Apartándose las manos de la boca, tragó saliva intentando recuperar la voz:
– Estoy bien.
– Bueno, pues yo no. Tendré que colocarme a mí mismo en la categoría de «muy molesto». -Su mirada vagó por el rostro de ella y sus manos le apretaron los hombros-. ¿No irá usted a desmayarse de nuevo, verdad?
– Por supuesto que no. -Ella dio un paso atrás y las manos de Philip se deslizaron por sus brazos. La impronta cálida de las palmas de sus manos se filtraba por la tela del vestido, produciéndole un suave hormigueo-. Y usted debería colocarme a mí en la categoría de «mujeres que no sucumben a los vahídos».
– Resulta que yo sé que no es así exactamente -dijo él levantando una ceja.
– El episodio de St. Paul fue una excepción, se lo aseguro.
– Me alegro de oírlo -contestó él, aunque no parecía completamente seguro de lo que decía.
– Salió usted en mi defensa de una manera muy caballerosa, se lo agradezco.
– Estoy seguro de que eso no quiere decir que le haya sorprendido.
De hecho estaba sorprendida -en realidad, aturdida-, aunque no había pretendido sonar como si lo estuviera. Pero tendría que reflexionar al respecto más tarde. En ese momento tenía otros graves problemas de los que preocuparse.
Incapaz de quedarse quieta, Meredith empezó a caminar de un lado para otro delante de él.
– Desgraciadamente, con las noticias del duque, debemos recatalogar nuestra situación de «mala» a «francamente desastrosa». Usted ha perdido a su novia, haciendo que nuestros planes para casarle el día 22 se hayan esfumado; y mi reputación como casamentera está por los suelos. Y teniendo en cuenta los problemas de salud de su padre, nos queda muy poco tiempo. Debe de haber alguna manera de darle la vuelta a esta situación, pero ¿cómo?
– Estoy abierto a cualquier sugerencia. Incluso si tenemos éxito y encontramos el pedazo de piedra desaparecido, sin novia mi matrimonio está fuera de cuestión. -Se le escapó una risa amarga-. Con este maleficio pendiendo sobre mi cabeza, la poco halagüeña historia en los periódicos y los rumores que lord Hedington hará circular al respecto de mi capacidad para… cumplir con mis obligaciones matrimoniales, parece ser que la respuesta a la pregunta planteada en el Times de hoy es: «Sí, el vizconde maldito es la persona más incasable de toda Inglaterra».
«Incasable.» Esa palabra hizo eco en la mente de Meredith. Maldita sea, tenía que haber una manera de… Ella se movió hasta quedar frente a él.
– Incasable -repitió ella pronunciando aquella palabra lentamente, en franca oposición con los pensamientos que se sucedían a toda velocidad por su mente-. Sí, alguien debería nombrarle el Hombre más Incasable de Inglaterra.
– Un título de un dudoso honor -dijo él inclinando la cabeza en un gesto de mofa-. Y una vez más me sorprende que sus palabras suenen tan… entusiastas. ¿Acaso le importaría compartir conmigo sus pensamientos?
– En realidad estaba pensando que podría demostrar usted algún momento de genialidad, señor.
Philip caminó hacia Meredith, sin apartar ni un momento su mirada de los ojos de ella, y se detuvo cuando solo los separaban un par de pasos. Ella notó que su espalda se tensaba, y se obligó a mantenerse en su sitio, aunque por dentro algo le decía que debería retroceder.
– ¿Un momento de genialidad? En claro contraste con todos mis otros momentos, supongo. Un cumplido muy amable, aunque su tono aturdido cuando pronunció esas palabras le han quitado algo de brillo. Una idea genial que se me puede ocurrir, aunque solo sea por un momento, podría ser que me temo que no entiendo qué puedo haber dicho para inspirarle esa idea.
– Supongo que estará usted de acuerdo con que la boda de lady Sarah con lord Weycroft nos coloca a ambos en una situación incómoda. -Él asintió con la cabeza y ella continuó-: Así pues, si es usted el Hombre más Incasable de Inglaterra, y parece bastante claro que así es, la casamentera que sea capaz de casarle conseguiría un éxito increíble. Y si yo fuera capaz de conseguirlo, usted ganaría una esposa y mi reputación se vería restaurada con ello.
– Está claro que mi momento de genialidad sigue dependiendo solo de mí, ya que estoy siguiendo el desarrollo de sus pensamientos y me parece que lo que describe es un buen plan. Sin embargo, a menos que sea capaz de acabar con el maleficio no podré casarme.
– Eso es algo que un hombre tan genial como usted sin duda será capaz de conseguir.
– Si somos capaces de encontrar la parte que falta de la «Piedra de lágrimas». Y suponiendo que tuviéramos éxito, ¿con quién tiene en mente que podría casarme?
Meredith arqueó las cejas, y empezó una vez más a andar de aquí para allá.
– Hum. Sí, eso es un problema. Pero estoy convencida de que en todo Londres habrá alguna mujer que no sea supersticiosa y esté deseando ser cortejada por un hechizado vizconde al que persiguen los rumores acerca de su cuestionable masculinidad, y que seguramente le llenará la casa de reliquias antiguas.
– Le ruego que lo deje antes de que todas esas palabras de cumplido se me suban a la cabeza.
Ella ignoró su comentario jocoso y siguió caminando de un lado a otro.
– Aunque, por supuesto, para asegurar que mi reputación se verá restaurada, debo encontrarle a usted la mujer perfecta. Y no vale cualquier mujer que esté dispuesta a hacer eso.
– Bueno, me alegro de oírlo.
– Pero ¿quién? -Ella seguía andando y dando vueltas a esa idea en su mente, pero de repente se paró y chasqueó los dedos-. ¡Por supuesto! ¡La mujer perfecta para el Hombre más Incasable de Inglaterra es la Mujer más Incasable de Inglaterra!
– Ah, sí. Eso suena maravillosamente.
Ella ignoró una vez más su comentario.
– Ya puedo ver las páginas de sociedad de los periódicos: «El Hombre más Incasable de Inglaterra se casa con la Mujer más Incasable de Inglaterra, y elogiamos a Meredith Chilton-Grizedale, la aclamada Casamentera de Mayfair por haberlos unido». -Frunció los labios y se golpeó el mentón con un dedo-. Pero ¿quién es la Mujer más Incasable?
Él tragó saliva y dijo:
– En realidad, creo que yo lo sé.
Meredith se detuvo en seco, dio media vuelta y se dirigió hacia él con entusiasmo:
– Excelente. ¿Quién es?
– Usted, miss Chilton-Grizedale. Cuando la alta sociedad lea la edición de mañana del Times, usted será la Mujer más Incasable de Inglaterra.
5
Philip se dio cuenta de que el color desaparecía de las mejillas de miss Chilton-Grizedale mientras sus palabras quedaban suspendidas en el aire como una niebla. Sus ojos, que unos segundos antes danzaban de excitación, ahora parecían fragmentos de hielo de color aguamarina. Sus labios se curvaron formando lo que él suponía que pretendía ser una sonrisa, pero lo que dejó entrever fue más una mueca que demostraba que inexplicablemente le había tocado el orgullo.
– Es usted muy divertido, señor. Pero difícilmente puedo considerarme incasable, puesto que, en tanto que no deseo casarme, nunca me he considerado una persona casable.
Su tono de voz era claro, pero sonaba forzado. ¿Y qué era eso que parecían destellos en sus ojos? ¿Miedo? ¿Tristeza? Su curiosidad por ella se vio aumentada. ¿Por qué no iba a querer casarse? Ah, probablemente ningún hombre había querido quedarse con una mujer tan autoritaria. Pero en el momento en que se le ocurrió esta idea la rechazó. Seguramente habría un hombre, en alguna parte, que no encontraría sus maneras dictatoriales completamente desagradables. Y, como estaba empezando a darse cuenta, ella no era siempre una persona autoritaria.
¿Acaso le habría ofrecido el corazón a alguien que no le había correspondido? ¿O era posible que, incluso ahora, amara a un hombre que no quería, o bien no podía, casarse con ella?
Ese pensamiento le dejó una desagradable sensación que se parecía sospechosamente a los celos.
– Yo pensaba que la mayoría de las mujeres no quieren otra cosa más que casarse.
– Yo no soy como la mayoría de las mujeres, lord Greybourne.
No, no era como la mayoría de las mujeres; y eso era algo que hacía que aumentase aún más la creciente curiosidad que sentía por ella.
– Además, una mujer como yo no está hecha para un hombre como usted -dijo ella con un tono seco mientras alzaba la barbilla.
– ¿Una mujer como usted? ¿Y eso qué significa, exactamente?
El color volvió a sus pálidas mejillas.
– Me refiero a una mujer sin nobleza. Usted es un vizconde, el heredero de un condado. Debe usted casarse con una mujer de su misma clase social.
Él la miró fijamente a los ojos, deseando poder leer sus pensamientos, puesto que aunque su explicación era de sentido común, sospechaba que ella había tenido mucho cuidado en ocultar algo, que esas palabras revelaban algo más que ella no había querido dar a entender. «Una mujer como yo…»
– Sí, supongo que tiene usted razón. Pero hasta que no esté libre del maleficio, sin mencionar esos desafortunados rumores, no puedo imaginarme que ninguna mujer tenga ganas de casarse conmigo.
– Usted puede hacer que los rumores desaparezcan fácilmente, señor. Sencillamente, búsquese una amante y asegúrese de que se le vea con ella. En la ópera, en el teatro.
Por supuesto, ese era un consejo excelente. Tener una amante, combinado con una pizca de oportuna carencia de discreción -algo nada difícil, habida cuenta su ya manchada reputación-, podría acallar cualquier duda que hubiera al respecto de su capacidad de cumplir. Sin embargo, el hecho de que ella lo hubiera sugerido de una forma tan tranquila, de un modo tan desapasionado, unido al hecho de que él no tenía ninguna intención de buscarse una amante, le había sorprendido. ¿Por qué no le parecía atractiva esa idea? Había mantenido el celibato durante meses. Quizá había algo en él que no funcionaba bien.
Pero una sola mirada a miss Chilton-Grizedale le calentaba la sangre de una manera que él reconocía perfectamente. No, no había nada en él que no funcionara bien -aparte de ese inexplicable deseo de la mujer equivocada.
– Tendré en cuenta su consejo de buscar una amante -dijo él fríamente-. Pero esto todavía nos deja con el problema del maleficio y de encontrar a esa mujer «incasable» de la que usted hablaba.
Ella arrugó los labios y arqueó las cejas.
– Pensándolo mejor, creo que centrarnos en una mujer «incasable» puede que no sea una buena idea. Podemos lograr el mismo resultado de casarle y restituir mi reputación encontrando una mujer perfectamente casable. Además, creo que lo más inteligente sería pensar en una mujer joven apropiada, en alguien más o menos como lady Sarah.
– Más o menos como la bella y la bestia -murmuró él.
– Haré todo lo que esté en mi mano para encontrarle una esposa que sea hermosa, señor -remarcó ella.
El se la quedó mirando durante un momento, y luego dijo con delicadeza.
– Quiero decir que yo soy la bestia, miss Chilton-Grizedale.
El corazón de ella dio un vuelco, aunque aquella reacción seguramente no tenía nada que ver con la idea de que ella lo considerara una bestia. Sino más bien con que lo consideraba atractivo, tanto como él la consideraba a ella cada vez más interesante. Sus mejillas se riñeron de carmesí.
– Eh, sí, por supuesto. Pero naturalmente yo debo concentrar mis esfuerzos en encontrar a una mujer que le parezca atractiva. De hecho…
Su voz se apagó, y asintiendo con la cabeza empezó a caminar por la habitación. Él la siguió con la vista, mirando alternativamente sus labios apretados y sus cejas arqueadas. Cada vez que pasaba junto a él, saboreaba el delicioso aroma de su perfume, una fragancia que le hacía empezar a salivar. Y esos labios apretados… Aspiró su profundo y delicado aroma. Esos labios parecían ofrecérsele para que los besara, una oferta que él no podría rechazar.
De repente ella se paró delante de él, ahora con la frente completamente lisa.
– Creo que tengo un plan, señor.
– Le ruego que no me tenga en suspenso, miss Chilton- Grizedale.
– Dejando aparte el hecho de que este maleficio le haga ser (al menos temporalmente) un hombre incasable, creo que esto también puede provocar una gran dosis de interés por su persona. Tenemos que hacer que eso sea una ventaja para nosotros. Con todos los rumores que están corriendo de boca en boca, deberíamos poner algo de nuestra parte en la situación. Tenemos que hacer saber que el acabar con ese maleficio no es más que una cuestión de tiempo, y, entretanto, ofreceremos una velada privada (por ejemplo una cena de gala) en la que yo le encontraré a la mujer adecuada. Por mucho que esté hechizado, ante la inminente promesa de romper el maleficio, las madres con hijas en edad de casarse no querrán dejar escapar la herencia de un condado de las manos de sus hijas.
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