– ¿Hay alguna cosa más que desee añadir a la lista, señor? -preguntó ella-. ¿Acaso algo que usted encuentre particularmente aborrecible?
– Philip detesta la mentira -dijo Andrew-. Siempre hemos intentado mantenernos alejados de los depravados vendedores de antigüedades, porque casi todos ellos son unos ladrones mentirosos. Por suerte Philip posee un excelente ojo para descubrir una falsificación.
– No puedo negar que odio que me mientan -dijo Philip asintiendo con la cabeza.
Miss Chilton-Grizedale hizo la pertinente anotación en la hoja de papel vitela.
– Anotado queda -dijo con un tono de voz que sonaba un poco extraño-. Aunque me atrevería a decir que nadie disfruta diciendo mentiras. -Se volvió hacia Catherine-. Y ya que esto parece dar por concluida mis anotaciones, ¿le parece bien que empecemos a preparar la lista de invitados ahora mismo, lady Bickley?
– Por supuesto. Así podré enviar las invitaciones mañana mismo a primera hora del día.
Mientras miss Chilton-Grizedale y Catherine se sentaban en el escritorio al lado de la ventana, con las cabezas muy juntas rellenando la lista de los invitados, Philip y Andrew se sentaron en el otro extremo de la habitación, junto a la chimenea de mármol, y empezaron a jugar al ajedrez. Philip trataba de calmar sus ánimos, y estuvieron jugando en silencio hasta que Andrew dijo:
– Edward vino hoy al museo.
Philip sintió una punzada de culpabilidad y se pasó una mano por el pelo.
– Maldita sea. He estado tan preocupado con mis propios asuntos esta noche que había olvidado completamente preguntarte por Edward. ¿Cómo está de ánimos? -Tampoco añadió que esa misma mañana había enviado una nota a su contable para que abriera una cuenta bancaria a nombre de Edward.
– Deprimido. Me dijo que pensaba volver al museo mañana.
– Eso está bien. Concentrarse en alguna otra cosa que no sea Mary sin duda le ayudará.
– Estoy de acuerdo. Parece que está de luto por su esposa, pero es difícil saber exactamente cómo se siente. No es un hombre del que puedas descubrir fácilmente lo que le pasa por dentro. -Al sentir el peso de la mirada de Andrew, Philip alzó la vista del tablero y vio que su amigo le estaba mirando fijamente-. Al contrario de lo que pasa con otras personas.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Philip arqueando las cejas.
Andrew se echó hacia delante y bajó la voz.
– Quiero decir que tú eres tan fácil de leer como un libro abierto, amigo mío.
– No sé de qué me estás hablando -dijo Philip poniéndose rígido.
– Por supuesto que lo sabes. Me refiero a «ella» -replicó ladeando la cabeza hacia el otro extremo de la habitación-. Ese breve intercambio de palabras entre vosotros ha sido bastante expresivo. Sin mencionar el hecho de que la has estado mirando toda la noche como si ella fuera un oasis y tú te estuvieras muriendo de sed.
Por todos los demonios, ¿realmente había sido tan obvio? ¿Y desde cuándo Andrew se había convertido en un observador tan entusiasta del comportamiento humano?
La mirada de Andrew se fijó en las dos mujeres que estaban en la otra esquina, y luego se posó en Philip con una expresión inescrutable.
– Es muy fácil darse cuenta de la atracción.
Para su sorpresa, todos los nervios de Philip se pusieron tensos. Forzando un tono de voz suave, dijo:
– Es hermosa, ¿verdad?
– En realidad, no creo que «hermosa» la defina en absoluto. Es distinguida. Diferente. Llamativa. Pero no hermosa.
– ¿Seguro? No me había dado cuenta.
– Ya lo veo. Entonces tampoco te habrás fijado en ninguno de sus demás atributos.
– ¿Como, por ejemplo?
– Como el ribete azul oscuro que rodea sus iris acuosos, haciendo que sus ojos parezcan el fondo de un profundo lago. O la manera en que su pálida piel se sonrosa cuando se anima por algo, o lo increíblemente brillante que es su cabello oscuro. ¿Cómo de largo supones que es su pelo? Yo imagino que debe de llegarle al menos hasta la cintura. -Le lanzó una profunda mirada-. No hay nada como una mujer bien torneada con el pelo muy, muy largo. Pero supongo que no te habrás fijado tampoco en que es una mujer bien torneada.
Philip abandonó cualquier pretensión de estudiar el tablero de ajedrez. Un inesperado e ingrato acceso de celos empezó a crecer en su interior, junto con una razonable dosis de enfado.
– Ya hemos vuelto a la civilización, Andrew. Esa no me parece la manera más adecuada de describir a una dama.
La mirada que Andrew le lanzó estaba cargada de pura inocencia.
– Espero que hubiera algo de decoro en mis palabras. Te aseguro que no pretendía ser descortés. Solamente intentaba hacerte una lista de sus atributos; de unos atributos que creo que cualquier hombre con ojos en la cara debería haber visto enseguida. Excepto tú, por lo que parece. Lo cual es muy interesante. Especialmente teniendo en cuenta que tú sueles ser muy observador.
Oh, claro que la había observado. Lo había observado todo en ella, incluidos sus deslumbrantes ojos, su rostro, su precioso cabello y las curvas de sus formas femeninas a través de su vestido de color bronce. Pero le había molestado que Andrew también se hubiera fijado en lo mismo.
– Lástima que no sea una de esas rubias esbeltas que a ti te gustan -meditó Andrew pensativo-. Aunque me imagino que eso no tiene importancia. Teniendo en cuenta todo lo que me has contado, he de suponer que esperas casarte con alguna «lady» tal o cual, que es lo opuesto a una simple «miss».
– Sí, eso es lo que se espera de mí -dijo Philip, y esas palabras salieron de su boca como si fueran arena del desierto.
– Aunque ha habido muchas ocasiones en las que te he visto hacer exactamente lo contrario de lo que se esperaba de ti, Philip.
Philip se quedó estudiando el semblante de su amigo durante varios segundos antes de contestar.
– Eso era en Egipto, en Turquía, en Grecia. Ahora estamos en Inglaterra. Y he vuelto aquí para hacer lo que se espera de mí.
– Vas a casarte con alguien a quien apenas conoces. Vas a abandonar la vida que te gustaba en el extranjero, tus exploraciones, y vas a renunciar a tu libertad.
Ese era un tema que Andrew y él ya habían discutido en muchas ocasiones.
– Estoy cumpliendo un trato que me garantizó la libertad durante los últimos diez años. Y entre el Museo Británico y el museo privado que los dos estamos planeando fundar tendré más que suficiente para estar ocupado.
– Eso imagino. Pero me parece que estás dando mucho a cambio. Creo que deberías tener a la mujer a la que deseas. Yo personalmente nunca me casaría si no fuera por amor.
Philip no pudo contener una risa sorprendida.
– No te imagino haciendo el papel de pretendiente loco de amor, Andrew. Te he visto en compañía de muchas mujeres durante todos estos años, y no me parece que ninguna haya podido cautivar aún tu corazón.
– Quizá porque mi corazón ya estaba cautivado por otra persona.
Philip se quedó mirándolo fijamente, desconcertado. Aunque a veces era difícil determinar si Andrew estaba hablando en broma, aquellas tranquilas palabras no tenían la apariencia de ser una broma. Hacía cinco años que conocía a Andrew, y desde entonces habían vivido todo el tiempo muy cerca el uno del otro, compartiendo experiencias de vida o muerte, pero esa era la primera vez que mencionaba su amor no correspondido.
– ¿Está tu corazón comprometido con alguien?
Una fugaz expresión de lo que parecía ser dolor centelleó en los ojos de Andrew. A continuación una triste y avergonzada sonrisa hizo que se elevara uno de los extremos de su boca.
– Tocado.
Sin poder esconder su sorpresa, Philip preguntó:
– ¿Es americana?
– No. La conocí hace unos años, en uno de mis viajes.
– ¿Y te enamoraste de ella?
– Sí. Mi destino estuvo sellado en el momento en que puse mis ojos en ella.
– Entonces, ¿por qué no te casaste con ella?
– Por desgracia, ella ya estaba casada.
– Ya veo. -El silencio se hizo entre ellos mientras Philip digería esa nueva información sobre su amigo-. ¿Todavía la amas? -preguntó al fin.
Una vez más sus miradas se encontraron y Philip se sintió golpeado por la expresión de desolación que vio en los negros ojos de su amigo.
– Siempre la amaré.
– Y ella, ¿te ama?
– No. -Aquella palabra salió de su boca como un estridente murmullo-. Ella es fiel a su marido, a su idea del matrimonio. No sabe nada de mis sentimientos. Ella no hizo nada para animarlos. Sencillamente, yo perdí la cabeza por ella.
Philip trató de controlar su compasión y su asombro. Nunca había visto a Andrew tan serio y tan deshecho. Tan triste. Se acercó a él y le sacudió los hombros en un gesto de solidaridad.
– Lo siento, Andrew. No tenía ni idea.
– Lo sé. Y no estoy seguro de por qué te lo cuento, excepto… -Meneó la cabeza y apretó los labios como si tuviera dificultad para encontrar las palabras, algo poco común en el siempre poco reservado Andrew-. Sé que eres un hombre íntegro, Philip. Un hombre de palabra. Un hombre que debe elegir a una esposa. Supongo que tan solo espero que elijas… con cuidado. Y que hagas caso a tu corazón. Yo no pude hacerlo, y eso me supuso un dolor que no le deseo a nadie, y menos a mi más íntimo amigo. Puede que la boda de tu prometida con otro fuera el destino. Una señal de que tú estabas hecho para otra.
Antes de que Philip pudiera expresar una réplica, Andrew cambió de expresión, reemplazando su aire melancólico por su típica medía sonrisa. Inclinó la cabeza sobre el tablero y movió su reina.
– Jaque mate.
Philip estrechó la mano a Andrew y se dio la vuelta hacia Catherine y miss Chilton-Grizedale, quienes se habían levantado y en ese momento estaban cruzando la estancia.
– ¿Habéis acabado con la lista de invitados?
– Sí. Mañana enviaremos las invitaciones. Y la noche de pasado mañana esperamos encontrar a alguien que sea de tu agrado. Miss Chilton-Grizedale y yo hemos preparado una lista de candidatas que estoy seguro que te gustarán.
Philip sintió una punzada en el estómago.
– Excelente. Ahora solo nos queda esperar que sea capaz de romper el maleficio. Porque, de lo contrario, no importa lo perfecta que sea la mujer que me hayáis encontrado, no podré casarme con ella.
Se hizo el silencio en el grupo como si fuera una espesa niebla. Al fin, miss Chilton-Grizedale, con su manera seca y práctica de hablar, dijo:
– Yo creo que nuestro mejor maleficio es que sigamos teniendo esperanzas. Nada trae peor suerte que una perspectiva pesimista. -Su mirada se posó en el reloj de pared-. Cielos, no me había dado cuenta de lo tarde que es. Tengo que marcharme.
– Yo también me tengo que ir -dijo Catherine.
Salieron hacia el vestíbulo, donde Bakarí había llamado a los carruajes de Philip y de Catherine.
Tras anudar su gorro bajo la barbilla, Catherine le dio un abrazo a Philip.
– Gracias por esta maravillosa noche. Echaba de menos las cenas contigo.
– Gracias por tu ayuda. Si hay algo que yo pueda hacer…
– Tú sigue buscando el pedazo de piedra perdido para que pueda celebrarse la boda. -Volviéndose hacia Andrew inclinó la cabeza-. Ha sido un placer, señor Stanton.
Andrew se inclinó haciendo una reverencia sobre su mano enguantada.
– El placer ha sido mío, lady Bickley.
Philip acompañó a Catherine por el camino hacia el carruaje que la estaba esperando. Cuando ella se metió dentro, él volvió al vestíbulo, donde miss Chilton-Grizedale y Andrew estaban conversando amigablemente. Una incómoda ola de celos lo arrebató. Forzó una sonrisa y fue a recoger su bastón.
Andrew vio a Philip con el bastón y preguntó:
– ¿Vas a alguna parte, Philip?
– Voy a acompañar a miss Chilton-Grizedale a su casa.
– No es necesario, señor -dijo ella notando que las mejillas se le coloreaban-. No quisiera abusar de su amabilidad.
– Insisto. Mi hermana vive justo al final de la calle, y lleva dos lacayos además del cochero, pero usted vive bastante lejos de aquí, y por la noche rondan todo tipo de criminales. -Philip alzó la cejas-. Siempre está insistiendo usted en mi falta de delicadeza, pero cuando hago un gesto caballeroso tiene que llevarme la contraria.
– ¿Insistiendo? -dijo ella aparentando enfado-. Yo preferiría decir recordando. -Estoy seguro de que así es. -No vale la pena discutir con él, míss Chilton-Grizedale -interrumpió Andrew-. Philip puede llegar a ser muy testarudo. De hecho, le sugeriría que añadiera «que sea capaz de aguantar la testarudez» en su lista de cualidades de la futura esposa.
Ella rió. ¡Bah! A Philip no le pareció que el comentario de Andrew fuera especialmente gracioso. Y luego miss Chilton-Grizedale dirigió a Andrew una encantadora sonrisa, una sonrisa que puso aún más en tensión los músculos de Philip.
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