– No he venido hasta aquí para quedarme sentado.

– Lo sé, pero me temo que para esta tarea se necesita andar tirado en el suelo a cuatro patas.

Su padre alzó una de las cejas.

– No soy la vieja reliquia que tú imaginas. Mis manos y mis rodillas están en perfectas condiciones.

A pesar de la seriedad de la circunstancia, Philip esbozó una sonrisa.

– Como experto en reliquias viejas, puedo confirmar que tú no eres una de ellas. Solo estaba pensando en tu inmaculado atuendo. Si te arrodillas en este suelo, ni una ley del Parlamento será capaz de volver a limpiar los pantalones que llevas.

– Bah. -Su padre se agachó lentamente hasta ponerse de rodillas, moviéndose con cautela y con tal expresión en la cara que Philip tuvo que apretar los dientes para no dejar escapar una carcajada.

– Ya lo ves -dijo su padre con voz de satisfacción en cuanto lo hubo conseguido.

– Excelente. Pero muévete con cuidado no vayas a romper alguno de los trozos.

Mientras estaban trabajando, colocando juntos con cuidado fragmentos rotos de diferentes colores en la tela de algodón, Philip fue contestando a su padre miríadas de preguntas que tenían que ver con las alfombras, los muebles, las telas y las demás mercancías que había traído del extranjero para poner en marcha su nuevo negocio juntos. Había pasado más de una hora de sorprendentemente amable conversación cuando su padre dijo:

– Mira lo que he encontrado debajo de la caja. Parece demasiado nuevo para ser una de tus piezas. De hecho se parece mucho al que llevo yo.

Philip se dio la vuelta. Entre los dedos de su padre había un cuchillo, con su brillante y letal hoja reflejando el sol matinal que se colaba a través de las ventanas. Philip se acercó y su padre le pasó con cuidado el arma.

– Parece el cuchillo de la persona que asaltó el almacén. Edward dijo que el criminal lo perdió durante la lucha.

Philip examinó la pieza, pero no pudo distinguir ninguna marca especial. No era más que un típico cuchillo de bota. La mayoría de la gente a la que conocía, incluido él mismo, llevaba uno como ese: Andrew, Edward, Bakari, y también su propio padre, como acababa de saber.

Colocando el cuchillo en su propia bota, Philip dijo:

– Tendré que llevarlo al juzgado.

Siguieron con la difícil tarea de recoger los restos de la cerámica rota. Estaban a punto de acabar cuando un sonido en la puerta del almacén les advirtió de que alguien había entrado.

– Lord Greybourne, ¿está usted ahí?

Su cuerpo se puso tenso enseguida al escuchar la femenina y ronca voz de Meredith, y él se tragó el sonido desabrido que ascendía por su garganta. ¿Cómo podía defenderse, qué oración podía salvarle contra una mujer que solo con el sonido de su voz tenía tal efecto sobre él?

– Aquí estoy -dijo sorprendido por el extraño tono de su propia voz. Volviéndose hacia su padre, le anunció-: Miss Chilton-Grizedale. -El sonido de unos pasos que se arrastraban llegó hasta sus oídos-. Acompañada por su mayordomo, Albert Goddard. -«Quien está enamorado de ella», pensó.

Philip y su padre se pusieron en píe, y él apretó los labios forzándose para no fijarse en las rodillas sucias de los blancos pantalones de etiqueta de su padre. Nunca lo había visto tan descuidado. Pero a pesar de su atuendo desaliñado, en su rostro se dibujaba una sonrisa de satisfacción por el trabajo realizado. Al cabo de unos segundos aparecieron Meredith y Goddard doblando una esquina de cajas. Su mirada se posó en Meredith, y por un instante le pareció que ella le devolvía una mirada de intimidad. Al momento, como si acabara de caer un telón ante sus ojos, ella se quedó mirando alrededor con fría indiferencia.

Los ojos de Philip se detuvieron en Goddard, que estaba de pie junto a Meredith, como si fuera un caballero andante vigilando a su dama y mirando fijamente a Philip. Si Philip no hubiera estado agradecido de que el joven protegiera a Meredith, se habría sentido incómodo por aquellos cuchillos visuales que apuntaban directamente en su dirección. Philip presentó a Goddard a su padre, y su padre hizo a continuación una reverencia en dirección a Meredith.

– Debe de estar usted contenta, miss Chilton-Grizedale -dijo su padre-. La fiesta de ayer por la noche dio los resultados esperados.

– No estoy muy segura de entender a qué se refiere, señor.

– El objetivo era encontrarle una esposa adecuada a mi hijo. Me ha dicho esta mañana que se sintió atraído por una de las jóvenes de la fiesta. Tengo todas mis esperanzas puestas en que se pueda celebrar la boda el día 22, como teníamos previsto.

Dos banderas rojas aparecieron en las mejillas de Meredith. Sus ojos se dirigieron hacia Philip. Minadas de expresiones centelleaban en sus ojos, tan rápidamente que ella no fue capaz de interpretarlas. ¿Confusión? ¿Preocupación? ¿Consternación?

– Me alegra oírlo, señor -dijo ella con una voz débil. Se fijó en los fragmentos de objetos que yacían sobre la tela de algodón-. O cielos. -Una vez más miró a Philip, ahora con los ojos llenos de desesperación-. ¿Los rompieron anoche?

– Me temo que sí.

– Lo siento mucho. Me duele ver esto. Puedo llegar a imaginarme lo mucho que le habrá afectado a usted. Debe de estar muy triste por esta pérdida.

Su simpática conmiseración le rodeó como una cálida ola, una refrescante lluvia que le llenaba de deseo de tomarla entre sus brazos, aunque no se habría atrevido a dejarse llevar por ese impulso, puesto que en caso de intentarlo habría sido frenado por los puños de Goddard, quien habría estado encantado de recordarle que no debería haberlo hecho.

– ¿Cómo podemos ayudar? -preguntó ella. Él les explicó el procedimiento a seguir.

– Creo que ya hemos recogido casi todos los trozos. Una vez que hayamos acabado, empezaremos a abrir las cajas para ver si falta algo. -Suponiendo que para Goddard sería bastante incómodo arrodillarse por el suelo con su pierna herida, pero imaginando también que el joven se dejaría matar antes de admitirlo, Philip le dijo:

– Todavía no he tenido la oportunidad de investigar el resto del almacén para ver si encontramos algo raro, ¿le importaría acompañarme?

Un músculo se tensó en la mandíbula de Goddard y a Philip no le fue difícil leer sus pensamientos. Estaba maldiciendo sus limitaciones físicas, sabiendo que esa era la razón por la que Philip le había propuesto dicha tarea, y sentía resentimiento. Finalmente, asintió con la cabeza.

Philip le fue conduciendo lentamente por el laberinto de cajas, alejándose deliberadamente del área en la que trabajaban Meredith y su padre. Cuando estuvo seguro de que se encontraban lo suficientemente lejos como para no ser oídos, se volvió hacia Goddard y le dijo.

– Creo que tiene usted algo que decirme. -Se trataba de una afirmación más que de una pregunta.

Un pálido sonrojo iluminó la cara del joven. Apoyándose en una mano para equilibrar su cuerpo, se puso completamente tenso y dijo mirando fijamente a Philip:

– No me gusta la manera como la mira.

Philip no aparentó no haber entendido. Demonios, él sabía exactamente cómo la miraba. Y con toda justicia no podía culpar a Goddard. Philip se habría sentido exactamente igual sí otro hombre hubiera mirado a Meredith con la expresión de deseo que sabía que él no podía ocultar. Y a la vez no podía evitar sentir cada vez más simpatía por el muchacho. No tenía ganas de dar patadas a los sentimientos de Goddard. Aunque él no había sufrido una afección física tan seria como la de Goddard, había sido físicamente insignificante, tímido y fofo hasta que llegó a la mayoría de edad. Se acordaba perfectamente de aquella época dolorosa.

Pero sabía que aunque lo que Meredith sentía por Goddard era bastante profundo, no estaba enamorada de él. No era el tipo de mujer que podría haberle besado como lo hizo si su corazón hubiera pertenecido a otro. ¿Cuál era realmente la naturaleza de su relación? Manteniendo su mirada fija en Goddard, Philip dijo en voz baja:

– Y yo también podría decirle que usted la mira como sí la quisiera.

– Por supuesto que la quiero, y eso me da ciertos derechos. Como protegerla de los tipos que la miran como si fuera un delicioso bocado que degustar, pero que dejarán luego a un lado cuando haya perdido el sabor.

– No es esa mi intención.

– Y entonces, ¿cuál es su intención? -Goddard sacó la mandíbula inferior de manera beligerante-. ¿Cuáles son exactamente sus intenciones?

– Eso es algo personal, entre Meredith y yo. Pero ya que sé lo que siente por ella, le quiero asegurar que yo… cuidaré de ella. Y no haré nada que pueda herirla.

– Ya lo ha hecho. Usted y su maldito maleficio. Su reputación lo es todo para ella. Y usted ya ha arruinado sus negocios. Y la manera como la mira deja claro que también quiere arruinarla a ella. -Los labios de Goddard se doblaron adquiriendo una expresión de desprecio-. Ustedes, los caballeros grandes y poderosos, creen que cualquier presa que capte su atención puede ser suya. Pero miss Merrie es demasiado inteligente para caer en una trampa de ese tipo. Se ha pasado toda la vida huyendo de eso.

– ¿Qué es lo que quiere decir? ¿Que ha estado toda la vida huyendo de qué?

Algo brilló en los ojos de Goddard, algo que indicaba que había hablado demasiado, y apretó los labios. Cuando a Philip le pareció claro que Goddard no iba a colaborar, preguntó:

– ¿Y cómo sabe que sus buenos sentimientos hacia ella no pueden llevarle a hacer algo que pueda comprometerla?

Un nervio palpitó en la mandíbula de Goddard. Su mirada se paseó por Philip, como si estuviera tratando de decidir qué contestar. Al fin, dijo:

– Yo la quiero, pero no de la manera que usted insinúa. No es lo bastante mayor como para ser mi madre, pero eso es lo que ha sido para mí y por eso la quiero. Ella ha cuidado de mí durante estos últimos años y ahora me toca a mí cuidar de ella. Y haré cualquier cosa por ella. -Los ojos de Goddard se convirtieron en dos finas líneas-. Cualquier cosa.

No había duda de lo que el muchacho quería dar a entender, «Cortarle la cabeza a lord Greybourne», y Goddard estaba afilando su espada. Únicamente podía esperar que a ella no se le ocurriera pedírselo. No podía negar que se sentía aliviado al saber que Goddard no estaba enamorado de Meredith, pero aquellas palabras solo le planteaban nuevas preguntas.

– ¿Qué quiere decir con que ella es como una madre para usted?

Una vez más, el muchacho se quedó dudando, como si estuviera pensando si debía contestar o no. Al fin, dijo:

– No tengo padre ni madre que yo recuerde. La única persona a la que tuve era Taggert, el deshollinador de chimeneas. Yo era uno de los muchachos que trabajaban para él. -Los ojos y la voz de Goddard se hundieron en el suelo-. Tenía a otros muchachos como yo. Nos mantenía a todos juntos en una pequeña habitación. Un día, mientras estaba limpiando por fuera una chimenea, me caí. -Sus ojos se clavaron en su pierna-. Me veo cayendo, pero debí de golpearme la cabeza, porque no recuerdo nada más, excepto que cuando desperté me encontré mirando unos angelicales ojos azules. Pensé que había muerto y estaba ya en el cielo. Enseguida descubrí que aquel ángel era miss Merrie, hasta entonces una extraña para mí. Me había recogido de una cuneta en la que me había tirado Taggert. A él ya no le podía servir para nada más.

– Dios santo -murmuró Philip, con una sensación de náusea ascendiendo por su garganta ante tan inexplicable crueldad-. ¿Qué edad tenías?

– No estoy seguro -dijo encogiéndose de hombros-. Puede que ocho años. Al menos eso es lo que se imaginó miss Merrie. Como no sabía cuándo había nacido, miss Merrie puso el día que me encontró como el de mí cumpleaños. Desde entonces, cada año me ha ofrecido una fiesta, con pasteles y regalos.

– ¿Qué fue de aquel Taggert? Una combinación de miedo y odio apareció en los ojos de Albert.

– No lo sé. Pero solo espero que aquel mal nacido haya muerto.

– De modo que Meredith se lo llevó a su casa para que viviera con su familia.

– Me llevó a vivir con ella. Era como una madre para mí. Me alimentó, me vistió y me enseñó a leer y a escribir. Estuvimos solos miss Merrie y yo hasta hace cinco años, cuando llegaron Charlotte y Hope.

– ¿Ella vivía sola cuando te encontró? Pero no podía tener más de quince o dieciséis años. ¿Cómo…?

– Olvídelo. Eso ya no importa. -La voz de Goddard parecía un ronco graznido, y tenía las manos apretadas a los costados-. Lo importante es que sepa usted qué tipo de dama es. Cariñosa y respetable. Y que ella me dio la vida. Y por el amor de Dios que no dejaré que usted o ningún otro le haga daño de alguna manera.

Una grieta de vergüenza se abrió en la espalda de Philip. Los momentos que había vivido en su vida regalada como realmente duros se desvanecían como algo insignificante comparado con los horrores que había sufrido ese joven.