La impaciente e inflamada mirada que ella le lanzó era inconfundible.
– ¿Por qué?
– No me siento en absoluto atraído por ella. De hecho, la encuentro de lo más desagradable.
La confusión reemplazó a la impaciencia.
– Pero ¿por qué? Es extremadamente hermosa y una magnífica bailarina.
– Se trata de algo que se remonta al pasado. Su familia visitó a la mía en la finca de Ravensly un verano, cuando yo tenía once años. Lady Alexandra tenía dos años. Un día la encontré en el jardín comiendo… -Carraspeó y continuó hablando- para decirlo de la manera más delicada que se me ocurre… -su voz se convirtió en un susurro- excrementos de conejo.
Aunque intentó simular que se trataba de un acceso de tos, Meredith emitió una inconfundible risa escandalizada.
– Solo tenía dos años, lord Greybourne. Estoy segura de que muchos niños de esa edad hacen cosas similares.
– Yo nunca hice una cosa por el estilo, ¿usted sí?
– Bueno, no, pero…
El levantó una mano interrumpiendo sus palabras.
– Se trata de una desgraciada imagen de lady Alexandra que jamás podré borrar de mi mente. Lamento tener que insistir para que la coloque bajo la categoría de «labios que han tocado caca de conejo nunca podrán tocar mis labios». -Hizo una señal con la mano y siguió-: ¿Quién es la próxima?
– Lady Elizabeth Watson.
– Imposible.
– ¿De verdad? ¿Acaso tuvo alguna desafortunada elección de alimentos cuando era niña?
– No tengo ni idea. Sin embargo, sé que de adulta sí que lo hace. Huele a coles de Bruselas.
– No me lo diga, déjeme adivinarlo. A usted le disgustan especialmente las coles de Bruselas.
– Sí. Y también las calabazas, que es la razón por la que debe tachar de su lista a lady Berthilde Atkins.
– Porque huele a…
– Calabazas, me temo -añadió poniendo cara de asco-. Y es una auténtica pena, la verdad, porque esa muchacha tenía potencial.
– Estoy segura de que se puede persuadir a lady Berthilde para que cambie sus hábitos alimenticios.
– No me puedo imaginar pidiéndole que deje de comer durante el resto de su vida un tipo de comida que obviamente a ella le encanta. ¿Siguiente?
Ella se le quedó mirando con desconfianza.
– ¿Tiene usted aversión a algún otro alimento?
El le regaló una amplía sonrisa.
– No, que yo recuerde.
– De acuerdo. -Ella volvió a mirar la lista, y luego alzó la vista de nuevo hacia él-: Lady Lydia Tudwell.
– No me haga eso… Huele profundamente a…
– Creí que no había más aversiones alimenticias…
– …brandy, que no es un alimento. Echa para atrás del tufo. Es obvio que… -Hizo el ademán de echarse varios tragos rápidos-. A hurtadillas. Completamente inaceptable. ¿Siguiente?
– Lady Agatha Gateshold.
– No.
Ella dejó escapar un suspiro de exasperación.
– Estamos estableciendo aquí un patrón, señor, que me desorienta. Sin embargo, de acuerdo con su lista de preferencias, lady Agatha es una perfecta candidata.
– Estoy de acuerdo, excepto por una cosa. Ella está interesada por lord Sassafras.
– ¿Sassafras? Nunca he oído hablar de él.
– Es un italiano, creo -dijo él encogiéndose de hombros-. Por parte de madre.
– Lady Agatha no mencionó nada de eso cuando habló conmigo -añadió ella con una sombra de duda dibujada en su rostro.
– ¿Seguro? Pues yo creo que eso era lo que me quería insinuar. Se dedicó a alabarlo durante toda nuestra conversación. «Lord Sassafras esto, lord Sassafras lo otro.» Era obvio que me estaba dando a entender, de una forma bastante poco sutil, que no estaba interesada en mí. No tengo ninguna intención de casarme con una mujer que está enamorada de otro hombre. ¿Siguiente?
– Bueno, lady Emily y lady Henrietta…
– Imposible. Las dos estuvieron a punto de desvanecerse con la sola mención de temas sexuales…
– Como debe hacer cualquier mujer joven bien educada.
– Me parece que usted no entiende tan bien como supone cómo funcionan las cosas entre los ricos. No; ni tampoco lady Emily o lady Henrietta. Estoy seguro de que sus delicadas complexiones no resistirán el acto real de hacer el amor, y yo tengo la intención de engendrar un heredero, una hazaña que difícilmente puedo acometer solo.
A Meredith se le subieron los colores a la cara y se lo quedó mirando fijamente durante vanos segundos. El intentaba poner una expresión de completa inocencia. Ella carraspeó y dijo:
– Le recuerdo claramente diciendo que no pedía nada particular a la novia, mientras no fuera excesivamente desagradable, pero ahora parece que le importan hasta los más mínimos detalles.
– Hum. Sí, supongo que se podría entender así. ¿Quién es la próxima?
– En vista del poco éxito que he tenido hasta ahora, creo que debería pasar directamente a la que encabeza la lista, y además nos ahorraremos bastante tiempo.
– ¿Y cuál es la que está en la cabeza de su lista?
– Lady Penelope Hickam.
– Ah, si. Lady Penelope.
– Lady Penelope posee todos y cada uno de los rasgos que usted mismo dijo que le parecían dignos de admiración en una mujer. -Miró hacia abajo y consultó su lista-. Le gusta la música, toca el piano y canta como los ángeles. Parece estar interesada en el estudio de las antigüedades, no tiene especiales objeciones a las polvorientas reliquias y ha demostrado una excelente capacidad de conversación en los más diversos temas. Las bobadas románticas no parecen preocuparle demasiado, y es una experta manejando a los sirvientes y llevando una casa. Además, le gustan los animales, es una magnífica bailarina, habla francés con soltura y le encanta bordar. -Levantando los ojos de la lista, se le quedó mirando con expresión triunfante, una mirada que le decía desafiante: «Encuentre algo malo en ella».
– Hum. Creo que ha pasado por alto un detalle.
Ella frunció las cejas y volvió a dirigir la mirada a su lista. Al momento, riendo, volvió a alzar la vista:
– Lo único que no he mencionado ha sido la «clásica belleza rubia». No lo dije, porque me parecía del todo innecesario. Lady Penelope es incuestionablemente hermosa.
– Yo creo que es demasiado… pálida. Sus ojos se abrieron como si no se lo pudiera creer.
– ¡Es rubia!
– Ya. Y ahí reside el problema. Yo prefiero el cabello oscuro.
Con una exclamación de desesperación e impaciencia,
Meredith se desembarazó del tranquilo Prince, que se había quedado dormido sobre su regazo, y se puso en píe mientras arrugaba las hojas de papel. Se acercó hacia la chimenea, apoyó ambas manos en las caderas y a continuación se encaró hacia él con un inconfundible gesto de desesperación.
– ¿A qué viene este sinsentido? Estoy segura de que prefiere el cabello rubio.
Él puso cara de desconcierto.
– ¿Está usted segura? Porque yo estoy bastante convencido de lo contrario. Y seguramente eso es algo que yo debería saber.
– Usted me está tomando el pelo, lord Greybourne, y eso no me gusta nada. -Le puso las hojas de papel delante de las narices-. Aquí está escrito. Yo misma lo escribí la otra noche. Usted dijo que le gustaban -buscó en la lista hasta encontrar las palabras- «las hermosas rubias clásicas».
– En realidad, fue Andrew el que dijo eso.
– Pero usted no dijo nada para indicar que él estaba equivocado.
– No estaba equivocado. No podría encontrar a ningún hombre al que no le gusten (aunque sea un poco) las clásicas bellezas rubias. Sin embargo, yo prefiero el cabello oscuro.
Oyó el sonido de un repiqueteo y se dio cuenta de que era el zapato de ella que golpeaba contra la piedra de la chimenea demostrando su irritación.
– Usted no mencionó nada de eso la otra noche.
– He de confesar que mi preferencia es bastante reciente.
El repiqueteo se aceleró.
– ¿De veras? ¿Cómo de reciente? ¿Desde que llené su salón de «clásicas bellezas rubias»?
– No. Antes de eso.
– ¿Cuándo?
Su mirada se posó en el cabello de ella. Se le acercó y tomó uno de los sedosos bucles que le caían sobre la cara, manteniéndolo entre los dedos pulgar e índice. El repiqueteo se detuvo de repente y ella dejó escapar un profundo suspiro.
– ¿Realmente quiere saberlo, Meredith? Porque puedo decirle casi el momento exacto en que cambié de preferencias.
Meredith se quedó completamente quieta. Aquellas palabras, la voz suave y grave con la que las había pronunciado, y el calor que denotaba su mirada hicieron que se alterara y se le cortara la respiración. Por Dios, no había ninguna duda de lo que estaba insinuando ni del deseo que emanaba de él como un oleaje. Su corazón volvió a latir poco a poco, golpeando con tanta fuerza que podía sentir su eco en los oídos. Tan fuerte que seguramente también él lo podía oír.
– En realidad, había una mujer en la fiesta que llamó mi atención, y me encantaría que usted pudiera concertar otro encuentro con ella.
Ella tragó saliva. Tenía que detenerlo. Ahora.
– Lord Greybourne, yo…
– Philip, por favor, llámame Philip. ¿Quiere que le hable de esa mujer? -Antes de que ella pudiera contestar, algo que le hubiera costado, puesto que no era capaz de articular palabra, él dijo jugueteando todavía con su cabello entre los dedos-: Su cabello es negro como la noche en el desierto. De un color satinado, brillante, como los bancos de tierra oscura depositada por años de flujo en las orillas del Nilo. Su cabello es, de hecho, idéntico al tuyo.
Desesperada e intentando decir algo que hiciera desaparecer la nebulosa tensión del momento, ella dijo tratando de sonreír:
– ¿Está diciendo que mi cabello le trae a la memoria el lodo?
En lugar de contestar, él empezó a quitarle las horquillas del pelo hasta que aquella cabellera se vertió entre sus dedos. «Detenlo», le ordenaba a ella su voz interior, pero sus labios se negaban a obedecer. Desapareció todo vestigio de alegría, y se vio abandonada, flotando en un mar de anhelo y doloroso deseo que amenazaba con ahogarla. Él metió los largos dedos entre sus bucles, y ella tuvo que morderse el labio inferior para contener un gemido.
– ¿Lodo? No. Tu pelo… su pelo es brillante. Sedoso, radiante, encantador.
El empezó a deslizar lentamente las yemas de los dedos por su rostro. Cada una de sus terminaciones nerviosas vibraba, y los ojos de ella se cerraron suavemente ante el sencillo placer de aquella caricia.
– Esa mujer que ha despertado mi interés… no es una belleza clásica. Sus facciones son duras y angulosas.
La caricia de la punta de sus dedos se detuvo en los labios, y ella abrió los ojos. Philip tenía la mirada fija en sus labios con una intensidad que hizo crepitar sus entrañas con un calor sofocante.
– Su boca es tan fresca y jugosa; sus labios tan sonrosados y orondos. Es de ese tipo de bocas que inspiran fantasías sensuales y que distraen de cualquier otra cosa que uno estuviera pensando.
Sin aliento, con el corazón latiéndole con fuerza, ella le escuchaba como si estuviera en trance, mientras los dedos de él continuaban explorando su cara.
– Su nariz tiene una forma recta y sus mandíbulas son recias. Pero ella me atrae como ninguna belleza clásica lo hizo jamás. Su sonrisa es encantadora y le ilumina todo el rostro. Tiene un diminuto hoyuelo, justo aquí -Philip deslizó la punta de un dedo hacia el límite de su boca- que aparece cuando se ríe. Su cutis es como terciopelo de color rosa tiznado de un tenue brillo rosado que refulge y empalidece de las maneras más fascinantes dependiendo de su estado de ánimo. Y sus ojos… sus ojos son extraordinarios. Del vivido color de las aguas del Egeo, igual de profundos, igual de insondables. Son expresivos, aunque esconden muchos secretos, que no hacen sino intrigarme cada día más. Sus facciones son, de hecho, idénticas a las tuyas.
Él se acercó más y la envolvió entre sus brazos. Rodearle la cintura con los brazos parecía la cosa más natural del mundo. La atrajo hacia sí hasta que sus cuerpos se tocaron desde el pecho hasta las rodillas. La apretó contra su cuerpo inundándola con un calor que a ella le subía por los muslos. Sus pezones se endurecieron y se dio cuenta de que sus mejillas se sonrojaban; sabía que sus ojos y la expresión de su cara dejaban ver todo lo que sentía. Inmóvil, no podía apartar la mirada de él, en cuyos ojos se reflejaba, aumentado por el cristal de sus gafas, todo el anhelo y deseo que le embargaba. Un músculo que palpitaba en su mejilla denunciaba la manera en que él estaba luchando para no perder el control. Una lucha idéntica a la que estaba enfrentada ella, una batalla que, mucho se temía, estaba a punto de perder.
Él agachó la cabeza y besó el costado de su cuello. Ella cerró los ojos, dejó escapar un lento y profundo suspiro, y luego ladeó la cabeza para ofrecerle un mejor acceso.
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