– De nada. ¿Podré volver a ver a Prince pronto?
– Como imagino que pasaré bastante tiempo en el parque con Prince, estoy seguro de que os volveréis a encontrar.
Lanzó una sonrisa a Hope y luego se volvió hacia miss Chilton-Grizedale. Sus ojos se encontraron y él sintió un estremecimiento. Maldita sea, cómo le gustaba aquella forma de mirar. Cuanto más la miraba, más le gustaba. Lo cual era fatal. Lo cual significaba que debería esforzarse por verla menos. Tenía que apartarse de ella. Debía marcharse. Ahora mismo.
Sin embargo, su voz desarrolló una idea por su cuenta, y trabajando junto con su boca -que también había desarrollado su propia opinión-, se encontró preguntando:
– ¿Le apetecería acompañarme a Vauxhall esta noche, miss Chilton-Grizedale?
Ella pareció bastante sorprendida, e intentando que ella aceptase la invitación, añadió:
– El señor Stanton y mi hermana también van a acompañarme. Si se uniera a nosotros tendría una perfecta oportunidad para sermonearme un poco más al respecto de mí falta de modales.
– ¿Sermonearle? Yo preferiría llamarlo amables recordatorios.
– Estoy seguro de que así es. Y también podría hablar con el señor Stanton sobre sus servicios como casamentera.
Estaba claro que ella no había tenido eso en cuenta, pero sus ojos se iluminaron con entusiasmo.
– Cómo no. Sería una estupenda idea. En ese caso, estaré encantada de acompañarles.
Un suspiro contenido salió de entre sus labios, y Philip sonrió dejando de lado el hecho de que ella no había parecido mostrar demasiado interés en acompañarle hasta que le recordó que Andrew aún estaba soltero.
– Estupendo. ¿Pasamos a recogerla a las nueve?
– Perfecto.
«Sí, sin duda eso será perfecto.» Poco le faltó para ponerse a dar saltos de alegría.
– Creo que será mejor que me marche, señoras. -Hizo una formal reverencia a las tres y luego empezó a andar de espaldas-. Tengo que llevar a Prince a casa.
– Vigile su espalda -le advirtió miss Chilton-Grizedale.
Él dio un respingo y media vuelta rápida. Por Dios, había estado a punto de caer en un seto de matorrales. Dejando escapar un lento y profundo suspiro, pasó por el lado. Oyó a Hope riendo a su espalda, y esperando que su cara no estuviera completamente roja, dio media vuelta y le dirigió un alegre saludo para demostrarle que no se había hecho daño.
Desgraciadamente, su repentina parada había despertado a Prince, quien, tras dejar escapar un atronador ladrido, se revolvió para que lo dejara en el suelo. Philip depositó cuidadosamente al cachorro en el suelo, preparándose para el desenfreno que vendría en cuanto sus patas tocasen el sendero.
Sin embargo, Prince hundió el hocico en la hierba.
– Venga, acompáñame ahora -dijo Philip dulcemente mientras tiraba de él.
Prince no hizo ni caso y continuó olfateando la hierba.
Por todos los demonios, ese perro había estado a punto de arrancarle un brazo antes, y ahora, cuando había que marcharse de allí lo antes posible, no había manera de hacerle moverse. A ese paso, no iban a llegar a casa ni el día del juicio final.
– Sé que en casa tienes esperándote un jugoso y enorme hueso de ternera para cuando lleguemos --intentó sobornarlo Philip para que le acompañara, pero Prince no se dio por aludido.
– ¿Y qué te parecería una sabrosa galleta? -Nada. Ni siquiera movió la cola.
– ¿Jamón? ¿Una blanda almohada para dormir? ¿Tu propia manta al lado del fuego? -Philip le agarró el hocico con una mano-. Cinco libras. Te doy cinco libras si eres capaz de correr como hiciste antes. De acuerdo, diez libras. Mi reino. Todo mi maldito reino si vienes ahora conmigo.
Estaba claro que Prince no era un animal fácil de sobornar.
Levantando la vista, Philip se dio cuenta de que miss Chilton-Grizedale, la señora Carlyle y Hope habían llegado ya cerca de la curva del sendero. Gracias a Dios.
Al cabo de unos instantes, doblaron la curva y desaparecieron de su vista. En ese momento agarró al cachorro en brazos y salió corriendo con él. A Prince pareció gustarle ese juego, porque no dejó de lamerle alegremente la barbilla durante todo el trayecto.
– De acuerdo, a pesar de todo te daré el hueso de ternera. Pero no te has ganado las diez libras. Y deberías estarme muy agradecido. Si no hubiera sido por mí, ahora te llamarías Princesa.
Prince volvió a lamerle la barbilla, mientras las doradas orejas ondeaban hacia atrás contra la brisa. Philip aceleró el paso. No había tiempo que perder. Tenía que llamar a Catherine y luego ir al museo para hablar con Andrew -para informarles a los dos de que iban a ir a Vauxhall esa noche.
8
Meredith caminaba por la gravilla del paseo sur de Vauxhall intentando conseguir lo imposible: ignorar al hombre que andaba a su lado.
Caramba, ¿cómo podía pretender no mirarle, cuando era tan consciente de su presencia? ¿Cuando leves bocanadas de su limpio y masculino aroma provocaban sus sentidos? Lady Bickley y el señor Stanton paseaban varios metros por delante de ellos, mientras ella concentraba su atención en sus espaldas con el celo de un pirata que siguiera la pista de un tesoro lleno de monedas de oro, aunque todo era inútil. Lord Greybourne no estaba a más de unos pasos de ella, y cada nervio de su cuerpo estaba tenso ante su presencia.
Por lo menos, estar al aire libre la hacía sentirse algo más tranquila que sentada enfrente de él en el interior del carruaje. Sentados sobre los elegantes cojines grises de terciopelo, en su elegante carruaje negro, él había estado lo suficientemente cerca de ella para poder tocarla con solo alargar la mano. Lo suficientemente cerca para absorber su tentador perfume, que la llenaba de deseos de acercarse a él y sencillamente hundir la cabeza bajo su barbilla y oler. Tan cerca que sus rodillas se rozaban cada vez que el carruaje pasaba por encima de un bache del camino. Y todo el tiempo su corazón había estado saliéndosele del pecho, latiendo desenfrenadamente y provocándole cálidas sensaciones.
Y eso suponía un tremendo problema.
No solo por la incomodidad que provocaban en ella esas sensaciones inesperadas, sino porque su cercanía la había dejado extrañamente sin palabras. Gracias a Dios, lady Beckley había tomado la voz cantante de la conversación, hablando de manera desenfadada sobre la cena del día siguiente por la noche. Y por suerte el oscuro interior del coche había disimulado sus enrojecidas mejillas.
Desgraciadamente, ahora ella tenía que enfrentarse a la cada vez más desalentadora perspectiva de pasear junto a lord Greybourne, en medio de la atractiva atmósfera de Vauxhall, la cual ya solo por su propia naturaleza conducía al romance. Los fragantes jardines; los débilmente iluminados senderos rodeados de imponentes olmos, con su follaje engalanado con centelleantes lámparas; los estrechos caminos que conducían a lugares cada vez menos iluminados, donde podían estar ocurriendo todo tipo de escenas escandalosas…
La sola idea hizo que todo su cuerpo se estremeciera, y una vez más se quedó muda. Por el amor de Dios, aquel hombre iba a pensar que era una completa estúpida. Debería estar hablando con él sobre el decoro, pero esa era una tarea imposible mientras sus pensamientos estaban centrados en cuestiones tan indecorosas. ¿Por qué no decía algo él? Al menos podría intentar iniciar algún tipo de conversación, ya que veía que ella era incapaz de pensar en algo por sí misma.
Sus hombros se rozaron y ella dejó escapar una especie de suspiro al sentir el contacto. Se volvió hacia él y lo descubrió mirándola con tal intensidad que tropezó. Se incorporó agarrándose a su brazo tratando de recuperar el equilibrio, y él la sujetó por el hombro y la puso en pie.
– ¿Está usted bien, miss Chilton-Grizedale?
Meredith se quedó mirando fijamente su hermoso e irresistible rostro, y el estómago le dio un vuelco. «No, no estoy bien en absoluto, y todo por tu culpa. Me haces sentir cosas que no desearía sentir. Desear cosas que jamás tuve. Me haces que te desee de una manera que no puede llevar a nada más que a que se me rompa el corazón», pensó.
El calor de su mano se introducía a través de la tela de su vestido, calentando su piel hasta el punto de hacer que ella deseara estar más cerca de él, apretarse contra él. Aterrorizada, pensando que podría llegar a hacerlo, su mente ordenó a sus pies que retrocedieran varios pasos, lejos de él -una orden que sus pies ignoraron alegremente.
Tragando saliva para humedecer su reseca garganta, dijo:
– Es… estoy bien.
– La gravilla puede ser muy traicionera. ¿Se ha torcido el tobillo?
– Solo ha sido un traspiés. No me he hecho daño.
– Bien. -Él la soltó del brazo con apuro, pensando que ella podría sentirse incómoda-. ¿Le apetece que sigamos caminando? Andrew y mi hermana están ya bastante lejos.
Meredith miró hacia delante y se dio cuenta de que la otra pareja estaba ya casi fuera del alcance de su vista. Ella echó a andar y él la siguió caminando a su lado. Había otras parejas paseando por los alrededores, pero sin la compañía tranquilizadora del señor Stanton y de lady Bickley, Meredith era mucho más consciente de estar a solas con lord Greybourne. Aceleró el paso.
– ¿Estamos metidos en una carrera, miss Chilton-Grizedale? -preguntó él con un jocoso tono de voz.
– No, solo pensaba que quizá deberíamos reunimos con el señor Stanton y lady Beckley. No deberíamos perderlos de vista.
– No se preocupe. Conozco a Catherine, va a toda prisa para conseguir una buena mesa. Para cuando lleguemos, Andrew ya habrá pedido el vino, con lo que me habrá evitado el problema de que elija una buena cosecha -dijo burlonamente-. Por suerte, los jardines son famosos por sus excelentes vinos, pero Andrew no es precisamente un experto en vinos, lo suyo es más bien el brandy.
Un poco más relajada ahora que parecían haberse animado, Meredith miró hacia delante, hacia los tres arcos de triunfo que se levantaban sobre el camino.
– Vistos a esta distancia, parece como si las auténticas ruinas de Palmira estuvieran en Vauxhall.
Philip dirigió su atención hacia los arcos, bastante agradecido de tener algo más en que fijar su atención que no fuera su acompañante. Tras un breve examen comentó;
– Son una copia bastante buena, pero no se pueden comparar con las ruinas de verdad.
– No sabía que sus viajes le hubieran llevado hasta Siria, señor.
Impresionado por que ella conociera la localización de dichas ruinas, él dijo:
– Siria fue uno de los lugares que visité durante la última década.
– Imagino que las ruinas deben de ser magníficas.
Al instante se formó una imagen en su mente, tan vivida que se sintió como si estuviese de nuevo en la antigua ciudad.
– Entre las muchas ruinas que he estudiado, Palmira es una de las más sobresalientes, sobre todo por su impresionante ubicación. El contraste de los colores es fascinante, y casi imposible de describir, me temo. Durante el día, las ruinas adquieren un color blanquecino a causa del sol despiadado, y se recortan contra un cielo infinito de un azul tan deslumbrante que hace daño a la vista. Al atardecer, las sombras caen sobre las ruinas mientras el cielo se ilumina con vivos azules y amarillos, que a veces viran hacia el naranja y a veces hacia el rojo sangre. Y luego el cielo se va oscureciendo poco a poco, hasta que la ciudad llega a desvanecerse en la noche del desierto, como si no existiera, hasta que vuelve a salir el sol.
Él se volvió y la miró. Ella estaba observándole con ojos soñadores, como si estuviera viendo en ese momento las ruinas de Palmira al igual que él lo hacía.
– Suena extraordinario -susurró ella-. Increíble. Maravilloso.
– Sí, es todo eso. Y mucho más.
Su mirada se detuvo en el rostro de ella, recorriendo cada una de sus facciones únicas, y deteniéndose por último en su encantadora boca. Deseaba tocarla. Besarla. Con una intensidad que no podía seguir ignorando durante mucho tiempo.
Apartó la vista de ella, y echó una ojeada a los alrededores.
– Venga -dijo él tomándola amablemente por el codo y dirigiéndola hacia un sendero apartado de los edificios y las columnas-. Hace un noche tan hermosa que podríamos pasear un poco, y charlar un rato antes de reunimos con Andrew y Catherine en el restaurante. Estoy dándole vueltas a varias cosas, y es posible que usted pueda satisfacer mi curiosidad.
Su mirada se dirigió de nuevo hacia ella. Ella parpadeó y la expresión ausente se borró de sus ojos.
– Por supuesto, señor. Al menos lo intentaré. ¿De qué se trata?
– De usted, miss Chilton-Grizedale. ¿Cómo llegó a convertirse en casamentera?
Ella dudó por un segundo, y luego dijo:
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