Philip se tranquilizó un poco, pero no por eso dejó de estar preocupado.
– Puede que nos enfrentemos con… problemas. Quiero tomar precauciones especiales.
Bakari asintió simplemente con un gesto de la cabeza. Había oído muchas veces esa petición de boca de Philip durante las múltiples aventuras que habían vivido juntos. Bakari sabía arreglárselas bien con los problemas y Philip tenía toda su confianza puesta en la habilidad de aquel hombre para evitarlos.
Bakari farfulló algo mirando con intención hacia la puerta del salón y Philip asintió con la cabeza. Era hora de volver con los invitados. Respiró profundamente para tranquilizarse y regresó a la sala. Apenas había puesto un píe en ella cuando Meredith se plantó frente a él.
– ¡Por fin le encuentro! ¿Dónde se había metido?
– Está a punto de comenzar el vals… -Ella frunció el entrecejo-, ¿Ha sucedido algo?
La mirada de él se detuvo en sus ojos preocupados y empezó a temblar por dentro. Nadie le haría daño a ella. Ni a ningún otro. Él se encargaría personalmente de que así fuera.
– Solo un pequeño asunto que requería mi inmediata atención.
Ella se quedó estudiando su expresión, y él intentó dejar sus preocupaciones a un lado -por el momento- y poner una expresión neutra. Sin embargo, todavía dejaba entrever parte de su trastorno, porque ella le preguntó:
– ¿No se tratará del señor Stanton, espero? Lady Bickley me ha dicho que estaba indispuesto…
– No. Andrew está cómodamente instalado en su dormitorio con uno de los remedios curativos de Bakari que le habrá sanado para mañana, se lo aseguro. -Echó una ojeada por la habitación, sintiendo las miradas interrogativas que se posaban en él-. ¿Se me ha echado de menos?
– Sí, todos estaban preguntando por usted.
Philip volvió la cabeza y se quedó mirándola fijamente.
– Me refería a usted.
Los colores se le subieron a las mejillas, hechizándolo y haciendo que sus dedos desearan acariciar aquel seductor rubor.
– Bueno, por supuesto. No sabía dónde se había metido. Lady Bickley y yo estábamos a punto de organizar una partida de búsqueda. Hay aquí una habitación llena de mujeres que esperan que las invite a bailar un vals.
– Excelente. ¿Me concede el honor de este baile?
– Por supuesto que no. Yo no estoy aquí para bailar. Yo he venido para…
– Para asegurarse de que todas esas jóvenes damas crean que soy una especie de fascinante explorador y para lanzar indirectas al respecto de que los rumores sobre mi incapacidad de… cumplir son completamente falsos.
– Lo dice como si eso fuera algo malo -dijo ella levantando una ceja.
– Por supuesto que no. ¿A qué hombre no le gusta que una belleza insípida se quede fascinada por él?
– Exactamente.
– Y a ningún hombre le gusta que se piense de él que es incapaz de… cumplir.
– Precisamente.
– Entre esas dos premisas y el hecho de que conservo todos los dientes y todo el pelo, sin mencionar la ausencia de barriga, estoy seguro de que ya habré causado estragos entre las buenas damas que están hoy en el salón.
– Sin duda.
– Aun así, insisto en que baile conmigo. -Antes de que ella pudiera negarse, se acercó un poco más y le dijo en tono de confidencia-. Me prestará usted un gran servicio. Me temo que no sé bailar muy bien el vals. Si pudiera pulir con usted mis deficiencias, en lugar de pisotear los zapatos de alguna de mis potenciales futuras novias, y de ese modo ofenderlas… -Él levanto las cejas con una expresión elocuente.
– Puede que tenga usted razón -añadió ella apretando los labios.
– Por supuesto que la tengo. Venga. La música está a punto de empezar. -Agarrándola con la mano por un codo, la condujo hasta la pista de baile.
– Es un baile muy sencillo -susurró ella-. Lo único que tiene que hacer es contar. Un-dos-tres. Un-dos-tres. E ir cambiado de pie.
El cuarteto empezó a tocar. Philip alzó una de las manos a la altura exactamente adecuada, colocó la otra en la exacta posición en la espalda de ella, y empezó a deslizarse por el suelo. Ella lo miró con sus hermosos ojos de color azul profundo y un delicado sonrojo tiñó sus mejillas. El dulce y delicioso perfume de ella enajenaba a Philip, que aspiró profundamente para disfrutar de su esquiva fragancia.
Pastel. Esta noche olía como un pastel de moras. Su postre favorito. Su vestido de color turquesa acentuaba el color de sus extraordinarios ojos, y aunque se trataba de una indumentaria innegablemente modesta, no por ello dejaba de ofrecer una provocadora vista de su escote. Su mirada se detuvo en sus gruesos y húmedos labios y tuvo que tragarse un gemido.
Maldita sea, tanto intentar mantener las cosas en una perspectiva adecuada, y de repente su carácter de hierro se había evaporado. Bailar con ella era algo que entraba definitivamente en la categoría de «una idea muy mala». Sí, había deseado tenerla entre los brazos, pero no había considerado la dulce tortura que eso significaba. Necesitaba de toda su concentración para mantenerla a la distancia adecuada, en lugar de hundir su cara contra la piel de su frente. Y degustar sus labios. Sus labios… Dios. Apretó los dientes y se puso a contar furiosamente para sus adentros un-dos-tres, un-dos-tres.
Después de la tercera vuelta, los ojos de ella se entrecerraron de manera sospechosa.
– Me parece que me ha contado un cuento chino, señor. Baila usted el vals de maravilla.
Él perdió la cuenta, tropezó, y acabó pisando uno de sus zapatos. Ella dio un respingo.
– Lo lamento muchísimo, querida. ¿Que estábamos diciendo?
– Lord Greybourne -dijo ella mirándole con fiereza-, este truco infantil más bien parece un juego propio de muchachos, un tema en el que estoy muy versada. Si pretende tomarme el pelo con tales numeritos, creo que acabará muy decepcionado.
– Yo nunca la habría pisado a propósito, Meredith. -Sus ojos se abrieron como platos al oír que la llamaba por su nombre de pila-. Sin embargo, debo reconocer que hace un tiempo me puse a estudiar los rudimentos del vals.
– ¿Hace cuánto tiempo?
– Esta tarde. Llamé a Catherine y la obligué a que me enseñara, para poder hacer un buen papel esta noche.
– Ella no me había dicho nada.
– Le pedí que no lo hiciera. Quería sorprenderla.
– Ya… veo. Bueno, he de reconocer que su hermana ha hecho un trabajo maravilloso. De modo que, en realidad, ya no necesita perder más tiempo bailando conmigo. Lady Penelope está al lado de la mesa del ponche, le sugiero que baile primero con ella.
Ella empezó a llevarlo hacia la mesa del ponche con una clara intención en mente, y él, de una manera igualmente intencionada, la arrastró hacia la dirección contraria.
– Me parece que estaba llevando el baile, Meredith. Pero esa es una prerrogativa del caballero, si no estoy equivocado.
– Intento que nos acerquemos a la mesa del ponche -dijo ella en un susurro silbante.
– No tengo sed.
– La gente empezará a murmurar si no deja usted de bailar conmigo.
– Las lenguas ya están hablando de mí, así que no veo qué importancia puede tener. Además, que se siga especulando aún más solo puede ir en beneficio de mi cada vez mayor halo de misterio.
– ¡Es usted imposible! Una par de vueltas rápidas de baile es una cosa, y se lo agradezco, pues me parece que todavía confía usted en mis cualidades para enseñarle y en mis habilidades como casamentera. Sin embargo, la realidad de la situación es que es usted un vizconde y yo solo soy una ayudante pagada, y el tiempo que llevamos bailando está empezando a ser más de lo que se consideraría correcto.
Philip empezó a sentirse irritado.
– Es usted mi invitada.
– Si insiste en verlo de esa manera, perfecto. En tal caso deberé recordarle que tiene usted otras dos docenas más de invitadas a las cuales debería prestar también atención. -Ella bajó la vista durante unos segundos y luego la volvió a alzar mirándole con una expresión que le encogió el corazón-: Por favor.
Esa simple súplica en voz baja, combinada con la reconocible mirada implorante, le dijo que detrás de aquella petición se escondía algo más que sus obligaciones hacia los demás invitados. ¿Estaba empezando a sentir ella que estar cerca de él era tan molesto y desconcertante como lo era para él la cercanía de ella? ¿Sentía ella el mismo desasosiego y el mismo anhelo que él?
Maldición, realmente deseaba que así fuera. Odiaba tener que sufrir solo.
Pero tampoco podía ignorar su súplica. Tenía que cumplir con sus obligaciones durante la velada. Pero la velada acabaría en algún momento…
Con expresión resignada la condujo hacia la mesa del ponche.
– Lord Greybourne, debe decirnos qué es lo que piensa de… -la voz de lady Emily se convirtió en un susurro-…ya sabe qué.
– ¿Perdone? -Philip la miraba perplejo, como si realmente no la hubiera entendido.
– Oh, sí, cuéntenos -le urgió lady Henrietta, con una risita tonta-. Todo el mundo tiene miedo de hablar de «ya sabe qué», pero nosotras nos hemos dado cuenta de que usted no abriga tales miedos.
Philip se quedó mirando sus rostros expectantes y meneó la cabeza pensando para sus adentros cómo era posible que aquellas dos aparentemente inocentes criaturas le estuvieran incitando para que hablara con ellas de sexo.
– Lo lamento, pero no está bien que yo hable de esos temas -dijo tragándose una risa al oír lo remilgada que sonaba su frase. ¿Estaría Meredith orgullosa de él?
– Le prometemos no decir nada a nadie -insistió lady Emily.
– Ni una sola palabra. Jamás -la secundó lady Henrietta.
De repente comprendió y dijo:
– ¿Quieren que les dé mi opinión como anticuario?
Las dos jóvenes intercambiaron una mirada desconcertada y respondieron al unísono:
– Sí.
Bueno, probablemente no era estrictamente formal, pero al menos aquellas dos jóvenes mostraban cierto interés por las culturas antiguas. Se aclaró la garganta y empezó a hablar:
– El falo masculino suele representarse en los pictogramas como un símbolo de virilidad.
Los ojos de lady Henrietta se abrieron como platos y lady Emily se quedó con la boca abierta.
Profundizando más en el tema, Philip continuó:
– El pene erecto, en concreto, fue utilizado muy a menudo en los dibujos antiguos. En Egipto he descubierto algunos ejemplares especialmente bien representados…
– ¿Va todo bien? -preguntó Meredith uniéndose al grupo.
Antes de que él pudiera contestar, lady Emily dijo con un extraño tono de voz:
– Creo que necesito sentarme un momento.
– También yo -susurró lady Henrietta-. Por favor, discúlpennos. -Agarradas por el brazo, las dos jóvenes se batieron en franca retirada.
– Por el amor de Dios, ¿qué les ha contado? -susurró Meredith.
– Qué me aspen sí lo entiendo. Me estaban preguntando mi opinión acerca de los antiguos hábitos sexuales…
– ¡Qué!
– Créame que a mí me sorprendió tanto como a usted, pero ellas insistieron. Me pedían mi opinión en tanto que anticuario.
– ¿Realmente le pidieron su opinión sobre… -Echó una mirada furtiva a su alrededor, y luego bajó más la voz-…sobre qué? ¿Qué es lo que dijeron exactamente?
– Me preguntaron qué pensaba sobre «ya sabe qué». Yo acababa de empezar mi explicación, que era de lo más estrictamente científica, se lo aseguro, cuando usted llegó.
Ella abrió los ojos como platos y todos los colores se le subieron a la cara.
– Por el amor de Dios. Seguramente se estaban refiriendo a la próxima fiesta sorpresa de cumpleaños de lord Pickerill.
Él pronunció la única palabra que le pasó por la cabeza:
– ¿Eh?
– La fiesta de lord Pickerill. Lady Pickerill la ha estado preparando durante meses y está en boca de todos (excepto de usted). Con la intención de mantener sus planes en secreto para que lord Pickerill no lo sepa, la gente se refiere a la fiesta como «ya sabe qué».
– Bueno, pero eso no es lo que significa «ya sabe qué» -replicó él irritado-. «Ya sabe qué» se usa para referirse a temas sexuales. Al menos, eso significaba cuando yo salí de Inglaterra hace diez años. Por el amor de Dios, ¿quién es el que se dedica a cambiar esas malditas reglas?
– La pregunta más pertinente es ¿cómo se le pudo ocurrir a usted hablar de ese tipo de temas en presencia de dos jóvenes bien educadas? -preguntó ella echando fuego por los ojos.
– Usted me dijo que me mezclara con ellas. Y así lo hice. Y todavía no está contenta. ¿No le han dicho nunca que es usted una persona muy difícil de complacer?
– Yo prefiero llamarlo simplemente supuesta conducta decorosa…
– Estoy seguro de que así es. -…la cual, desgraciadamente, parece estar muy lejos de usted la mayor parte del tiempo,
– Bueno, puesto que parece que he dado un paso tan indecoroso, solo podemos alegrarnos de que usted llegara en el preciso momento en que lo hizo. De no haber sido así, estoy seguro de que habría acabado enseñándoles los dibujos que tengo de los jeroglíficos de los que estaba hablando.
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