– Su olor -susurró él con su aliento acariciando el cuello de ella-, me vuelve loco. Huele como un pastel recién sacado del horno… Caliente y delicioso, tentador y seductor. ¿Cómo puede oler tan bien esa mujer? Cada vez que estoy a su lado tengo ganas de tomar una pizca. -Sus dientes rozaron suavemente la piel de ella, provocándole un escalofrío de placer-. En definitiva, su olor es idéntico al tuyo.
Y sus formas -continuó después de tomar aliento- dejan en nada a las llamadas bellezas clásicas. -Sus manos se deslizaron lentamente por la espalda de ella, recorriéndola desde los hombros hasta las nalgas, y presionándola contra él mientras continuaba besándola en el cuello y sus palabras rozaban su piel-: Encaja conmigo como si su preciosa forma hubiera sido hecha solo para mí. He bailado con dos docenas de mujeres esta noche, pero yo sentía que ella era la única que encajaba perfectamente entre mis brazos. La sentía, en suma, igual que te siento ahora a ti.
Él alzó la cabeza y ella inmediatamente notó la ausencia de sus labios sobre la piel del cuello.
– Meredith, mírame.
Con esfuerzo, ella consiguió separar los párpados. Él la miraba como si quisiera devorarla. Como si ella fuera la más hermosa y deseable criatura que él hubiera visto jamás. Eso debería haberla alarmado, debería haberla hecho recobrar el sentido común. Sin embargo, la dejó embelesada. La excitó. Y la colocó en una suerte de abandono que siempre, que ella recordara, había procurado evitar.
Mientras seguía rodeándola con un brazo, metió los dedos de la otra mano entre su cabello:
– Esos diamantes preciosos de la alta sociedad que has puesto a mi disposición esta noche son pálidos trozos de metal comparados contigo. Nunca, en toda mi vida, me he sentido tan dolorosamente atraído por una mujer como lo estoy ahora por ti. No puedo dejar de pensar en ti. Y sabe Dios que lo he intentado. Después de que nos besáramos ayer, después de degustar tu sabor, pensé que podría ser suficiente, que luego podría olvidarte. Pero no puedo. Ese beso me ha hecho desearte aún más.
Philip bajó la cabeza hasta que sus labios tocaron los de ella.
– ¿Soy solo yo el que se siente así, Meredith? ¿O nuestro beso también te hizo a ti querer más?
Su cálido aliento con olor a brandy la embriagaba como si realmente hubiera tomado demasiado licor. Su corazón y su mente se enfrentaron en una breve lucha, pero ella ya no se podía defender. Poniéndose de puntillas, pronunció una única palabra contra los labios de él:
– Más.
Todo el deseo y la ansiedad reprimida contra la que Philip había estado luchando explotó como un volcán. Atrapó sus labios en un salvaje y desesperado beso, desbordante de puro fuego. Su lengua acarició el sedoso cielo de su boca, mientras sus brazos se apretaban alrededor de ella. Su voz interior trataba sin éxito de hacerle entrar en razón, advirtiéndole de que estaba demostrando una enorme falta de delicadeza. Pero cualquier posibilidad que hubiera tenido su razón de reconvencerlo se desvaneció por completo ante la acalorada respuesta de ella.
Perdido en una niebla caliente, las manos de Philip descendieron por su espalda hasta agarrar sus redondas nalgas, y después volvieron a ascender veloces hasta enredarse en la fragante seda de su cabello. Entonces una de las manos se movió un poco más abajo, recorriendo las delicadas vértebras de su cuello, absorbiendo el frenético latido de las venas en la base de la garganta. Luego siguió descendiendo hasta atrapar con ella uno de sus pechos. Aquella caricia desató en ella un minúsculo gemido de femenina excitación que tensó todos los músculos de su cuerpo. Manteniendo su pezón presionado contra la palma de la mano, trazó con los dedos un círculo alrededor de la excitada protuberancia que emergía de la muselina de su vestido.
Ella se frotó contra él, y la erección de Philip se sacudió en respuesta, haciendo que un gruñido animal se escapara de su garganta. Maldijo la ropa que le separaba de aquella suave piel. Estaba desesperado por tocarla. Desesperado por sentir sus manos sobre su cuerpo. Tan desesperado que la pequeña parte de su cerebro que todavía funcionaba reconoció que si no se detenía ahora, ya no sería capaz de hacerlo.
Separándose de su boca, descansó su frente contra la de ella. Abriendo y cerrando los ojos con fuerza, y respirando profundamente, intentó calmar su desbocado corazón, pero era algo casi imposible de conseguir mientras el suave cuerpo de ella todavía estuviera apretado contra él. Mientras su pecho estuviera aún aplastado contra la palma de su mano. Mientras ella estuviera todavía colgada a él de una manera que indicaba que sus rodillas apenas la mantenían en pie -no mucho más que las de él.
Tras varios segundos, Philip abrió los ojos y no vio nada más que niebla. Malditas gafas. Un invento fabuloso para la mayoría de las ocasiones, pero besar no era una de ellas. Aunque no quería apartar la mano de su pecho, la deslizó hacia arriba para quitarse las empañadas gafas, pero notó que la pequeña y dulce mano de ella estaba a un palmo de su cara.
– ¿Puedo? -preguntó ella en voz baja.
No estaba seguro de para qué le estaba pidiendo permiso, pero no estaba en condiciones de negarle nada.
– Por supuesto.
Ella le quitó suavemente las gafas y luego las dejó con cuidado sobre la repisa de la chimenea. El parpadeó, sintiéndose como un buho. Demonios, seguramente eso era lo que parecía. Como no cabía ni una hoja de papel entre ellos, podía verle la cara perfectamente. Sabía que si ella daba un paso atrás su imagen se difuminaría entre la niebla.
Tras estudiar su cara con interminable curiosidad, con los restos de la excitación todavía reflejándose en sus facciones, ella dijo con voz suave:
– Me preguntaba cómo serías sin las gafas.
Ella movió la cabeza de un lado a otro, como sí estuviera observando una pieza de museo.
Cuando el silencio creció entre los dos, él preguntó:
– ¿Y bien?
– ¿De nuevo estás esperando cumplidos? -dijo ella moviendo apenas los labios.
– Supongo que no debería esperar ninguno. Es simple curiosidad.
– Pareces mucho menos empollón. De hecho casi un niño. -Ella se irguió y alcanzó un mechón de pelo que le caía sobre la frente con un gesto íntimo que le hizo estremecerse-. O quizá sea solo porque estás despeinado.
– Y tú también. De un modo encantador.
Meredith miró dentro de sus ojos castaños, en el fondo de los cuales todavía latía la pasión, y sintió en su cuerpo la respuesta a aquella pasión. Su sentido común la hizo volver a la vida, recordándole todas las razones por las que no debería haber hecho lo que acababa de hacer. Dejando escapar un profundo suspiro, dio un paso atrás, fuera del alcance de sus brazos.
– Lord Greybourne…
– Philip. Estoy seguro de que después de lo que acabamos de compartir me puedes llamar por mi nombre de pila.
Ella sintió un calor que le recorría la garganta. El parecía tan tentador, con el pelo revuelto, con el pañuelo torcido y con esos ojos oscuros llenos de inconfundible deseo.
Dos pasos más. Solo tenía que dar dos pasos adelante para volver a estar rodeada por sus fuertes brazos, para sentir el calor de aquel fornido cuerpo contra el suyo, para volver a sentir la mágica experiencia de sus besos. Y el deseo de dar esos dos pasos era tan desesperado que le daba miedo. Aquel interludio era algo que no debería haberse permitido. Pero dado que eso ya no se podía cambiar, había llegado sin duda el momento de darlo por concluido. Alzando la barbilla, intentó adoptar un aire serio y enérgico.
– Philip, en cuanto a lo que ha pasado aquí esta noche, ha sido… -«Increíble, intenso, emocionante, aterrador», pensó.
E imposible.
– Ha sido el resultado de una alienación pasajera por mi parte -dijo ella con voz temblorosa.
– Permíteme que no esté de acuerdo. Ha sido el resultado de la irresistible atracción que hay entre nosotros.
Él se acercó para tocarla, pero ella se movió a un lado para evitarlo, colocándose detrás del sofá. Era muy difícil explicarlo. Si él volvía a tocarla, sabía que en un instante iba a perder el valor para defenderse. Él no se movió de nuevo para acercarse; en lugar de eso, recogió las gafas de la chimenea y se las colocó.
Agarrándose las manos, ella estiró la espalda y le miró directamente a los ojos.
– Obviamente, no puedo negar que me pareces atractivo.
– Igual que tampoco yo puedo negar que me pareces atractiva. -Se movió lentamente-. Dolorosamente atractiva.
Un destello de calor crepitó en su nuca al recordar la deliciosa sensación de su erección presionando contra ella.
– Como bien dijiste la última noche en Vauxhall, y yo estoy de acuerdo, permitir que esto pasara otra vez más podía ser un error de proporciones descomunales.
– Cuando dije eso, solo estaba intentando poner en palabras lo que creía que podía ser tu punto de vista de la situación. Pero no era el mío, ni estaba de acuerdo con lo que decía.
– Cuestiones semánticas. El hecho es que no podemos volver a dejarnos arrastrar por esta atracción de nuevo.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Tú mismo puedes ver que es imposible. Hay docenas de razones.
– Entonces, por favor, comparte conmigo esa docena de razones, porque yo no puedo pensar ni en una sola. -Apoyó los hombros contra la repisa de la chimenea, se rodeó el pecho con los brazos y cruzó los tobillos-. Soy todo oídos.
– Otra vez te estás burlando de mí.
– No. Muy al contrario, lo digo seriamente. Acabamos de admitir que los dos nos sentimos atraídos el uno por el otro. Desde nuestro beso de la última noche, no he dejado de pensar que no deberíamos tratar de ignorar lo que está pasando entre nosotros, pero parece ser que estoy equivocado. Yo desearía ver adonde nos lleva esta atracción. Y por lo que se ve tú tienes unas objeciones al respecto que yo no comparto.
– ¡De eso se trata precisamente! Esta atracción no puede llevar a ninguna parte.
– Una vez más debo preguntar: ¿por qué?
– ¿Acaso estás siendo deliberadamente obtuso? ¿Adonde imaginas concretamente que nos puede llevar? Tú estás atado por tu promesa de casarte. Se supone que yo debo encontrarte una esposa adecuada. Podemos esperar que en cuestión de pocos día tengas ya una esposa. Por favor, seamos honestos el uno con el otro. Las únicas dos consecuencia de esta atracción son completamente imposibles: ni puedo casarme contigo ni quiero convertirme en tu amante.
Un silencio duro y cortante se hizo entre ellos dos, roto solo por el sonido del reloj de pared. Pasó casi un minuto antes de que él hablara.
– Solo por curiosidad, suponiendo que sea capaz de romper el maleficio y casarme, ¿casarse conmigo sería algo tan terrible?
Aquel suave tono de voz, que pretendía ocultar el dolor y la confusión de sus palabras, le tocó el corazón de una manera completamente inaceptable para ella. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que tragar saliva dos veces antes de volver a recuperar la voz:
– Cualquier mujer a la que elijas será muy afortunada. No tengo ninguna duda de que serás un maravilloso marido y… padre. Y, por supuesto, esa mujer tiene que ser de una cuna impecable y de un estrato social similar al tuyo. Obviamente, yo no soy esa mujer. Pero incluso si lo fuera, como ya te había dicho antes, no tengo ningún deseo de casarme.
– Esa es una afirmación que me parece curiosa. ¿Por qué abrigas esa aversión por una cosa que la mayoría de la mujeres desean?
«SÍ tú supieras…», pensó ella.
– Estoy muy satisfecha con mi vida tal y como es. Me gusta mi trabajo y el grado de independencia que me procura. Además, Albert, Charlotte y Hope dependen de mí, y el sentimiento es mutuo. Nunca haría nada que pudiera destruir esa familia unida que he creado. Y en cuanto a la otra opción…
– ¿Convertirte en mi amante?
– Sí. No tengo ganas de ensuciar mi reputación, ya que eso no solo me dañaría a mí, sino también a mi familia. He luchado demasiado tiempo y demasiado duro por mi reputación para arriesgarla por esto.
Él la miraba de forma interrogativa, e inmediatamente ella se dio cuenta de que había hablado demasiado. Para adelantarse a cualquier pregunta añadió:
– He aprendido que no tiene sentido mirar atrás para regodearse en lamentaciones. Solo podemos seguir adelante y esperar aprender de nuestros errores.
– Una filosofía de vida admirable, pero en ella me parece oír la voz de la experiencia, Meredith. ¿Qué tipo de errores has cometido?
– Todos cometemos errores -dijo ella, intentando que su tono de voz siguiera siendo sereno-. El más reciente lo cometí hace apenas unos momentos en esta misma habitación.
Él se quedó mirándola fijamente con una expresión inescrutable durante varios segundos y luego dejó escapar un largo suspiro.
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