Andrew volvió a bajar la vista y a concentrarse en su plato, no sin antes dedicarle a Philip una media sonrisa burlona, a la vez que producía un sonido gutural que parecía la carcajada de un asno.
– Será un placer acompañarte -dijo Andrew-. Tengo el presentimiento de que va a ser una mañana muy interesante.
Philip, con la ayuda de Andrew, acababa de sacar la tapa de madera de dos cajas cuando el sonido de unas bisagras le anunció que alguien acababa de llegar. Para su sorpresa, su corazón empezó a galopar como si fuera un caballo que acaba de salir del establo cuando llegó hasta él la voz de miss Chilton-Grizedale.
– Lord Greybourne, ¿está usted ahí?
– Sí, aquí estoy. -Cielos, ¿ese ronco y oxidado sonido era el de su voz? Carraspeó para aclararse la garganta y lo intentó de nuevo-: En el mismo sitio de ayer.
Para su sorpresa, escuchó el murmullo de varias voces, como si ella estuviera conversando con alguien. Los tacones de unos zapatos de mujer resonaban en el suelo de madera acompañados por otro par de pisadas más contundentes. Un hombre, pensó. Un hombre que cojea.
Al cabo de un instante miss Chilton-Grizedale salía de detrás de un montón de cajas acompañada de Albert Goddard. Philip se dio cuenta de que Goddard se quedaba detrás de miss Chilton-Grizedale como si fuera un serio centinela guardando las joyas de la Corona.
Aquel día ella vestía un sencillo traje marrón, claramente en concordancia con la polvorienta tarea que tenían entre manos. Su brillante mirada de un azul profundo se encontró con la de él, y por un instante sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el corazón. Sin embargo ella, que seguramente tenía más experiencia en esas lides, simplemente inclinó la cabeza en dirección a él.
– Lord Greybourne.
Su mirada se dirigió hacia donde estaba Andrew, unos cuantos metros más allá, y para sorpresa de Philip, su rostro se iluminó como si fuera una lámpara de gas.
– Señor Stanton, ¡que alegría verle de nuevo!
– Lo mismo digo, miss Chilton-Grizedale.
Ella se hizo a un lado para dejar pasar a Goddard, quien avanzó con paso decidido.
– Déjeme que le presente a mi amigo, el señor Albert Goddard, quien, como ya le dije ayer, se ha ofrecido para ayudarnos a buscar la piedra. Albert, este es el amigo de lord Greybourne, el señor Stanton. A lord Greybourne ya lo conociste ayer.
– Me alegro de verle de nuevo, Goddard -dijo Philip, dirigiéndole una sonrisa al joven.
Le alargó la mano y, para su sorpresa, este se le quedó mirando de una manera feroz. Cuando Philip pensaba que Goddard tenía la intención de ignorarlo, le agarró la mano y se la estrechó con indiferencia.
– Lord Greybourne -dijo, o más bien gruñó.
Philip se dio cuenta de que Goddard saludó a Andrew de una manera mucho más efusiva. Estaba claro que Andrew era siempre el blanco de todas las salutaciones amistosas.
– He pensado que Albert y yo podríamos trabajar en la misma caja y de esa manera puedo enseñarle nuestro sistema, lord Greybourne -dijo miss Chilton-Grizedale-. Si es que cuento con su aprobación.
– Por supuesto.
Era un plan excelente. Eso la mantendría completamente alejada de él. Además, con Andrew y Albert allí, el trabajo sería más cómodo y rápido, y no habría ninguna necesidad de estar muy cerca de miss Chilton-Grizedale. Debería estar muy contento. Entonces, ¿por qué demonios no lo estaba?
Cada uno de ellos se dirigió hacía su respectiva área de trabajo, pero enseguida Philip se dio cuenta de que en lugar de estar concentrado únicamente en el contenido de su propia caja, casi toda su atención estaba centrada en la conversación en voz baja, interrumpida por ocasionales risas sensuales, que mantenían miss Chilton-Grizedale y Goddard. De hecho, por mucho que intentaba ignorarlos, no fue capaz ni de darse cuenta de que Andrew estaba parado justo a su lado, tan cerca de él que prácticamente no lo vio hasta que su nariz estuvo a punto de tropezar con la nariz de su amigo.
– Vaya, Andrew -dijo dando vanos pasos apresurados hacia atrás-. ¿Qué es lo que pretendes acercándote de esa manera tan sigilosa?
– ¿Sigilosa? Llevo a tu lado más de un buen minuto, intentando (sin ningún éxito, debo añadir) llamar tu atención. ¿Otra vez te habías quedado en Babia?
– Sí. -Otra maldita vez se había quedado en la Babia inducida por miss Chilton-Grizedale.
Andrew se acercó más a su amigo y señaló con la cabeza hacia la otra pareja, cuyas cabezas estaban en ese momento muy juntas.
– ¿Qué pinta aquí ese «amigo»? -susurró Andrew.
– Es su mayordomo -susurró a su vez Philip haciendo ver que examinaba una lámpara de aceite de bronce que sujetaba entre las manos.
– Su amigo y su mayordomo -añadió Andrew con un tono de voz meditativo. Y también la quiere.
– ¿Perdona?
– El la quiere. ¿No te has dado cuenta?
Philip se quedó observando a Goddard y a miss Chilton-Grizedale, y se tragó la negativa que tenía en la punta de la lengua. Por mucho que deseara refutar la afirmación de Andrew, no podía hacerlo. Estaba claro como el agua, en la manera cómo Goddard la miraba, le sonreía, se reía con ella, en lo solícito que era con ella. Llevaba sus sentimientos como una bandera de honor que proclamaba: «Quiero a esta mujer y haré todo lo que esté en mi mano para protegerla y defenderla».
– Ya lo veo -dijo Philip tranquilamente-. Y es obvio que también ella siente gran cariño por él. -Estas palabras hicieron que su corazón se estremeciera con un dolor que no supo definir.
– Sí, aunque me parece que lo ha traído hoy aquí por las mismas razones por las que tú me has traído a mí -soltó Andrew lanzándole a su amigo una elocuente mirada.
Philip se quedó pasmado. ¿Estaría Andrew en lo cierto? ¿Había traído a Goddard allí para asegurarse de que no tendrían que estar juntos a solas? Y de ser así, ¿lo había hecho solamente por cuestiones de decoro, o quizá ella, como él, también sentía que algo extraño… fuera lo que fuese, estaba sucediendo entre ellos? ¿Acaso se sentiría ella tan atraída por él como él lo estaba por ella?
Philip sintió cierto alivio cuando aquella tarde volvió a entrar en su casa. Andrew había ido al museo, pero Philip pensó que necesitaba con urgencia estar un rato a solas. Habían estado buscando en más de media docena de cajas, pero no habían encontrado nada.
Se había esforzado todo lo que le había sido posible para no mirar a miss Chilton-Grizedale, para mantenerse alejado de ella, obligándose a no suspirar demasiado fuerte cada vez que ella se acercaba a él, y así no oler ese delicioso aroma de bollería fresca -eran magdalenas aquella mañana- que parecía rodearla como si fuera un halo de exquisitez. Y, por todos los demonios, también había tenido que esquivar las fieras miradas que le lanzaban los ojos fijos y enfadados de Goddard. Si aquel hombre hubiese tenido dagas en lugar de ojos, ahora mismo Philip se estaría desangrando hasta morir en el suelo del almacén.
Pero incluso después de haber degustado una sabrosa cena a base de pescado asado y crema de guisantes, seguía estando intranquilo, sin poder relajarse. Cuando Bakari entró en el comedor, Philip le preguntó:
– ¿Cómo está el perro hoy?
– Mejor -farfulló-. Descansando.
«Sé perfectamente cómo se siente», pensó.
– ¿Crees que está lo suficientemente bien como para dar un paseo?
Bakari se lo quedó mirando durante varios segundos con sus solemnes ojos negros, y luego inclinó la cabeza.
– Pasear por el parque les hará bien a los dos.
Veinte minutos después Philip entraba en Hyde Park, o más bien se veía arrastrado hacia el parque por una enérgica bola con orejas flexibles, dorado y abundante pelaje, que estaba tan contenta de haber salido de casa que no sabía adonde mirar o dónde pararse a oler primero. Al principio, el cachorro se había sentido cohibido por la correa de cuero, pero una vez que salieron de los límites de la finca, se olvidó por completo de la correa, que no servía para nada más que para tirar de Philip.
– No me puedo creer que no seas capaz de controlarte un poco -dijo Philip colocándose el bastón bajo el brazo y acelerando la marcha para mantener el paso-. Se supone que yo soy el amo. Se supone que tú debes obedecer mis órdenes. Y se supone que soy yo el que te debe guiar, y no tú a mí.
El perro no le hacía ningún caso, corriendo de un árbol a otro, con la lengua fuera como muestra de canina satisfacción. Llevaba una venda rodeando todavía su pata herida, que obviamente no había sufrido un daño permanente, puesto que era un remolino salvaje de actividad. Y después de haber estado encerrado durante varios días en la habitación de Bakari, Philip no tenía valor para hacer que refrenara el entusiasmo del momento. El perro -que definitivamente no necesita ningún nombre- descubrió una coloreada mariposa y salió disparado tras ella. Riendo, Philip echó a correr con él.
– Vamos a enseñarle a esa mariposa quién es más rápido -dijo.
El animal no necesitó que se lo explicaran dos veces.
– Un día perfecto para ir al parque -dijo Meredith a Charlotte mientras caminaban por un sombreado sendero de Hyde Park. Hope, llevando de la mano su muñeca favorita, andaba varios pasos por delante de ellas.
– Perfecto -reconoció Charlotte.
Sí, hacía una tarde maravillosa, con un cálido sol atemperado por una brisa fresca que traía el aroma de las flores y hacía volar las hojas de encina. Exactamente el tipo de tarde para olvidarse de los problemas de cada uno durante un rato, mientras se pasea por el parque. Así que enseguida podría ella olvidarse de sus preocupaciones.
Como del hecho de que, a pesar de la presencia de Albert y el señor Stanton en el almacén, ella hubiera estado todo el tiempo dolorosamente consciente de la presencia de lord Greybourne. Seguramente habría sufrido una subida de presión de oídos -si tal cosa existiera- de tanto intentar captar retazos de la conversación entre él y el señor Stanton. El timbre grave de su voz producía una reacción en ella que no era capaz de entender. ¿Cómo podía el simple sonido de una voz hacer que sintiera un placer estremecedor recorriéndole la espalda?
– Lamento que Albert no se encontrara bien para acompañarnos hoy -dijo Meredith con la desesperada intención de dirigir su atención hacia otra parte-. Me temo que ha pasado mucho tiempo de pie en el almacén y eso le haya cansado la pierna. Debo de haberlo agotado demasiado para que rechace acompañarnos al parque. Me siento muy mal al respecto, por haberle hecho venir conmigo al almacén.
– Él estaba contento de ir, Meredith.
Una profunda sonrisa arqueó los labios de Meredith.
– Es un muchacho encantador -dijo sonriendo hacia Charlotte-. Tengo que acordarme de empezar a decir un «hombre encantador».
– Sí, lo es -añadió Charlotte asintiendo con la cabeza.
– No me hago a la idea de que en pocos meses ya habrá cumplido veintiún años. Deberíamos prepararle una celebración espacial.
– Hablando de celebraciones especiales, ¿cómo van los planes de la fiesta de mañana por la noche? ¿Qué te ha dicho lady Bickley en la nota que te envió esta mañana?
Meredith se quedó sorprendida por el tono casi desesperado de la voz de Charlotte, por no mencionar el inusitado interés por su correspondencia. Estaba claro que quería cambiar de tema, pero ¿por qué? ¿Y por qué había elegido un tema que a Meredith le iba a volver a recordar a ese hombre que intentaba desesperadamente olvidar?
– Lady Beckley me ha escrito que ha enviado las invitaciones esta misma mañana, y que ya ha recibido dos respuestas afirmativas. Estoy segura de que pronto podré encontrar una novia adecuada para lord Greybourne, y pronto lo tendremos felizmente casado.
En su imaginación se formó una imagen de él, vestido con un traje de boda, y con la mirada llena de calidez y deseo, mientras giraba la cabeza para besar a la novia. Los celos la hirieron como una bofetada en la cara y deseó con todo su corazón acabar con aquellas malditas imaginaciones suyas.
Cerró los ojos con fuerza y contó hasta cinco para poder borrar esa imagen de su mente, pero cuando volvió a abrirlos, su atención quedó atrapada por la visión de un hombre alto que venía corriendo hacía ellas, arrastrado por un cachorro de pelaje dorado.
Se paró en seco como si estuviera a punto de estrellarse contra un muro. ¡Maldición! ¡Cómo iba a ser posible olvidar a ese hombre si se encontraba con él allá adonde fuera!
La mirada de lord Greybourne se posó en ella y sus pasos titubearon. Sin embargo, el cachorro seguía avanzando y lord Greybourne se dejó arrastrar por él, aunque a una velocidad mucho más lenta, como si no tuviera ningunas ganas de acercarse demasiado. Aun así, allí estaba, y no había manera de evitarla, mientras Meredith se ponía muy recta y colocaba una sonrisa en sus gruesos labios.
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