– Voy a ver si lord Greybourne está disponible-dijo Bakari, sosteniendo una tarjeta de presentación entre las manos.

– Estoy disponible, Bakari.

Philip rodeó al mayordomo y se topó con la mirada provocativa de miss Chilton-Grizedale. Sus ojos se posaron en ella, y cada uno de los detalles del conjunto centelleaban en su mente. Un largo vestido de muselina de color azul pavo real con chaqueta a juego. Un gorro que enmarcaba su graciosa cara de una forma que hacía pensar en un estambre rodeado de suaves pétalos. Las cejas arqueadas y el ceño fruncido. No, eso no sonaba nada bien. Pero, por todos los demonios, aquella muchacha le hacía pensar en flores. ¿Acaso sería su perfume? Inhaló y al momento descartó esa idea. No, no olía a flores. Olía como… -se acercó un poco más a ella e inhaló de nuevo-… como un pastel recién sacado del horno.

No, de pronto se dio cuenta, era su color lo que le recordada las flores. Su cutis era como una suave rosa, sus mejillas estaban coloreadas de melocotón y sus labios tenían un delicado tono rojizo. Eran todos los colores que le recordaban los matices exactos de los jardines que cuidaba su madre en la finca de Ravensly.

– Puede que quiera hacer pasar a la dama, en lugar de quedarse boquiabierto ante ella en la puerta -dijo la seca voz de Bakari en un murmullo detrás de él.

Molesto consigo mismo, Philip dio inmediatamente un paso atrás. Maldita sea. Intentando aparentar buenos modales consiguió decirle:

– Por favor, miss Chilton-Grizedale, pase.

Ella inclinó la cabeza en una reverencia formal y entró en el vestíbulo.

– Gracias, lord Greybourne. Discúlpeme por presentarme tan pronto, pero creo que es imprescindible que empecemos lo antes posible. Estoy dispuesta para salir en cuanto esté listo. -Su mirada se paseó por el atuendo de él con los ojos abiertos como platos.

– ¿Salir?, pero si acaba usted de llegar. -Con un aspecto limpio y coqueto y oliendo tan bien que daban ganas de darle un mordisquito.

Maldita sea, ¿cómo se le había ocurrido esa idea? Seguramente le había pasado por la cabeza porque sentía debilidad por los pasteles recién hechos. Sí, era eso.

– He venido para acompañarle. Para ayudarle a buscar entre las cajas de antigüedades hasta encontrar la otra mitad de la piedra. -Su clara y limpia mirada se dirigía a él interrogativamente-. ¿Dónde tenemos que ir exactamente?

– Las cajas están almacenadas en un depósito cerca de los muelles. No puedo pedirle que me acompañe a una zona como esa, o que me ayude en ese tipo de tarea, miss Chilton-Grizedale. Se trata de un trabajo tedioso, sucio y cansado.

Ella alzó la barbilla, y de alguna manera pareció que le estaba mirando desde arriba, por encima de su nariz respingona, lo cual era curioso, teniendo en cuenta que él era al menos veinte centímetros más alto que ella.

– En primer lugar, no hace falta que me lo pida, señor, ya que yo misma le he ofrecido mi ayuda. En segundo lugar, estoy bastante acostumbrada a trabajar y no me canso fácilmente. Y en cuanto a los muelles, no hace falta que se preocupe por mi protección ya que voy armada. En tercer…

– ¿Armada?

– Por supuesto -afirmó ella alzando el bolso-. Cargada de piedras. Una pedrada en la cabeza, puede detener a cualquier gamberro. Se trata de un instrumento muy práctico que hace mucho tiempo aprendí a llevar siempre conmigo.

Él se quedó mirando el aparentemente inocente bolso con encajes que colgaba del hombro de ella mediante una correa de terciopelo. ¿Habría aprendido ese truco hacía mucho tiempo? ¿Qué tipo de educación habría tenido la muy formal miss Chilton-Grizedale para haber aprendido a ir armada?

– ¿Tiene usted el hábito de, eh, lanzar piedras a la cabeza de la gente?

– Casi nunca lo hago -dijo ella alzando la vista y parpadeando con aire travieso-. A menos que, por supuesto, algún caballero cometa el error de intentar disuadirme de que haga algo que estoy decidida a hacer.

– Ya veo. Y en tal caso usted…

– Primero lanzo la piedra y después pregunto, me temo. -Hizo girar su pequeño bolso en círculos y luego siguió hablando en un tono más brusco-: Y tercero, el tiempo que pasemos juntos me puede proporcionar la oportunidad de ponerle al día sobre los modales de la alta sociedad que está claro que usted ha olvidado. Y al respecto de que esta expedición pueda estropear mi ropa, no me importa que se ensucie porque, agárrese bien, puede lavarse. Y por último, no me parecerá tediosa ninguna tarea que pueda poner fin a este maleficio. ¿Ha leído el Times?

– Por desgracia, sí. Sin embargo no se me ocurre cómo han podido conseguir toda esa información.

– Ya sabe que son unos peleles. -Al ver su mirada de sorpresa, ella le aclaró-: Los informadores de los periódicos. Se ganan la vida cazando rumores, o más a menudo informaciones que las personas envueltas preferirían que no llegaran a ser de conocimiento público.

– ¿Y cómo habrán podido conseguir esta información?

– Roban o interceptan la correspondencia, escuchan a escondidas, sobornan a los sirvientes; hay muchas maneras enrevesadas de hacerlo. No hay duda de que uno de ellos nos oyó hablando ayer en St. Paul.

– Me parece increíble -dijo Philip sacudiendo la cabeza-. Lo lejos que pueden llegar algunas personas… Sencillamente increíble.

– No lo es en absoluto. Más bien es algo muy común. La verdad es que es bastante divertido que una práctica de este tipo le parezca increíble. Perdone mi franqueza, señor, pero creo que tiene usted una idea del mundo bastante ingenua, para ser alguien que ha viajado tanto.

– ¿Ingenua? -dijo él dejando escapar una risa incrédula-. No me hago ilusiones sobre las personas ni sobre sus motivaciones, miss Chilton-Grizedale, y no he tenido que abandonar Inglaterra para formarme esta opinión. Pero mis viajes al extranjero, si han servido de algo, han hecho que renovara mi fe en los amigos. Aunque, en cierto sentido, supongo que tiene usted razón; pero yo me definiría a mí mismo como «poco práctico» en lugar de ingenuo. A pesar de haber estado expuesto a muchos tipos de falsedades, durante todos estos años he dedicado mi tiempo y mi pensamiento a los objetos y las personas del pasado. Me temo que no soy en absoluto un experto en el área del comportamiento humano moderno. De hecho, cuanto más conozco al respecto más impresionado me quedo.

– Yo creo que el comportamiento humano es más o menos el mismo hoy en día que el de hace cientos o incluso miles de años -comentó ella mirándole con seriedad.

Esta afirmación le sorprendió, y atrajo su interés y su curiosidad. Pero antes de que pudiera contestar, Bakari le interrumpió:

– ¿La señorita se quedará a desayunar? ¿O a tomar un té?

Otra ola de irritación invadió a Philip. ¿Qué demonios le pasaba? Seguramente, durante el tiempo que había estado apartado de la educada alta sociedad, había desarrollado ciertas asperezas, pero por lo que se veía no había conservado ni una pizca de elegancia social. Y por desgracia, había algo en miss Chilton-Grizedale que claramente no se ajustaba bien con la vuelta de ninguno de sus buenos modales.

– Discúlpeme -dijo-. ¿Puedo ofrecerle algo de comer? ¿O acaso un té?

– No, gracias -contestó ella echando una nueva ojeada a su atuendo-. ¿Cuánto tiempo necesita para estar listo para que salgamos?

¿Salir? Ah, sí. Las cajas. La piedra. El maleficio. Su vida con lady Sarah.

– Solo necesito un momento para recoger mis diarios

– Y para ponerse una ropa más adecuada.

– Debo informarle de que estoy empezando a cansarme de sus repetidos comentarios acerca de mi ropa -dijo él cruzando los brazos sobre el pecho-. Y no estoy demasiado acostumbrado a ser el blanco de órdenes tan autoritarias.

– ¿Órdenes autoritarias? -preguntó ella arqueando las cejas-. Yo preferiría llamarlas serios consejos.

– Sí, estoy seguro de que así es. Pero no creo que haya nada malo en la manera como visto.

– Puede que no, si estuviera dando vueltas por el desierto o navegando por el Nilo. Usted mismo acaba de admitir su carencia de conocimientos acerca del comportamiento humano moderno. Sin embargo, yo soy una especie de experta en ese tema. Por favor, créame cuando le digo que su atuendo es impresentable para salir de casa. -Sus labios dibujaron una larga línea-. Y también es impresentable para recibir visitas. En definitiva, es sencillamente inaceptable.

– ¿Te parezco impresentable? -preguntó Philip dirigiéndose a Bakari.

Bakari se quedó desconcertado y salió del vestíbulo de una manera muy poco servicial. Philip se dio media vuelta para dirigirse otra vez a miss Chilton-Grizedale.

– Si piensa usted que me voy a disfrazar como un ganso escrupuloso y acicalado solo para parecer «presentable» ante extraños que no me importan nada en absoluto, está usted muy equivocada.

– Los miembros de la alta sociedad, tanto si usted tiene un conocimiento personal de ellos como si no, son sus iguales, lord Greybourne, no son extraños. Este tipo de augusta compañía le da a uno respetabilidad. ¿Cómo puede tomarse esto tan a la ligera?

– ¿Y cómo puede tomárselo usted tan en serio?

– Acaso porque, en tanto que mujer que depende de sí misma para ganarse la vida, mi respetabilidad es una de las cosas más importantes para mí, y es algo que me tomo muy en serio -replicó ella alzando la barbilla-. Lady Sarah no es una extraña. Ni tampoco su hermana, de la que he oído hablar mucho. ¿Me está diciendo que no le importan a usted lo más mínimo?

– Catherine no es tan superficial como para condenarme porque no voy vestido a la última moda.

Las mejillas de ella se tiñeron de rojo brillante por esa maliciosa observación.

– Pero, le guste o no, su comportamiento repercutirá tanto en su prometida como en su hermana, por no mencionar a su padre. Si no le preocupa su propia reputación, píense al menos en la de ellos. -Sus cejas se arquearon-. ¿O es que un aventurero como usted es tan egoísta como para no poder hacerlo?

Esas palabras le llenaron de disgusto. Qué mujer tan irritante. Y más aún porque no podía negar que, en cierto sentido, tenía razón. Ahora que había vuelto a los límites moderados de la «civilización» sus actos podrían tener repercusiones en los demás. Durante diez años solo había tenido que preocuparse de sí mismo. Su salida de Inglaterra había marcado el inicio de un tiempo en el que podía decir o hacer lo que le diese la maldita gana de hacer o decir, sin la censura de la alta sociedad -o de su padre- cayéndole siempre encima. Había descubierto lo que era la libertad; una libertad que no suponía que podía ser restringida de ninguna manera. Pero hubiera preferido que le picara una cobra antes que herir de alguna manera a Catherine.

– Me cambiaré de ropa -dijo Philip, incapaz de refrenar un gruñido en su voz.

Ella le lanzó una sonrisa satisfecha -no, engreída-, que parecía gritarle: «Por supuesto que lo hará», y que hizo aumentar su irritación en varios puntos. Murmurando entre dientes algo sobre mujeres autoritarias, se retiró a su dormitorio, y regresó al cabo de unos minutos. Sus concesiones consistían en haberse puesto un par de pantalones «adecuados» y una chaqueta por encima de su amplia camisa, con la intención de dejarse la misma desabrochada.

Cuando ella alzó las cejas y parecía que estaba a punto de comentar algo, él dijo:

– Voy a un almacén. A trabajar. No voy a que me pinten un retrato. Esto es lo máximo que va a conseguir de mí. Es esto o nada.

– No debería desafiarme -dijo ella mirándolo fijamente con los ojos entornados.

Él se acercó hacia la puerta, y se quedó sorprendido cuando vio que ella no se movía de su sitio, aunque se alegró al notar que estaba aguantando la respiración.

– ¿No sabía usted que las temperaturas en Egipto o en Siria pueden llegar a niveles en los que se puede ver realmente el calor irradiando desde el suelo? Estoy bastante acostumbrado a llevar la mínima ropa. O a no llevar nada. Así que retarme puede que no sea lo más acertado.

Las mejillas de ellas se ruborizaron y sus labios se estiraron en una recta línea de desaprobación.

– Si piensa que me va a impresionar con esas palabras, lord Greybourne, está usted condenado al fracaso. Si quiere usted avergonzarse a sí mismo, a su prometida y a su familia, yo no puedo detenerle. Solo espero que sea capaz de actuar de manera decorosa.

– Supongo que eso significa que no puedo desvestirme en el vestíbulo. Qué pena -dijo él aparentando dramatismo. Y luego, ofreciéndole a ella el brazo, añadió-: ¿Me permite?

Él la miró fijamente a los ojos y observó que eran de un extraordinario color azul mar Egeo. Brillaban con determinación y persistencia, pero había en ellos algo más que le fue imposible definir. A menos que estuviera equivocado, cosa que no solía sucederle en ese tipo de observaciones, los ojos de miss Chilton-Grizedale también parecían esconder algún oscuro secreto, un secreto que despertaba su curiosidad e interés.