– Pensé que te habías ido a dormir -dijeron los dos a la vez.

Charlotte forzó una débil sonrisa intentando hacer todo lo posible para no demostrar lo nerviosa que estaba.

– No podía dormir, y pensé que quizá me vendría bien una taza de té.

Él señaló con la cabeza, hacia el fogón sin apartar la mirada de ella.

– Acabo de hacer té. Sírvete si quieres.

Aliviada por tener algo que hacer para apartarse de él y por mantener las manos ocupadas, Charlotte se sirvió una taza de té, pero su atención aún estaba centrada en el hombre que tenía a su espalda. Le oyó dejar la taza de té, y después la galleta, sobre el mostrador. Y le oyó andar lentamente mientras cruzaba la sala, y luego detenerse detrás de ella.

– ¿Por qué no podías dormir, Charlotte?

Se había parado cerca, muy cerca de ella. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no dar un paso atrás hasta que su espalda se apoyara contra el pecho de él.

– Mi… mi cabeza está muy ocupada. Pensando en cómo lo estará pasando Meredith en Vauxhall. ¿Y tú?

En el momento en que la pregunta salió de sus labios, deseó no haberla planteado. ¿Y si él no podía dormir porque no dejaba de pensar en alguna joven hermosa de la que estaba locamente enamorado? Él nunca hablaría de eso con nadie, pero ella lo sabía casi todo sobre los jóvenes de su edad y sobre los deseos que les corroían por dentro.

– No podía dormir, porque, igual que tú, mi mente estaba preocupada.

Ella dejó escapar un largo suspiro llenándose de valor, y luego se dio media vuelta.

Albert no estaba a más de dos pasos de ella.

– ¿Estás preocupado por Meredith? -preguntó ella-. Todavía no es medianoche.

– No. Si estuviera a solas con el tipo ese, Greybourne, que la mira como si ella fuera un cerdo salvaje y él un perro de caza, acaso lo estaría. Pero están con ella los otros tipos. En realidad, estoy preocupado por tí, Charlotte.

– ¿Por mí? ¿Y eso por qué?

– Últimamente no pareces la misma.

Cielos, ¿tanto se le notaba?

– ¿En qué sentido?

– No sabría explicarlo -dijo él frunciendo el entrecejo-. Como si estuvieras enfadada. Conmigo. -Sus ojos buscaron los de ella-. ¿He hecho algo que te haya ofendido?

– No. Simplemente he estado un poco cansada estos últimos tiempos.

– Eso ya lo veo. Tienes ojeras.

Antes de que ella pudiera reaccionar, él se levantó y pasó la punta de su índice por debajo de uno de sus ojos. Ella dejó escapar un ligero respingo ante el calor que ese sencillo gesto le provocó. Echó la cabeza hacia atrás, lejos del alcance de su mano, se apoyó en el mostrador y se alejó de él todo lo que le fue posible.

Él alzó la mano lentamente. Ella se lo quedó mirando con expresión de desconcierto.

– Charlotte… lo siento. No debería haber… -Se llevó las manos a la cara-. Pero tú sabes que yo jamás te haría daño.

Ella se sintió avergonzada de que su reacción le hubiera dado a entender, aunque solo fuera por un momento, que ella creía que podría hacerle daño. Pero ¿cómo podía explicarle que había rechazado su caricia porque no confiaba en sí misma, y no porque no confiara en él? Incapaz de conseguir que una sola palabra saliera a través el nudo que tenía en la garganta, simplemente asintió con la cabeza.

La tensión que expresaba su semblante se relajó.

– Me alegro de que lo sepas. Yo nunca dejaré que nadie te haga daño. Nunca más.

Lo que se había apagado en su corazón simplemente se derritió. Parecía tan valiente, como un guardián vigilando su castillo.

– Gracias, Albert.

Ella no tenía realmente la intención de tocarle, pero, de alguna manera, sin que fuera algo voluntario -acaso porque en el fondo lo deseaba con todas sus fuerzas- alzó una mano y se la colocó en la mejilla.

En el momento en que lo tocó, se dio cuenta de su grave error. Su mirada se dirigió hacia la imagen provocativa de su mano reposando contra la mejilla de él. Su piel era cálida, y su barbilla sin afeitar raspaba ligeramente la palma de su mano. El deseo de acariciarle la cara con los dedos, de explorar los rincones de su rostro, la arrebató. Y se hubiera dejado arrastrar por la tentación de hacerlo… pero se dio cuenta de que él estaba completamente quieto, rígido, como ido. Un músculo palpitaba con espasmos entre sus dedos, indicándole que la mandíbula de él estaba temblando. Tenía los ojos apretados con fuerza, como si sintiera un gran dolor. El tipo de dolor que uno siente cuando se encuentra en una situación muy desagradable. Como cuando te toca alguien que no quieres que te toque.

Se sintió abrasada por la vergüenza y la humillación, y apartó la mano de golpe como si la hubiera puesto en una hoguera. Para mortificarla aún más, sus ojos se llenaron de calientes lágrimas, que amenazaban con convertirse en un torrente. Tenía que alejarse de él.

– Creo… creo que he oído a Hope -dijo ella agarrándose a la primera excusa que le pasó por la cabeza-. Tengo que irme. Buenas noches.

Corrió hacia la puerta, y siguió corriendo sin detenerse hasta que se hubo metido en su dormitorio.

Qué situación tan imposible. No podría seguir viviendo de aquella manera durante demasiado tiempo. Solo deseaba poder evitarlo por completo, pero ¿cómo conseguirlo si ambos vivían bajo el mismo techo? Si seguía allí, solo era cuestión de tiempo que algún día se entregara a él. Pero no tenía ningún otro sitio a donde ir. No podía aceptar la idea de marcharse de allí, el único hogar verdadero que había conocido. Ni podía alejar a Hope de Meredith y de Albert. Ni ella podía alejarse de ellos. ¿Qué demonios iba a hacer?

Justo antes de la una de la madrugada, tras haber dejado en su casa primero a Meredith y luego a Catherine, Philip descorría las cortinas de terciopelo verde de su estudio privado. Después de haberse sacado el pañuelo, se quitó las gafas, se pasó los dedos por el puente de la nariz y luego se frotó la cara con las manos. Alguien llamó a la puerta, y él dejó escapar un suspiro de resignación. No tenía ganas de darle vueltas a lo que había pasado aquella noche, pero sabía que no tenía ningún sentido intentar dejar a un lado aquel tema.

– Pasa, Andrew.

Andrew entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Cruzó la alfombra persa de color marrón y dorado y se detuvo ante la botella de brandy.

– Parece que necesitas un tonificante. ¿Te sirvo una copa?

Philip le acercó la copa que había depositado sobre el escritorio.

– Échame un trago.

Viendo a Andrew servirse una buena copa de aquel líquido ámbar, empezó mentalmente la cuenta atrás. «Cinco, cuatro, tres, dos, uno…»

Como si estuviera cronometrado, Andrew dijo:

– Por lo que veo la noche no ha sido como tú esperabas.

– Al contrario, creo que la orquesta era bastante buena.

– No me estaba refiriendo a la música.

– Ah. Bueno, la comida solo era pasable, y las raciones más bien escasas, pero como ninguno de nosotros tenía mucha hambre, no me importó demasiado.

– Tampoco me estaba refiriendo a la comida.

– El vino era excelente.

– Tampoco hablaba del vino. Como tú bien sabes, me refiero a miss Chilton-Grizedale. -Movió lentamente la copa de brandy en su mano-. ¿Dónde os habíais metido?

– ¿Estabais preocupados por nosotros?

– La verdad es que no. Tu hermana mostró cierta inquietud, pero yo la tranquilicé diciéndole que seguramente preferías discutir los detalles sobre la búsqueda de tu futura esposa con miss Chilton-Grizedale en privado. Y luego, con mi habitual inteligencia y encanto, mantuve la atención de lady Beckley fija en otros temas hasta que volvisteis… con un aspecto un tanto desaliñado, debo añadir.

– Hacía bastante viento.

– Oh, claro. Estoy seguro de que fue el viento lo que hizo que los labios de miss Chilton-Grizedale estuvieran hinchados y sonrojados, y lo que hizo que tu pañuelo tuviera un nudo diferente del que llevabas al salir de casa.

La inquietud se deslizó por la columna vertebral de Philip, junto con cierta dosis de autorecriminación. Maldición, no debería haberse arriesgado a besarla en un lugar público, aunque hubiera buscado un rincón apartado en la oscuridad, escondido de miradas entrometidas. Lo último que deseaba era hundir aún más su reputación.

– ¿Alguien más se dio cuenta? -preguntó Philip-. ¿Catherine…?

– No. Los dos hicisteis una maravillosa representación, aparentando inocencia cuando os reunisteis con nosotros. Solo yo me di cuenta de esos detalles, porque os estaba observando. No pretendo fisgar, Philip. Tan solo estoy intentando ayudar. Es obvio que los dos estáis locamente enamorados.

Philip tomó un buen trago de brandy, saboreando el fuego que quemaba su garganta. Quizá Andrew podría echarle una mano. Podía ayudarle a escapar de esa atracción insensata por una mujer a la que apenas conocía.

– Esa mujer de la que estás enamorado… ¿Cuánto tiempo hacía que la conocías cuando te diste cuenta de que estabas loco por ella?

Andrew dejó escapar una risa seca.

– Me parece que esperas que te diga que la conocía desde hacía meses o años, y que mis sentimientos se fueron desarrollando lentamente, con el paso del tiempo, pero no fue así como sucedió. Fue como si me hubiera atravesado un rayo. Me conmovió de una manera que nunca antes había sentido desde la primera vez que puse mis ojos en ella. -Bajó la vista hacia su copa de brandy y continuó hablando con un tono de voz ronco, casi enfadado-. Todo en ella me fascinaba, y cada nuevo detalle que veía solo hacía que mis sentimientos fueran cada vez más profundos. La quería hasta el dolor, físico y mental. Ella era lo único que deseaba… -Andrew levantó la cabeza y sus labios se torcieron en un intento de sonreír que no llegó a sus ojos-. No sabes cuántas veces he imaginado el fallecimiento de su marido. De maneras muy diferentes, debo reconocerlo.

– ¿Y si se llegaras a tropezar con ese destino?

– Nada podría detenerme hasta que la hiciera mía. Nada -contestó sin ningún vestigio de humor en su expresión.

– Pero ¿y si la dama no comparte tus sentimientos?

– ¿Es eso lo que te hace perder la cabeza? ¿Crees que miss Chilton-Grizedale no está enamorada de ti? Porque sí lo crees, estás equivocado. Ella hace todo lo posible por ocultar sus sentimientos, pero ahí están, si es que sabes adonde mirar. Y para responder a tu pregunta, si la dama no comparte mis sentimientos, o necesita algo de persuasión, la cortejaré.

– ¿Cortejarla?

Andrew miró al techo meneando la cabeza.

– Mandarle flores. Leerle poemas. Componer algo llamado «Oda a miss Chilton-Grizedale en una tarde de verano». Ya sé que el romance no se lleva bien con tu naturaleza científica, pero si quieres conseguir a una mujer, tienes que adaptarte. Aunque antes de hacerlo, debes preguntarte hasta dónde estás dispuesto a llevar ese coqueteo, y adonde te va a conducir a ti, y a ella, cuando se haya acabado.

A Philip se le hizo un nudo en el estómago. Besar a Meredith había sido una gran falta de educación, pero todavía deseaba más. Si hubieran estado en un lugar más privado, ¿habría sido capaz de detenerse antes de tomarse más libertades con ella? Qué Dios lo ayudara, no lo sabía. Realmente ella se merecía algo más que ser seducida en la oscuridad de Vauxhall. Se merecía ser cortesmente cortejada por un caballero…

Apretó los dientes. Demonios, la idea de otro hombre acariciándola, besándola, cortejándola, le hacía sentirse lleno de celos. Desgraciadamente, ni su cabeza ni su corazón tenían planeado comprometerse con la persona que estaba encargada de buscarle una novia. No, no tenía un proyecto de futuro con Meredith.

Andrew carraspeó sacando a Philip de sus pensamientos.

– Si deseas cortejarla…

– No, no quiero hacerlo. No puedo. Nada bueno puede salir de eso.

– ¿Por qué no?

– No estoy en condiciones de cortejarla -contestó Philip haciendo un gesto con la mano-. Se supone que debería dedicarme a encontrar esposa. Una mujer de mi misma clase social. -Incluso a él mismo estas palabras le sonaron huecas y altaneras-. El honor me dicta hacerlo así, para mantener la promesa que le hice a mi padre.

– ¿Y le prometiste concretamente que te casarías con una mujer del más alto rango de tu elevada sociedad? -preguntó Andrew arqueando las cejas.

– No… pero eso es lo que se espera de mí.

– ¿Y desde cuándo haces lo que se supone que se espera de tí?

Philip no pudo evitar que se le escapara una breve carcajada. Ya era hora de mirar los acontecimientos de aquella noche desde una perspectiva adecuada. Meredith había despertado su curiosidad y su interés. Él había deseado besarla y había satisfecho ese deseo. Como ella le había señalado, eso era algo que no debían permitir que sucediera de nuevo. Sencillamente tenía que refrenar sus manos y sus labios. Él era un hombre con una voluntad de hierro. Era capaz de hacer cualquier cosa que le dictara su cerebro.