– ¿No sería entonces maravilloso que cada niño pudiera tener una? Para mantenerse a salvo.

– Sí, realmente lo sería.

Algo en el tono de voz de ella despertó su inquisitiva naturaleza, y se preguntó si estaría hablando de algún niño en concreto.

– ¿Sabía usted que los griegos y los romanos creían que las perlas nacían en las ostras cuando una gota de rocío o de lluvia penetraba en la concha? -dijo él intentando reconducir la conversación para no quedarse mirándola boquiabierto.

Pero en el momento en que esa pregunta cruzaba sus labios deseó haberse tragado sus palabras. Seguramente la mirada de ella reflejaría el aburrimiento que le provocaba ese tema. Él había pasado mucho tiempo alejado de la alta sociedad, pero aún recordaba perfectamente que ese tipo de relatos del saber histórico no eran muy populares entre los círculos de damas. Pero, muy al contrario, los ojos de ella se iluminaron con inconfundible interés.

– ¿De veras?

– Sí, aunque los chinos antiguos tenían una teoría mucho más curiosa. Creían que las perlas se concebían en el cerebro de los dragones. Se trataba de unas gemas muy raras, que los dragones guardaban entre sus dientes. La única manera de conseguir una perla era matando al dragón.

– Estoy segura de que el dragón tendría algo que decir al respecto.

Al mirarla y ver que sus ojos brillaban divertidos, él no pudo reprimir una sonrisa burlona en sus labios. Ahora, realmente, con esas manchas de polvo en el cabello, no parecía la aristocrática arpía que había pensado que era. De hecho, no podía recordar cuándo había sido la última vez que sintió una camaradería tan cómoda con una mujer, al menos con una típica mujer inglesa. Cuando era un muchacho, siempre se había sentido incómodo y torpe en presencia de las mujeres, como si se le hubiera comido la lengua el gato. Incluso cuando ya era un hombre joven, antes de marcharse de Inglaterra, siempre había carecido de la tranquila sofisticación de la que hacían gala la mayoría de sus contemporáneos. Afortunadamente, se había desecho de su incomodidad y de su vergüenza conforme había ido madurando lejos de su país, al haberse visto expuesto a otras culturas.

Su mirada se entretuvo en el rostro de ella, ligeramente sonrojado, sin duda a causa del calor que hacía en aquel almacén. Un poco de polvo se había depositado en su mejilla, y sin pensarlo, él se acercó para limpiárselo.

En el momento en que sus dedos rozaron la lisa mejilla de ella se dio cuenta de su error. La piel de ella era como de terciopelo color crema. Tan increíblemente suave. Tan pálida. Y su mano parecía oscura y áspera al lado de aquel cutis, como si allí estuviera fuera lugar. Lo cual por supuesto era así.

Sintiéndose como un completo idiota, especialmente teniendo en cuenta la manera como ella no se había inmutado -excepto por la forma en que le miraba, con los ojos abiertos como platos-, él bajó la mano y dio un paso atrás.

– Había una mancha de polvo en su cara.

Ella parpadeó varias veces, como si estuviera saliendo de un trance, con un vivo color tiñendo sus mejillas y hechizándolo a él aún más de lo que ya lo estaba. Por todos los demonios, aquella… fuera lo que fuese… atracción, tensión, se le diera el nombre que se le diera, no era una enajenación mental. Y fuera lo que fuese lo que había encendido la chispa de esa atracción, él estaba dispuesto a mandarla al demonio.

Ella dejó escapar una leve risa y se echó también varios pasos hacia atrás.

– Es muy cierto. Y sabe el cielo que no me apetece ir por ahí con la cara sucia.

Él buscó desesperadamente algo en su mente, algo que decir, lo que fuera, pero, maldita sea, lo único que se le ocurría era horriblemente inapropiado, incluso para él. Hubiese querido preguntar: «¿Puedo tocar de nuevo?». La calma que sentía hacía apenas unos momentos había vuelto a desaparecer. Con un solo suspiro aquella mujer le hacía volver a sentir toda la torpeza que él creía ya superada. He ahí otra razón para tenerle antipatía. Pero no le tenía antipatía. ¿O sí?

El hecho de que todavía sintiera un hormigueo en las yemas de los dedos que acababan de rozar su cara no cuadraba bien con la teoría de tenerle antipatía.

Justo en el momento en que el pesado silencio empezaba a hacérsele opresivo, el sonido de un portazo le sobresaltó y le sacó del estupor que le había provocado miss Chilton-Grizedale.

– ¿Está usted ahí, Greybourne? -gritó una voz profunda.

Philip dejó escapar un débil suspiro de alivio por la interrupción, pero enseguida frunció el ceño.

– Ahí parece que llega lord Hedington. -Alzando la voz, contestó-: Sí, aquí estoy. En la parte de atrás.

– Puede que traiga noticias de lady Sarah -dijo ella sin haber perdido su tono de voz esperanzado.

– Sí, lady Sarah. -«Tu prometida. La madre de tus futuros hijos. La mujer que debería estar ocupando tus pensamientos», se dijo él.

Meredith apretó los labios e, inclinándose, se sacudió el polvo de la falda en un intento por estar más presentable. Esperaba que lord Hedington trajera buenas noticias al respecto de lady Sarán, pero a pesar de lo que le recomendaba su razón, agradeció a las estrellas que hubiera llegado en ese momento de forma tan precipitada.

Lord Greybourne tenía sobre ella un extraño e inesperado efecto. El casi inocente roce de aquellos dedos sobre su mejilla le había hecho sentir como sí se le hubiera prendido fuego a la falda. Seguramente no había sido más que el resultado de haber estado a solas con él durante tanto tiempo. Sí, eso explicaba por qué, incluso aunque su atención estaba centrada en catalogar los objetos, ella había estado todo el tiempo intensamente consciente de su presencia. De cada uno de sus movimientos. De los sonidos de sus movimientos al abrir las cajas. Del ocasional cruce de una mirada.

Se suponía que debería haber estado hablando con él de la etiqueta, pero entre su fascinación por las antigüedades y su preocupación por su presencia, cualquier pensamiento sobre los modales había desaparecido de su mente.

Sus miradas se habían cruzado cuatro veces. Y cuatro veces había sentido como si cada partícula de aire hubiera desaparecido de la habitación. Cuatro veces él había sonreído a su manera torcida, esa manera que producía un hoyuelo en sus mejillas. Y cuatro veces ella se había dicho que no pasaba nada.

Pero las cuatro veces se había mentido. Sí que pasaba algo. Ese hombre encendía en ella sentimientos y deseos que la confundían y asustaban. Y a ella no le gustaba sentirse confundida o asustada.

No podía pasar por alto sus obvias carencias en cuanto a los modales y su franca naturaleza, pero incluso cuando solo estaban hablando de trabajo, demostraba ser -y así se lo parecía a ella- inteligente, divertido e inquietantemente atractivo.

Y eso estaba muy mal.

– Al fin le encuentro -dijo el duque al dar la vuelta a la esquina, con un entrecejo fruncido que arrugaba todo su rostro-. Yo… -Se sobresaltó al verla a ella, y al momento, quitándose el socarrón monóculo, dijo mirándola-: ¡Usted aquí!

– Miss Chilton-Grizedale me está ayudando a encontrar el pedazo de piedra que falta de la tablilla, su Excelencia -dijo Philip-. ¿Trae usted alguna novedad?

La mandíbula del duque subía y bajaba mientras miraba alternativamente a cada uno de ellos.

– Sí, tengo noticias. -Se paró al lado de Meredith y la señaló con un dedo acusador-. Todo esto es culpa suya.

Antes de que Meredith pudiera decir una palabra, lord Greybourne se colocó entre ella y el airado duque:

– Acaso quiera usted explicarse -dijo lord Greybourne en un tono de voz suave que no ocultaba el acero que había debajo. Ella se movió hacia un lado y se quedó junto a él.

Lord Hedington, con su enrojecida cara perruna, parecía una tetera a punto de vomitar un chorro de vapor.

– Y también le maldigo a usted, lord Greybourne. -Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de brocado y sacó de él un trozo de papel de vitela doblado-. Hace una hora que me llegó esta nota de mi hija… la nueva baronesa de Weycroft. Para asegurarse de que no se vería obligada a casarse con usted, se casó ayer con lord Weycroft con una licencia especial.

Las palabras del duque hicieron eco en el silencioso almacén. A Meredith le pareció que se le iba a parar el corazón, aunque sabía que su pulso seguía palpitando, porque podía sentirlo golpeando, no, aporreando, en sus oídos. Con el rabillo del ojo vio que lord Greybourne estaba completamente inmóvil.

– Parece ser que esa idea se le ocurrió después de conversar con usted en la galería -dijo furioso el duque-. Parece ser que desde hacía años estaba interesada en Weycroft, pero como sabía que su obligación era casarse de acuerdo con mis deseos, aceptó unirse a usted. -Sus ojos se clavaron en Meredith, la cual casi se quedó helada ante aquella gélida mirada-. Una boda que usted había preparado. Una boda que me había asegurado que sería beneficiosa para mí familia y para mi hija.

El duque dirigió de nuevo su atención hacia Philip.

– Según lo que dice en su carta, cuando por fin se encontró con usted, se dio cuenta de que no podía comprometerse, y eso la hizo comprender lo fuertes que eran sus sentimientos hacia Weycroft. Lo que usted le contó sobre maldiciones, caídas y dolores de cabeza la asustó, convenciéndola de que si se casaba con usted moriría. Pero, por supuesto, también sabía que yo no iba a estar de acuerdo en deshacer el compromiso.

La mañana siguiente al encuentro con usted, escribió a Weycroft contándoselo todo. Aparentemente, Weycroft también estaba enamorado de Sarah desde hacía tiempo. Intentando evitar que sufriera algún daño si se casaba con usted, consiguió una licencia especial. Ayer fue a recogerla a casa, con la excusa de escoltarla hasta la iglesia de St. Paul. Ahora están casados y van de camino al continente para realizar un largo viaje de luna de miel.

El airado duque volvió a fijar de nuevo su atención en Meredith, y la examinó con una mirada que rezumaba desprecio.

– El escándalo que irá unido a este asunto dejará una negra mancha en mi familia, y yo la hago a usted personalmente responsable de ello, miss Chilton-Grizedale. Será una cuestión personal intentar evitar que nunca más pueda utilizar sus trucos de casamentera con nadie. -Se dio la vuelta hacia lord Greybourne-. Y por lo que a usted respecta, la única luz en este caso es que mi hija no haya llegado a casarse con un imbécil como usted, con lo que luego hubiera dado a luz una futura generación de imbéciles. Aunque se rumorea que, de cualquier manera, usted no habría sido capaz de darle a ella un hijo.

Meredith no pudo reprimir un grito apagado al oír los exabruptos del duque. Miró de reojo a lord Greybourne. Sus labios estaban apretados y un músculo palpitaba en su mandíbula.

Lord Greybourne dio un paso al frente con cada uno de los músculos de su cuerpo tensos por la situación.

– Puede usted decir de mí lo que guste, pero debería recordar que hay una dama presente. Está usted a punto de cruzar una línea que, se lo aseguro, se arrepentirá de haber cruzado. -Su voz era poco más que un murmullo, pero no había duda de la amenaza que emanaba de ella.

– ¿Me está usted retando? -preguntó el duque, rebajando la fanfarronería de su tono de voz con un rápido paso atrás.

– Solo le estoy advirtiendo de que mi paciencia con usted está llegando a su límite. Ahora, salvo que haya algo más de lady Sarah que quiera decirme, creo que no tenemos nada más de que hablar. -Ladeó la cabeza hacia la izquierda-: La salida es por allí.

Regalándoles a ambos una última mirada feroz a través de su socarrón monóculo, el duque giró sobre sus talones y salió de allí a toda prisa. El sonido de sus botas golpeando contra el suelo de madera se fue desvaneciendo, luego se oyó un portazo y el almacén volvió a quedar en silencio.

Meredith se obligó a respirar profunda y lentamente para intentar calmarse. Un medio sollozo, medio risa, empezó a ascender por su garganta, y tuvo que apretarse los labios con las manos para contenerlo. Por Dios, no podía haber imaginado que la situación podría ser aún peor, pero ahora que lady Sarah se había casado, la situación era en realidad aún muchísimo peor. Era, de hecho, un completo y absoluto desastre.

Lord Greybourne estaba de pie delante de ella. Sus ojos castaños hervían de enfado tras las gafas, aunque no ocultaban su preocupación. Se acercó a ella y la agarró amablemente por los hombros.

– Lamento mucho que se haya visto expuesta a tan inexcusable rudeza y a tan groseras insinuaciones. ¿Está usted bien?

Meredith simplemente se quedó mirándole fijamente durante varios segundos. Estaba claro que él pensaba que ella estaba alterada a causa de los comentarios acerca de la… masculinidad de lord Greybourne. Mal podía imaginar lord Greybourne que, gracias a su pasado, pocas cosas podían sorprender a Meredith. Y ella no podía imaginarse que alguien, a poco que mirara a lord Greybourne, pudiera dudar de su masculinidad.