– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó. No daba la impresión de que el ataque de gripe que había sufrido le hubiese dejado secuela alguna. El color de su cara era lozano y saludable, sus ojos brillaban con lucidez. Swan dio por zanjada la conversación sobre su salud con otro simple gesto de la mano. No tenía paciencia con las enfermedades; menos todavía cuando el enfermo era él. No podía perder el tiempo con ellas.

– ¿Qué te ha parecido Atkins? -quiso saber en cuanto Ryan se hubo sentado. Era una de las pocas cosas para las que le pedía opinión; valoraba la intuición que su hija tenía para formarse una idea de los demás. Como siempre, Ryan se lo pensó con detenimiento antes de responder.

– Es especial. No hay dos hombres como él en el mundo -arrancó con un tono que habría hecho sonreír a Pierce-. Tiene un talento extraordinario y mucha personalidad. No estoy segura de si lo uno es debido a lo otro.

– ¿Es muy excéntrico?

– No, al menos no en el sentido de que se dedique a hacer cosas para fomentar una imagen excéntrica -Ryan frunció el ceño al recordar su casa, su estilo de vida. Como el propio Pierce había dicho, las apariencias podían engañar-. Creo que es un hombre muy profundo y que vive la vida de acuerdo con sus propias reglas. La magia es algo más que un trabajo para él. Está entregado a ella como los pintores lo están a sus cuadros.

Swan asintió con la cabeza y exhaló una nube densa de humo caro.

– Y es una garantía de éxito. Siempre revienta las taquillas con sus espectáculos.

– Sí -dijo Ryan sonriente mientras apretaba el contrato-. Lo que es normal, porque no creo que haya nadie mejor que él en lo suyo; además, es muy dinámico sobre el escenario y lo envuelve cierto misterio fuera de él. Es como si hubiese encerrado en un armario los primeros años de su vida y hubiese escondido la llave. A los espectadores les encantan los misterios y él es un misterio en persona.

– ¿Y el contrato?

Había llegado el momento de la verdad, se dijo Ryan armándose de valor.

– Está dispuesto a firmar, pero con ciertas condiciones. Es decir, quiere…

– Ya me ha contado sus condiciones -interrumpió Swan.

La disertación que con tanto cuidado había preparado Ryan se fue al traste de golpe.

– ¿Te lo ha contado?

– Me llamó hace un par de horas -Swan se sacó el puro de la boca. El diamante que llevaba en el dedo destelló mientras miraba a su hija-. Dice que eres escéptica y que eres meticulosa con los detalles. Parece ser que es justo lo que quiere.

– Simplemente, lo que pasa es que creo que, sus trucos no son más que el resultado de una buena puesta en escena -replicó Ryan, enfadada porque Pierce hubiese hablado con Swan antes que ella. Era una sensación incomoda, como si estuviese echándole otra partida de ajedrez. Y Pierce ya le había ganado la primera-. Tiene tendencia a incorporar su magia en el día a día. Tiene su encanto, pero distrae mucho para celebrar una entrevista de trabajo.

– Parece ser que insultarlo te ha funcionado -contestó Swan.

– ¡No lo he insultado! -exclamó Ryan-. Me he pasado veinticuatro horas metida en una casa con papagayos parlantes y gatas negras, y no lo he insultado. He hecho todo lo que he podido por conseguir que firme, salvo dejar que me corte en dos con la sierra. Estoy dispuesta a llegar muy lejos para conseguir un cliente, pero hay ciertos limites a los que no llego, por mucha taquilla que dejen sus espectáculos -añadió al tiempo que ponía el contrato sobre la mesa de su padre.

Swan tamborileó con los dedos y la miró a la cara:

– También me ha comentado que no le molestan tus arranques de genio. Dice que no le gusta aburrirse.

Ryan se tragó las siguientes palabras que acudieron a su cabeza. Con calma, volvió a recostarse sobre el respaldo de la silla.

– Vale, ya me has dicho lo que él te ha contado. ¿Y tú qué le has dicho a él?

Swan se tomó un tiempo en responder. Era la primera vez que alguien relacionado con el trabajo había hecho referencia al temperamento de Ryan. Swan sabía que su hija tenía carácter, y un carácter fuerte, como también sabía que siempre lo había mantenido bajo control en sus relaciones con los clientes. Decidió dejarlo pasar.

– Le he dicho que estaré encantado de complacerlo.

– Que le has dicho… -Ryan se atragantó, carraspeó y probó de nuevo-. ¿Has accedido?, ¿por qué?

– Queremos que trabaje para nosotros. Y él te quiere a ti.

Daba la impresión de que su padre no se había enfurecido con el ultimátum de Pierce, pensó Ryan, no poco confundida. ¿Con qué conjuro habría hechizado a su padre? Fuera el que fuera, se dijo irritada, ella no estaba bajo su influencia.

– ¿Tengo voz en esto?

– No mientras trabajes para mí. Llevas un par de años pidiendo una oportunidad como ésta -le recordó Swan después de echar un vistazo fugaz al contrato-. Pues bien, voy a darte esa oportunidad. Y te voy a estar vigilando de cerca. Espero que no la fastidies -añadió mirándola a los ojos.

– No voy a fastidiarla -repuso ella, apenas controlando un nuevo arrebato de furia-. Será el mejor espectáculo que la empresa produzca en toda su maldita historia.

– Ocúpate de que así sea -advirtió Swan-. Y no te excedas con el presupuesto. Encárgate de los cambios y mándale el contrato nuevo a su agente. Quiero su firma antes de que termine la semana.

– La tendrás -Ryan recogió los papeles del contrato antes de dirigirse a la salida del despacho.

– Atkins me ha dicho que formaréis un buen equipo -añadió Swan mientras ella abría ya la puerta-. Dice que salió en las cartas.

Ryan lanzó una mirada hostil por encima del hombro antes de marcharse, cerrando de un portazo.

Swan esbozó una pequeña sonrisa. Era evidente que la chica había salido a su madre, pensó. Luego pulsó un botón para hablar con su secretaria. Tenía otra cita.

Si algo detestaba Ryan era que la manipulasen. Cuando hubo dejado pasar el tiempo suficiente para serenarse, de vuelta ya en su despacho, comprendió la habilidad con que tanto Pierce como su padre la habían manejado. No la molestaba tanto por lo que a su padre tocaba, pues éste había tenido años para aprender que el hecho de sugerirle que no sería capaz de llevar a cabo una operación era la estrategia perfecta para asegurarse de que la llevase a cabo. Pero con Pierce era distinto. Ella no la conocía o, al menos, se suponía que no debía conocerla. Y, sin embargo, la había manejado a su antojo, con suavidad; con discreción, con esa maestría tipo “la mano es más rápida que el ojo” con la que había manejado los cilindros vacíos. Había conseguido lo que quería. Ryan redactó los nuevos contratos. Después de imprimirlos, se quedó pensativa.

Tampoco tenía por qué enfadarse. En realidad, debería celebrarlo, se dijo. Después de todo, ella también había conseguido lo que quería. Ryan decidió mirar la cuestión desde un ángulo nuevo. Producciones Swan amarraría a Pierce para tres programas especiales en horario de máxima audiencia, y ella tendría su oportunidad de dirigir una producción.

Ryan Swan, productora. Sonrió. Sí, le gustaba cómo sonaba. Lo repitió en voz baja y sintió un primer cosquilleo de emoción. Luego sacó la agenda y empezó a calcular cuánto tiempo podría necesitar en atar un par de cabos sueltos antes de entregarse por completo a la producción de los espectáculos de Pierce.

Llevaba una hora de papeleo cuando el teléfono la interrumpió:

– Ryan Swan -respondió con energía, sujetando el auricular entre la oreja y el hombro mientras continuaba haciendo anotaciones.

– ¿La he interrumpido, señorita Swan?

Nadie más la llamaba “señorita Swan” de ese modo. Ryan interrumpió la redacción, de la frase que estaba escribiendo y se olvidó por completo de ella.

– En efecto, señor Atkins. ¿Qué puedo hacer por usted?

Pierce soltó una risotada que no consiguió sino enojarla.

– ¿Qué le parece tan divertido?

– Tiene una voz preciosa cuando se pone tan profesional, señorita Swan -dijo él de buen humor-. He pensado que, a falta de concretar algún detalle, le gustaría tener las fechas en que tendrá que acompañarme en Las Vegas.

– Todavía no hemos firmado el contrato, señor Atkins -replicó ella con frialdad.

– La inauguración es el día quince -prosiguió él como si no la hubiese oído. Ryan frunció el ceño, pero anotó la fecha. Casi podía verlo sentado en la biblioteca, acariciando a la gata en su regazo-. Pero los ensayos empiezan el doce. Me gustaría que también estuviera en ellos. Y cierro el veintiuno -finalizó.

– De acuerdo -Ryan pensó fugazmente que el veintiuno era su cumpleaños-. Podemos empezar a diseñar la producción del especial la semana siguiente.

– Perfecto -Pierce hizo una pausa-. Me pregunto si puedo pedirle una cosa, señorita Swan.

– Pedirlo puede -respondió ella con prudencia.

Pierce sonrió y rascó las orejas de Circe.

– El día once tengo un compromiso en Los Ángeles. ¿Puede venir conmigo?

– ¿El once? -Ryan apretó el auricular con la oreja y pasó las hojas del calendario que tenía encima de la mesa-. ¿A qué hora?

– A las dos de la tarde.

– Sí, de acuerdo -dijo al tiempo que hacía una señal en el día-. ¿Dónde nos encontramos?

– Yo la recojo… a la una y media.

– A la una y media. Señor Atkins… -Ryan dudó. Luego agarró la rosa de encima de la mesa-. Gracias por la flor.

– De nada, Ryan.

Después de colgar, Pierce permaneció sentado unos segundos, sumido en sus pensamientos. Imaginó a Ryan sujetando la flor en aquel preciso instante. ¿Sabría que su piel era tan suave como los mismos pétalos de la rosa? su cara, justo a la altura de la mandíbula… todavía podía sentir vivamente su textura en la yema de los dedos. Los deslizó sobre el lomo de la gata.

– ¿Qué piensas de ella, Link?

El gigantón siguió ordenando los volúmenes de la biblioteca.

– Tiene una risa bonita -contestó sin darse la vuelta.

– Sí, eso mismo pienso yo -Pierce recordaba perfectamente lo melodiosa que era. La risa de Ryan lo había pillado desprevenido. Había sido todo un contraste con la expresión seria que había mostrado instantes antes. En realidad, lo sorprendían tanto su risa como lo apasionada que era. Pierce recordó la fogosidad con que su boca se había derretido bajo la de él. Esa noche no había sido capaz de trabajar ni un solo segundo. Se había pasado horas pensando en ella, sabedor de que estaba en la cama, cubierta por un simple camisón.

No le gustaba que nada lo distrajese o dificultase su concentración, pero la había hecho regresar. El instinto, se recordó. Él siempre se había fiado de su instinto.

– Dijo que le gustaba mi música -comentó Link sin dejar de ordenar la biblioteca.

Pierce levantó la vista, despertando de su ensimismamiento. Sabía lo susceptible que Link era cuando criticaban su música.

– Es verdad. Le gustó. Le gustó mucho. Dijo que la melodía de la partitura que había en el piano era preciosa.

Link asintió con la cabeza. Sabía que Pierce no le diría nada que no fuese más que la pura verdad.

– Te gusta, ¿verdad?

– Sí -respondió Pierce con tono distraído mientras acariciaba a la gata-. Creo que me gusta, sí.

– Y supongo que querrás hacer esa cosa para la tele.

– Es un desafío -contestó Pierce.

Link se giró.

– ¿Pierce?

– ¿Sí?

El mayordomo vaciló, temeroso de saber ya la respuesta.

– ¿Vas a incluir alguna fuga en el espectáculo de Las Vegas?

– No -Pierce frunció el ceño y Link se sintió inmensamente aliviado. Pierce recordó que había estado trabajando en ese número justo la noche que Ryan había pasado en su casa-. No, todavía no he ensayado suficiente. Haré la próxima fuga en alguno de los especiales -añadió.

– No me parece buena idea -comentó Link, cuyo alivio apenas había durado unos segundos-. Pueden salir mal muchas cosas.

– Todo saldrá bien -aseguró Pierce-. Sólo necesito ensayar un poco más para poder incluir el número en el espectáculo.

– Pero no tienes tiempo -insistió Link, a pesar de que no solía discutir por nada-. Podrías introducir algún cambio en el espectáculo o posponerlo. No me gusta, Pierce -repitió, aunque sabía que sería inútil.

– Te preocupas demasiado -dijo Pierce-. No habrá ningún problema. Sólo tengo que ocuparme de un par de detalles.

Pero no estaba pensando en el número de la fuga. Estaba pensando en Ryan.

Capítulo V

Ryan se descubrió mirando el reloj. La una y cuarto. Los días previos al once habían pasado muy rápido. Había estado hasta arriba de trabajo, con un montón de papeleo, con jornadas de diez horas diarias a menudo para intentar despejar la mesa de su despacho antes de partir hacia Las Vegas. Quería dejar resuelto el máximo posible de asuntos y no tener ningún problema pendiente de resolver una vez empezase a trabajar en la producción de los espectáculos de Pierce. Compensaría su falta de experiencia dedicándole al proyecto todo su tiempo y toda su atención.