahí para enseñarle al mundo entero que, como buen triunfador, distinguía el valor de las cosas bien hechas.
Quería a su hija. Se habría quedado desconcertado si alguien dijera lo contrario. Para él, no cabía la menor duda de que era un padre excelente. Siempre le había proporcionado a su hija todo cuanto podía comprarse con dinero: las mejores ropas, una niñera irlandesa cuando su madre había muerto, una educación en centros carísimos y un hueco en la empresa cuando se había empeñado en trabajar.
No le había quedado más remedio que reconocer que la chica tenía más cabeza de lo que había esperado de ella. Ryan tenía una mente despierta y sabía cómo dejar a un lado las tonterías sin importancia para ir directa al fondo de las cuestiones. Lo cual no hacía sino demostrar que el dinero que había invertido en educarla en Suiza estaba bien empleado. No, no lamentaba haberle ofrecido a su hija la formación más exquisita. Lo único que le había exigido era que Ryan estuviese a la altura y obtuviese buenos resultados.
Miró el círculo de humo que se elevó desde la punta del puro. Su hija había cumplido con creces y por ello le tenía un gran aprecio.
Ryan llamó a la puerta. Después de esperar a que le dieran permiso para pasar, entró. Bennett la observó mientras cruzaba la tupida moqueta que cubría la distancia hasta la mesa de su despacho. Era una chica bien guapa, pensó. Se parecía a su madre.
– ¿Querías verme? -Ryan esperó a que la invitara a sentarse.
Swan no era un hombre muy grande, pero siempre había compensando esa falta de estatura con su facilidad para comunicarse. Le bastó un gesto para pedirle que tomara asiento. Seguía conservando ese rostro de rasgos duros que las mujeres solían encontrar tan atractivo. Y aunque en los últimos cinco años había ganado algunos kilos y se le había caído algo de pelo, en esencia seguía exactamente igual que en el primer recuerdo que Ryan pudiera tener de él. Al mirarlo, sintió una mezcla familiar de amor y frustración. Ryan sabía demasiado bien los límites del afecto que su padre podía llegar a profesarle.
"Mágicos Momentos" отзывы
Отзывы читателей о книге "Mágicos Momentos". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Mágicos Momentos" друзьям в соцсетях.