– Ya entiendo -dijo ella mirando hacia las inacabables hileras de cajas-. ¿Por dónde tenemos que empezar?

– Sígame.

Philip se introdujo por un estrecho pasillo, y los tacones de sus botas resonaron sordamente contra el suelo de madera. Ella le siguió mientras él avanzaba girando a un lado y a otro, hasta que se sintió como una rata en un laberinto. Al final llegaron a una oficina.

Sacó unas llaves del bolsillo de su chaqueta, abrió la puerta y le indicó que entrara. Ella cruzó el umbral y se encontró en una habitación pequeña, con casi todo el poco espacio ocupado por un enorme escritorio de madera de haya. Cruzando hasta el otro lado del escritorio, lord Greybourne abrió un cajón y extrajo dos delgados libros.

– El plan es abrir una caja, extraer el contenido, cotejarlo con estos libros y luego volver a guardar las cosas en la misma caja. Estos libros contienen la lista de cada uno de los objetos que hay en las cajas, todos ellos numerados.

– SÍ es así, ¿por qué debemos desempaquetar todas las cajas? ¿Por qué no echamos simplemente un vistazo al listado y buscamos algo como «media piedra con un maleficio» en esa lista?

– Por varias razones. Primero, porque ya he examinado estos libros y no parece que haya nada como «media piedra con un maleficio» en ellos, Segundo, porque es muy posible que esté en la lista, pero con una descripción demasiado imprecisa. Por lo que será necesario un examen visual del contenido de las cajas. Tercero, porque como yo no soy la única persona que ha catalogado estos objetos y que ha empaquetado estas cajas, no puedo estar seguro de que no se haya cometido algún error involuntario. Y por último, porque es muy posible que no encontráramos «media piedra con un maleficio» en estos libros, ya que la pueden haber archivado como parte de algún otro objeto. Por ejemplo, cuando yo encontré mi trozo de piedra, estaba en una caja de alabastro, por lo tanto…

– En el listado puede que solo aparezca una «caja de alabastro» sin que se especifique lo que hay en su interior.

– Exactamente. -Él cruzó hacía la otra esquina de la oficina, donde había una serie de mantas apiladas, y agarró un puñado de ellas-. Pondremos esto en el suelo para proteger los objetos que vayamos sacando de las cajas. Le sugiero que empecemos juntos con una caja para que se vaya familiarizando con el procedimiento, luego podremos trabajar cada uno por separado. ¿Cuento con su aprobación?

Cuanto antes se pusieran manos a la obra antes podrían encontrar la piedra. Entonces tendría lugar la boda, su vida volvería a sus cauces normales, y por fin podría olvidarse por completo de lord Greybourne.

– Manos a la obra.

Dos horas más tarde, Philip encontró entre los objetos una vasija de arcilla especialmente hermosa que recordaba haber desenterrado en Turquía. Su mirada se posó en miss Chilton-Grizedale, y sintió que le empezaba a faltar la respiración.

A causa del calor sofocante que hacía en aquel almacén mal ventilado, ella se había quitado su chal de encaje de color crema, del mismo modo que él se había quitado la chaqueta. Ella estaba doblada sobre una caja, con medio cuerpo dentro de la misma, intentando extraer un objeto. La tela de su falta moldeaba las femeninas curvas de sus nalgas. Las hermosas curvas femeninas de sus nalgas.

Aunque ella se había sentado en el carruaje a una prudente distancia delante de él-un transporte que le había parecido bastante espacioso hasta aquel momento-, Philip había estado todo el tiempo inquietantemente pendiente de ella. Sin duda a causa de su perfume… esa deliciosa fragancia de pastel recién sacado del horno que le abría el apetito. Como si fuera algo pecaminosamente comestible que hiciera que un hombre deseara tomar un pedazo.

Un dorado rayo de sol matinal entraba a través de la ventana capturándola en su halo. Había algo realmente vivo en aquella mujer. Por debajo de su tranquilidad, de su decoro exterior, él sentía fluir una energía reprimida. Una vitalidad cargada de pasión.

Y también estaba su color. Oscuros rizos brillantes contrastando con el color porcelana de su rostro, limpiamente pálido excepto por dos pinceladas de color durazno que teñían sus mejillas. Todo ello rematado por esos impresionantes ojos verde azulados, cuyo color le recordaba las aguas turquesas del mar Egeo, sin mencionar sus carnosos y apetecibles labios rojos…

Todo en ella parecía ser tan vivo. Tan lleno de color. Tan excepcional. Como una simple mancha de color pintada sobre una tela, por lo demás inmaculadamente blanca. Ella le recordaba las puestas de sol en el desierto: los ricos y vividos matices del sol de la tarde pintando en el cielo un impresionante contraste sobre el dorado de las interminables arenas.

Ella se movió, y por la mente de él cruzó una imagen -la más inoportuna y viva de las imágenes- de sí mismo acercándose a ella, tocando con sus labios la suave piel de su nuca, presionando su cuerpo contra sus formas femeninas… Una imagen fugaz que dejó un rastro de calor en su estela.

Philip sacudió la cabeza para alejar esa imagen sensual, y la sacudió de manera tan vigorosa que sus gafas resbalaron de su nariz. ¡Por todos los demonios!, ¿qué le estaba pasando? Normalmente él no era propenso a pensamientos lascivos, especialmente cuando estaba trabajando. Por supuesto, nunca antes había trabajado tan cerca de una mujer. Una mujer cuyas faldas susurraban a cada movimiento, haciéndole pensar en las curvas que escondían. Una mujer que olía como si acabara de salir de una confitería.

Una mujer que no era su prometida.

Ese pensamiento le hizo volver en sí y borrar los restos de esa incómodamente provocativa imagen de su mente. Se esforzó por mantener la calma. Sí, ella no era su prometida. Excelente. Ahora ya estaba de nuevo en el camino correcto. Le parecía que aquella mujer era molesta e irritante. Su intención era convertirlo en un atontado dandi, en un petimetre repeinado. Sí, eso estaba mucho mejor. Ella era su enemiga.

Así y todo, cuando trató de apartar la mirada de las hechizantes curvas de su enemiga, falló por completo. La observó mientras ella extraía con cuidado un cuenco de madera de la caja y lo dejaba suavemente sobre la manta que había en el suelo. Luego se dio media vuelta para anotar algo en el libro, permitiéndole admirar su perfil.

Su nariz ligeramente respingona y su barbilla formaban un ángulo que solo podría describirse como obstinado. Ella frunció el entrecejo y se mordió el labio inferior, haciendo que él fijara la atención en su boca. Y qué boca tan hermosa. No podía decidir si esos labios gruesos, húmedos y deliciosos eran propios de un ángel o del mismísimo diablo. Miss Chilton-Grizedale era el ejemplo viviente de una mujer decente, pero no había nada decente en esa prometedora boca lujuriosa ni en los pensamientos ardientes que le inspiraba.

El cerró los ojos y se vio arrebatado por la imagen vivida de sí mismo tomándola entre sus brazos. Casi podía sentir sus curvas apretándose contra su cuerpo. Bajando la cabeza unió sus labios a los de ella. Cálidos, suaves, con un sabor delicioso… como un dulce y suculento postre. El beso se hizo más intenso; introdujo su lengua en la boca de ella y…

– ¿Le pasa algo malo, lord Greybourne?

Philip abrió los ojos de golpe. Ella le estaba mirando fijamente con expresión de sorpresa. El calor ascendía por su nuca y tuvo que luchar contra el impulso de arrancarse de un tirón su ya medio aflojado pañuelo.

– ¿Malo? No, ¿por qué lo pregunta?

– Estaba usted gimiendo. ¿Acaso se ha hecho daño?

– No.

Estar dolorido no es exactamente lo mismo que haberse hecho daño. Lo más lentamente que le fue posible movió el brazo para que el libro que sostenía ocultase la parte «dolorida» de su cuerpo. Demonios. He ahí las consecuencias de los muchos meses de celibato que había pasado.

¡Ah, claro! Sí, seguramente esos inusitados deseos lujuriosos que ella le inspiraba se debían al hecho de que habían pasado meses -muchos meses- desde la última vez que estuvo con una mujer. Se agarró a esa explicación como un perro callejero a un hueso. Por supuesto, no era más que eso. Simplemente se trataba de su cuerpo que estaba reaccionando a ella en respuesta a su larga abstinencia. Sin duda, habría sentido lo mismo cerca de cualquier otra mujer. El hecho de que esa… arpía hubiera inspirado aquellos lujuriosos pensamientos confirmaba su teoría.

Se sintió considerablemente reconfortado hasta que su voz interior resonó. «Pasas más de una hora a solas con lady Sarah -tu prometida- en la intimidad del escasamente iluminado salón, y ni por un momento tus pensamientos te llevan hasta ese punto.»

– ¿Ha descubierto usted algo? -preguntó ella.

«Sí. Que estás teniendo el más inaudito, inoportuno e inquietante efecto sobre mí. Y eso no me gusta ni pizca», pensó él.

– No. -Forzó una sonrisa que esperaba que no pareciera tan tensa como él mismo se sentía-. Solo ha sido un pequeño calambre por haber estado mucho tiempo agachado. -Observando el montón de objetos que estaban cuidadosamente alineados sobre la manta, añadió-: ¿Algo interesante en su caja?

– Todo lo que hay aquí es interesante. De hecho es fascinante. Pero no hay nada que se parezca ni remotamente a lo que estamos buscando. -Levantó las manos formando un arco que abarcaba todos los objetos que había a su alrededor-. Esto es realmente asombroso. Parece increíble que haya encontrado usted todas estas cosas. Es impresionante pensar que en otro tiempo estos objetos pertenecieron a personas que vivieron hace siglos. Debió de sentirse usted henchido de asombro cada vez que descubría uno de estos objetos.

– Sí. Henchido de asombro. Eso lo describe perfectamente.

– ¿Extrajo realmente con sus manos todos estos objetos del suelo?

– Algunos de ellos sí. Otros los compré con mi dinero. Otros los adquirí con fondos del museo. Y aún hay otros que los cambié por mercancías inglesas.

– Fascinante -murmuró ella. Se agachó de nuevo y recogió un cuenco pequeño-. ¿Quién podría desprenderse de un objeto tan hermoso?

– Alguien hambriento. Alguien que tal vez lo hubiera robado. Alguien desesperado. -El perverso demonio que había dentro de él le hizo avanzar hacia ella, como si quisiera desafiar a su cuerpo y a su mente a no reaccionar ante ella, como si necesitara una prueba de que lo que le había pasado hacía solo cinco minutos no era más que una enajenación pasajera. Se paró en seco cuando ya solo les separaban unos pocos pasos-. Las situaciones desesperadas suelen forzar a las personas a actuar como no lo harían en cualquier otra situación.

Algo brilló en los ojos de ella. Algo oscuro y lleno de dolor. Ella parpadeó y la angustia pareció desaparecer de sus ojos; y si no hubiera sido un brillo tan vivido y contundente, podría haber llegado a pensar que lo había imaginado.

– Estoy segura de que tiene razón -dijo ella en voz baja. Se quedó mirando el cuenco que aún sostenía en la mano y pasó la punta de un dedo por el satinado interior-. Nunca antes había visto nada como esto. Parece hecho de piedras pulidas. ¿Cómo se llama?

– Madreperla. Creo que esa pieza debe de datar aproximadamente del siglo dieciséis, y seguramente pertenecía a una mujer noble.

– ¿Cómo lo sabe?

– La madreperla se extrae del interior de la concha de un molusco, y está asociada al agua y a la luna, lo que la hace por naturaleza muy femenina. Aunque no son tan valiosas como las perlas, las madreperlas son igualmente muy caras, y solo pertenecían a personas con cierto nivel de riqueza.

El dedo de Meredith seguía moviéndose lentamente por el interior del cuenco, un movimiento hipnótico que captó la atención de él de una manera que deshizo cualquier esperanza de que su cuerpo no volviera a reaccionar ante ella.

– Hay algo tan hermoso, tan mágico en las perlas -dijo ella con una voz suave, como en trance-. Me recuerdo a mí misma cuando era niña observando un cuadro de una mujer con largos collares de brillantes perlas que le rodeaban el negro cabello. Pensaba que seguramente era una de las mujeres más hermosas que hubiera existido jamás. En el retrato, ella sonreía, y yo sabía que la razón por la que estaba feliz era porque llevaba esas perlas. -Una sonrisa melancólica rozó sus labios-. Me dije que algún día yo llevaría perlas como esas en el cabello.

Inmediatamente él se la imaginó con un collar de gemas blanquecinas rodeando sus oscuros bucles.

– ¿Y las tiene?

Ella alzó la vista y sus miradas se cruzaron. Él casi pudo ver la cortina cayendo sobre el vislumbre del pasado que ella había tenido, mientras los recuerdos se perseguían unos a otros ante sus ojos.

– No. Ni tampoco espero tenerlas ya. No era más que un deseo infantil.

– Mi madre tenía montones de perlas -dijo Philip-. En otro tiempo se pensaba que eran las lágrimas de los dioses. Simbolizan la inocencia; son talismanes para los inocentes y se dice que mantienen a los niños a salvo.