Todo eso, junto con su inclinación a llevar el bolso lleno de piedras, empezaba a convertirla en un intrigante rompecabezas.

Y él tenía una increíble debilidad por los rompecabezas.

4

Meredith se sentó en los lujosos cojines de terciopelo gris del carruaje de lord Greybourne y se dedicó a observar a su acompañante. Al principio lo hizo de soslayo, con el rabillo del ojo, mientras fingía que estaba mirando por la ventana las tiendas y la gente que paseaba por Oxford Street. Sin embargo, él estaba tan concentrado estudiando el contenido de su gastado diario de piel que ella pudo dedicarse a observarlo descaradamente, con franca curiosidad.

El hombre que estaba sentado frente a ella era la completa antítesis del muchacho del cuadro que colgaba de la pared del salón de la casa de su padre en Londres. Su piel no era pálida, sino de un cálido color dorado, que hablaba del tiempo pasado bajo el sol. Unos reflejos dorados iluminaban su espeso y ondulado cabello, el cual llevaba mal peinado como si se hubiera pasado los dedos entre los mechones. De hecho, como si le hubiera leído los pensamientos, en ese momento él alzó una mano y metió los dedos entre sus cabellos.

Ella bajó lentamente la mirada. Nada quedaba de aquel muchacho blando y fofo en el adulto lord Greybourne. Ahora tenía un aspecto duro y enjuto, y completamente masculino. Su chaqueta corta de color negro azulado, a pesar de sus numerosas arrugas, abarcaba sus anchos hombros, y los pantalones de color pardo que se había puesto enfatizaban sus musculosas piernas de una manera que, si ella hubiera sido de cierto tipo de mujeres, podrían haberla inducido a lanzar un auténtico suspiro femenino.

Por suerte, ella no era del tipo de mujeres que dejaban escapar suspiros femeninos.

Para más contraste con su aspecto juvenil, a pesar de sus ropas bien confeccionadas y con telas de calidad, lord Greybourne tenía una apariencia de algo inacabado, sin duda como resultado de su pañuelo ladeado y de esos gruesos mechones de cabello que caían desordenadamente sobre su frente de una manera que, si ella hubiera sido de ese tipo de mujeres, se habría sentido tentada a tomar uno de esos mechones sedosos y colocárselo de nuevo en su sitio.

Por suerte, ella no era del tipo de mujeres que se sentían tentadas a tales extravíos.

Él levantó la vista, y sus ojos rodeados por unas gafas con montura de metal se cruzaron con los de ella. En el cuadro, los ojos de lord Greybourne parecían de un apagado castaño sin brillo. Sin duda, el artista había fracasado al no poder capturar la inteligencia y la intensidad de aquellos ojos. Y tampoco se podía negar que el semblante de lord Greybourne ya no era el de un muchacho joven. La blandura de sus rasgos había sido reemplazada por finos ángulos, por una firme mandíbula cuadrada y por unos pómulos prominentes. Su nariz era la misma, sólida y afilada. Y su boca…

Su mirada se detuvo en los labios de él. Su boca tenía una hermosura que ella no había observado en el cuadro. Unos labios gruesos, pero firmes, aunque a la vez había algo en ellos que los hacía parecer sorprendentemente blandos. Era exactamente el tipo de boca que, si ella hubiera sido un tipo de mujer diferente, se hubiera sentido seducida a tratar de degustar.

Por suerte, ella no era del tipo de mujeres que se sienten seducidas de esa manera.

– ¿Se encuentra usted bien, miss Chilton-Grizedale? Se la ve un poco sonrojada.

¡Maldición! Le dirigió una mirada fría e intentó poner su expresión más remilgada.

– Estoy perfectamente, gracias. Hace bastante calor en este carruaje.

Resistió la tentación de abanicarse con la mano. De la misma forma que, afortunadamente, resistió la tentación de agarrar su bolso lleno de piedras y darse con él en la cabeza. En lugar de eso, miró hacia el diario que reposaba en el regazo de él.

– ¿Qué está usted leyendo? -preguntó evitando señalar la manera que tenía él de ignorarla.

Estaba claro que habría necesitado poner todo su empeño con ese hombre, pero su voz interior le advertía de que el modo que él tenía de ignorarla era lo mejor que le podía suceder.

– Estoy releyendo mis anotaciones de viaje. Esperaba haber tomado nota de algo que pudiera darme alguna pista.

– ¿Y ha tenido éxito?

– No. Mis notas se componen de más de cien libretas, y a pesar de que las estuve examinando durante mi viaje de regreso a Inglaterra sin encontrar nada, esperaba encontrar tal vez algo que se me hubiera pasado por alto. -Cerró el libro y lo guardó en su gastada funda de piel.

– ¿Qué es lo que hay en sus diarios?

– Dibujos de objetos y jeroglíficos, descripciones, historias populares que me han contado, observaciones personales. Cosas de ese tipo.

– ¿Ha aprendido tantas cosas como para escribir más de cien diarios? -Se le escapó una risa incrédula-. Cielos, para mí escribir una carta de una sola página ya es todo un reto.

– La verdad es que he vivido muchas más cosas de las que nunca tendré tiempo de recordar o escribir. -Una expresión que parecía combinar la nostalgia y la pasión cruzó por sus ojos-. Egipto, Turquía, Grecia, Italia, Marruecos… es imposible describir todos esos lugares de manera adecuada, aunque estén tan vivos en mí memoria que, si cierro los ojos, todavía me parece que estoy allí.

– Está usted enamorado de esos lugares.

– Sí.

– No debería haberse marchado.

El la estudió por un momento antes de contestar.

– Tiene usted razón. Inglaterra es el lugar donde nací, aunque a mí ya no me parece un… hogar. -Un extremo de su boca se torció hacia arriba-. No espero que usted entienda a lo que me estoy refiriendo. A duras penas lo entiendo yo mismo.

– Es cierto que no sé cómo son lugares como Egipto y Grecia, pero sé algo de la importancia, de la necesidad de estar en el lugar en el que uno se siente en casa. Y lo fuera de lugar que se puede sentir uno cuando no está allí.

– Sí, así es exactamente como me siento: fuera de lugar -contestó él asintiendo lentamente con la cabeza y sin apartar la mirada de ella.

Había algo en el tono de su voz, en la forma en que la miraba, con toda la atención puesta en ella, que hacía que su respiración se detuviera. Y que la hacía sentirse más definitivamente fuera de lugar. ¿Qué demonios tenía ese hombre que le hacía perder su habitual aplomo?

En un intento por romper el hechizo, ella desvió la mirada y dijo:

– Un amigo mío se ha ofrecido a ayudarnos a buscar entre las antigüedades, en caso de que necesitemos sus servicios.

En realidad los dos, Albert y Charlotte, habían querido acompañarla esa mañana, pero Meredith los había convencido para que esperaran hasta el día siguiente. Primero quería asegurarse de bajo qué condiciones tendrían que trabajar, y estaba contenta de haber insistido. El hecho de que ellos pudieran estar cerca de los muelles… Charlotte odiaba los muelles.

– ¿Sus servicios? ¿Acaso su amigo es anticuario?

– No. En realidad Albert es mi mayordomo, y uno de mis amigos más queridos.

Si se había sorprendido al oír hablar del mayordomo de ella como uno de sus más queridos amigos, no lo demostró. Muy al contrario, asintió con la cabeza.

– Excelente. Mi colega y amigo americano, Andrew Stanton, está hoy en el Museo Británico, buscando allí entre las antigüedades. Otro de mis amigos, el anticuario Edward Binsmore, también se ha ofrecido a ayudar.

Ese nombre le resultaba familiar, y tras pensar unos segundos, lo recordó.

– ¿El caballero que ha perdido a su esposa?

– Sí. Creo que busca la manera de mantenerse ocupado.

– Probablemente sea lo mejor para él -dijo Meredith suavemente-. A veces el dolor es difícil de sobrellevar, sobre todo cuando hora tras hora no tienes delante de ti nada más que la soledad.

– Parece que hablara usted por experiencia.

La mirada de Meredith se posó en él. Philip la estaba observando, con los ojos llenos de comprensión, como si también él hubiera conocido ese tipo de tristeza. Ella tragó saliva para aflojar el repentino nudo que se le había formado en la garganta.

– Creo que casi todas las personas adultas han sentido el dolor en alguna de sus múltiples formas. -El la miró como si estuviera a punto de preguntarle algo, pero como ella no tenía ganas de contestar ninguna pregunta, se le adelantó preguntando:

– ¿Puede enseñarme la piedra en la que está escrito el maleficio y decirme exactamente qué pone? Creo que eso me ayudaría a saber qué es lo que estamos buscando.

– He escondido la «Piedra de lágrimas» para no correr el riesgo de que alguien la encuentre y la traduzca -contestó él frunciendo el entrecejo-. Sin embargo, he escrito una traducción al inglés en mi diario. -Abrió la funda de piel y le pasó el diario-. No creo que haya ningún peligro en dejárselo leer, ya que usted nunca va a tener novia.

Meredith se colocó el diario en el regazo, se quedó observando la pulcra y precisa caligrafía sobre la amarillenta página, y a continuación se puso a leer.

Ya que mi prometida me ha traicionado con otro,

el mismo destino traicionará a su amante.

Hasta que la tierra desaparezca,

desde este día en adelante, tú estás maldita,

condenada al infierno peor.

Pues el profundo aliento del verdadero amor

destinado a muerte está.

La gracia perderá y así dará un traspiés,

en la cabeza luego sentirá un infernal dolor.

Si tenéis ya el regalo del éxtasis de los desposados, morirá tras besarla.

O dos días después de acordado el compromiso,

a tu novia, maldita, muerta la encontrarán.

Una vez que tu prometida haya sido am…

nada la podrá salvar…

Pero hay una llave…

para que la maldición a…

sigue la b…

Y si ella… Y…

Un estremecimiento involuntario sacudió la espina dorsal de Meredith, y tuvo que luchar contra el deseo de cerrar el libro de golpe y no volver a posar su mirada en esas espeluznantes palabras nunca más.

Lord Greybourne se echó hacia delante y recorrió con un dedo las últimas líneas.

– Por ahí la piedra estaba rota, dejando ver solo esos fragmentos de palabras y esas frases cortadas.

La vista de su mano grande y bronceada colocada justo en su regazo hizo que Meredith volviera a estremecerse, pero ahora de una manera completamente diferente. Tragando saliva para humedecer su repentinamente seca garganta, preguntó:

– ¿Es muy grande la piedra?

Él dio la vuelta a su mano, sin apartarla del diario, mostrándole la palma.

– Aproximadamente del tamaño de mi mano, y de unos cinco centímetros de grueso. Creo que la parte que falta debe de tener el mismo tamaño, o acaso sea un poco más pequeña -dijo cerrando la mano en un puño.

Ella se quedó mirando su puño cerrado, cuyo peso notaba a través del libro sobre los muslos. Le pareció que podía sentir el calor de aquella mano masculina a través del diario, y experimentó una inquietante y perturbadora sensación que parecía calentarla desde dentro hacia fuera. Se sintió golpeada por una imperiosa urgencia de cambiar de posición en su asiento y tuvo que luchar consigo misma para no moverse. Él parecía no darse cuenta de lo impropio que era ese tipo de familiaridades. Y con toda seguridad ella debería habérselo dicho, si hubiera sido capaz de encontrar la manera de hacerlo.

Afortunadamente, el carruaje aminoró la marcha y lord Greybourne se volvió a echar hacia atrás, apartando la mano del diario. Miró por la ventana permitiendo con ello que Meredith dejará escapar un suspiro sin que él siquiera se diera cuenta.

– Ahí enfrente está el almacén -le anunció Philip.

Excelente. Ya que ella no podía esperar más tiempo para salir de aquel carruaje, que parecía hacerse más pequeño conforme pasaba el tiempo.

Unos minutos más tarde, sintiéndose mucho mejor después del pequeño paseo tras abandonar el carruaje, Meredith entraba en el enorme y débilmente iluminado almacén. Montones de embalajes de madera estaban almacenados en hileras. Docenas de cajas. Cientos de cajas. Cajas enormes.

– Por el amor del cielo, ¿cuántas de estas cajas son suyas?

– Casi una tercera parte de todo lo que hay en el edificio.

– Seguramente está bromeando -dijo ella dándose la vuelta y mirándole fijamente.

– Me temo que no.

– ¿Dejó algo en alguno de los países que ha visitado?

Él se rió, y su risa produjo un eco sostenido y profundo en la vasta sala.

– No todas las cajas están llenas de antigüedades. Muchas de ellas contienen telas, alfombras, especias y muebles que he comprado para un negocio en el que estamos metidos mi padre y yo.