«La chica tiene que quererte también a ti.»

Maldita sea. Normalmente Bakari solo pronunciaba una media de doce palabras al mes. Lo cual significaba que con esa frase ya había superado su cuota normal. Excelente, porque Philip no tenía ganas de oír nada más.

Miró a Andrew, cuyo rostro reflejaba una expresión sospechosamente inocente.

– No digas ni una palabra -le advirtió Philip.

– No lo iba a hacer. Bakari ya lo ha dicho todo. En, sorprendentemente, muy pocas palabras. Un talento poco frecuente, ¿no te parece?

– Un talento que me parece que deberías tratar de emular tú, hablando menos.

– Como tú quieras. Me voy a la cama. -Ascendió por las escaleras. En el descansillo se dio media vuelta y lanzó a Philip un saludo de burla-. Dulces sueños, amigo.

Eso, dulces sueños. Con todos los músculos en tensión y los pensamientos que se agolpaban en su mente, dormir no era algo que tuviera previsto en un futuro inmediato. Pensó que un brandy podría relajarle y se dirigió por el pasillo hacia su estudio. Al entrar en la habitación fue directo hacia la botella y se sirvió un dedo largo del fuerte licor. En cuanto acercó la copa a sus labios su mirada se detuvo sobre el escritorio. Su mano se paró a medio camino de su boca y se quedó paralizado.

Uno de sus diarios reposaba abierto sobre su escritorio, junto a unos cuantos libros amontonados al lado del tintero. No recordaba haber dejado los libros allí; de hecho, estaba seguro de no haberlo hecho, ya que él era muy cuidadoso con esas cosas. Dejó la copa al lado de la botella y se acercó hacia el escritorio de haya.

El diario estaba abierto por una página en la que había dibujado detalladamente los jeroglíficos y las pinturas de una tumba de Alejandría. Su mirada se paseó por la página y se dio cuenta de que no faltaba nada, y luego colocó el libro encima de los demás volúmenes.

Sus cejas se arquearon hacia abajo. ¿Habría estado husmeando entre sus pertenencias alguno de los sirvientes? Eso tenía que ser, puesto que ni Bakari ni Andrew harían tal cosa sin pedir permiso, ni tampoco habrían dejado el diario tirado de una forma tan descuidada.

Pero ¿por qué habría hecho tal cosa uno de los sirvientes? Sin duda por curiosidad sobre su persona y sus viajes. Se podía entender, pero tendría que encontrar al culpable a primera hora de la mañana y solucionar el asunto. No solo porque no le gustaba la idea de que alguien anduviera husmeando entre sus cosas, sino también porque esos diarios eran irremplazables. Y no quería que cualquiera pudiera dañarlos o perder sin darse cuenta.

Dejando escapar un largo suspiro, cerró el diario y lo agarró. Estaba a punto de dejarlo en su lugar correspondiente en la estantería cuando vio un pedazo de papel sobre el escritorio, debajo de donde había estado el diario. Había algo escrito en su superficie, con una apretada letra que no le era familiar. Intrigado, cogió la nota y la acercó a la lámpara para leer las pocas palabras que contenía.

«Vas a sufrir.»

Philip se quedó sobrecogido y paseó un dedo por encima del papel. La tinta aún no estaba seca.

Esa nota había sido escrita hacía poco. Muy poco. Pero ¿por quién? ¿Por alguien de la casa? ¿O acaso había entrado algún extraño? Se acercó a las ventanas y comprobó que estaban perfectamente cerradas. ¿Podría haber entrado el intruso por alguna otra parte? Le parecía muy extraño que Bakari, Andrew o alguno de los sirvientes de la casa no hubieran visto u oído algo raro si hubiera entrado alguien. Recordó que al volver a casa Bakari no estaba en el vestíbulo: estaba cuidando al perro. Y la puerta principal no estaba cerrada con llave. Philip se pasó las manos por la cara. ¿Cuánto tiempo habría estado Bakari lejos del vestíbulo? ¡Por todos los demonios, cualquiera podría haber entrado por la puerta principal! A menos que se tratara de alguien que ya estaba dentro de la casa…

Miró de nuevo la nota:

«Vas a sufrir».

¿Quién demonios habría escrito eso? ¿Y por qué?

Una mano temblorosa se llevó una copa de brandy a unos labios temblorosos.

«He escapado por los pelos. Demasiado por los pelos para sentirse seguro. Debo tener más cuidado en el futuro.»

Un trago rápido del fuerte licor le proporcionó el calor que tanto necesitaba.

Después de unos cuantos tragos más, la copa volvió a la mesa, y una mano mucho más tranquila agarró una daga. La luz del candelabro se reflejó en la brillante curva de la hoja.

«Tu prematura llegada me ha interrumpido, Greybourne, y me ha obligado a abandonar la búsqueda. Pero encontraré lo que estaba buscando. Y cuando lo consiga tu vida habrá acabado.»

7

THE TIMES

La boda entre lady Sarah Markham y lord Greybourne no tendrá lugar el 22 de este mes como se había anunciado previamente, debido al inesperado matrimonio de lady Sarah con el barón Weycroft, ayer mismo. ¿Por qué haría algo tan inesperado?

Si, se debe tener en cuenta el supuesto maleficio, pero es difícil dar mucha credibilidad a dicha historia. ¿Es el maleficio algo inventado por lord Greybourne para eludir el altar?

No sería el primer hombre que intenta cualquier cosa para seguir siendo libre, a pesar de que no haber querido contraer matrimonio con la joven más solicitada de la temporada nos lleva a plantearnos algunas preguntas interesantes.

¿Y qué decir de lady Sarah? Seguramente el mencionado maleficio no ha sido la única causa de que rechazara a lord Greybourne. Después de todo, ¿por qué iba a decidir casarse con un simple barón, cuando podía haberse desposado con el heredero de un condado?

Acaso haya tenido que ver en ello la popular creencia de que los años que Greybourne ha pasado en el extranjero han dañado algo más que sus capacidades mentales. No podemos imaginar qué tendría en la cabeza miss Chilton-Grizedale cuando pretendió acordar esta desastrosa boda.

Meredith cerró los ojos y apoyó la cabeza contra las manos. Imaginaba que los rumores empezarían a correr en cuanto lady Sarah -ahora ya baronesa de Weycroft- dijera una palabra sobre su matrimonio, pero esto era aún mucho peor de lo que ella había supuesto. Porque no era solo la historia al respecto del matrimonio de lady Sarah o su propio fracaso en sus funciones de casamentera lo que la afligía; después de todo ambas cosas eran rigurosamente ciertas. No, eran las insinuaciones encubiertas acerca de la razón que podía esconderse tras la negativa de lady Sarah lo que la sulfuraban. Por el amor de Dios, hasta un ciego podría ver que lord Greybourne no tenía ningún problema físico o mental. Esos crueles rumores serían seguramente muy humillantes para él. Meredith sentía compasión por él, a la vez que se sentía también ultrajada en su nombre.

– Imagino que ya habrá leído el Times -llegó la voz de Albert desde la puerta del pasillo.

Meredith alzó la cabeza y se dirigió a él con mirada resuelta.

– Eso me temo.

– No me gusta verla tan disgustada, miss Merrie. Sus ojos parecen amoratados.

¿Amoratados? No era la afirmación más halagadora, pero Albert estaba en lo cierto. En lugar de conciliar una saludable noche de sueño, como había sido su intención, había pasado toda la noche en una duermevela sin descanso. Pero no a causa de los rumores. No, sus pensamientos estaban puestos en lord Greybourne y en cómo la hacía sentir cada vez más perturbada: confortable y acalorada, temblorosa y excitada al mismo tiempo. Estar en su compañía era algo que su mente temía y su corazón deseaba. Y como siempre, dada su naturaleza práctica, su cabeza era la que ganaba. Sin embargo, la batalla había derramado bastante sangre esta vez. Ella siempre había sabido controlar sus deseos y anhelos femeninos en cuanto levantaban cabeza, pero desde que conocía a lord Greybourne, sus deseos y anhelos no eran tan fáciles de controlar.

Se puso en pie y enderezó los hombros.

– Aunque aparentemente esto es muy malo, estoy segura de que podremos hacer que todos los rumores se vuelvan a nuestro favor. Siendo como es la naturaleza humana, no habrá una sola mujer, en Londres que no sienta curiosidad por saber si los rumores acerca de lord Greybourne son ciertos o no. Esas mismas mujeres irán a la velada que ofrece lady Bickley en casa de lord Greybourne y ¡puf! -chasqueó los dedos-, en un periquete tendremos una novia para lord Greybourne.

Normalmente esas palabras deberían haberla llenado de satisfacción, en lugar de haber provocado en ella esa sensación desagradable que se parecía a un calambre.

– Espero que tenga usted razón, miss Merrie.

– Por supuesto que tengo razón. Y ahora debo pedirte un favor, Albert. Sé que tenías previsto acompañar a Charlotte y a Hope al parque esta mañana, pero ¿podrías aplazar esa salida para la tarde y acompañarme al almacén?

– ¿Para ayudarla a buscar el pedazo de piedra desaparecido?

– Sí.

Albert se la quedó mirando con esa forma penetrante que tenía de hacerlo, como si pudiera leer su pensamiento. Ella hizo todo lo que pudo para mantener su semblante inexpresivo, pero sabía que ese esfuerzo era inútil ante Albert.

– Por supuesto. Pero creo que no me quiere tener allí solo para buscar un trozo de piedra…

Él abrió los ojos desmesuradamente y luego los entornó.

– ¿Acaso ese tal Greybourne le ha dicho a usted algo inapropiado? ¿Acaso ha demostrado ser el tipo de malas maneras que me parece que es? Ya le dije que no confiara en él.

¿Cómo podía explicarle a Albert que no era en lord Greybourne, sino en ella misma, en quien no podía confiar?

– El comportamiento de lord Greybourne ha sido ejemplar -«ocasionalmente», pensó-. Sin embargo, no es correcto por mi parte estar a solas con él en un almacén. Ya hay demasiados rumores circulando por ahí. Y no quisiera añadir ninguno más.

La expresión enfadada de Albert se relajó.

– De modo que yo seré como una especie de acompañante.

– Exactamente. Y a la vez nos ayudarás a buscar el pedazo de piedra que nos falta. Puede que pasemos allí toda la mañana, y luego regresaremos a casa. Le pediré a Charlotte que nos prepare una cesta con queso y panecillos, y después podremos ir los cuatro juntos al parque esta tarde.

– Voy a decirle a Charlotte que hemos cambiado de planes, y luego pediré una calesa.

Albert salió de la habitación y el chirrido de su bota se perdió por el suelo de madera. Meredith suspiró relajada. Ahora ya no tenía que enfrentarse con la perspectiva de pasar unas cuantas horas a solas en compañía de lord Greybourne. Su corazón intentó elevar una protesta, pero su cabeza lo acalló con firmeza. Era mejor así. Y así era como tenían que ser las cosas. Cualquier otra era imposible.

Philip dobló el Times y lo dejó caer sobre la mesa de desayuno con una exclamación de disgusto.

– ¿Tan espantoso es? -preguntó la voz de Andrew desde la puerta del pasillo.

– No debe de ser tan malo, supongo, ya que no tengo nada que objetar a la conclusión de que soy «un mentiroso, un tarado y un… incapaz» -dijo encogiéndose de hombros.

– Especialmente desagradable, entonces -añadió Andrew.

– Sí.

Por los ojos de ébano de Andrew cruzó un destello de malicia.

– Acaso esa incapacidad para cumplir es la verdadera razón por la que no has besado al objeto de tus afectos.

– ¿Sabes quién es más metomentodo que tú? -preguntó Philip bromeando.

– ¿Quién?

– Nadie.

Riendo entre dientes, Andrew se acercó hasta el aparador y se sirvió una ración de huevos revueltos y varias finas lonchas de jamón, y se sentó enfrente de Philip.

– He pensado que hoy podrías acompañarme al almacén -dijo Philip manteniendo un tono de voz calmado.

– ¿En lugar de ir al museo para seguir buscando en las cajas que hay allí? -preguntó sorprendido levantando la vista de su plato-. ¿Por qué?

– Bueno, me habías dicho que Edward pensaba volver a ir al museo esta mañana, y yo podría necesitar tu ayuda en el almacén.

– ¿No va a estar allí miss Chilton-Grizedale?

– No estoy seguro. No hemos quedado de ninguna manera para hoy.

– ¿Pero supones que irá al almacén?

– Es posible. De todos modos, ella no puede ayudarme a abrir las cajas más pesadas, y además adolece de tu experiencia en antigüedades.

Andrew meneó la cabeza pensativo mientras masticaba lentamente un bocado de huevos revueltos. Después de tragar rozó con la servilleta el borde de sus labios.

– Ya veo. No quieres arriesgarte a quedarte a solas con ella.

Maldita sea, ¿desde cuándo demonios se había vuelto tan transparente? Se sentía como un maldito trozo de cristal. Sabiendo que no tenía sentido negarlo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Así es, más o menos, sí.