– Mi padre me ha dicho esta mañana que creyó verte por la calle, pero yo le aseguré que no podías ser tú. No sabes lo que me alegro de que no haya dos como tú dando vueltas por Londres. -Arqueó una de las cejas-. No sé por qué Bakari no me comentó que habías salido.
– Salí sin que me vieran los criados de las escaleras, para no molestar a quienes estaban en la fiesta.
– Nos habría alegrado que te unieras a nosotros.
– Es muy amable por tu parte, te lo aseguro; pero tenía miedo de que si me unía a la velada, todas las mujeres que estaban allí para observarte a ti podrían haber quedado prendadas de mi fascinante encanto americano. -Tosió modestamente contra una mano-. No quería deslucir tu presencia.
– Créeme que habrías sido bienvenido por la mayoría de ellas, excepto por una.
– Hum, si. Miss Chilton-Grizedale. Puede que hayas dejado prendada a más de una jovencita antes, pero estoy seguro de que ahora te das cuenta de que hay una gran diferencia.
– Sí, esta vez me importa -dijo Philip asintiendo lentamente.
– Pero cortejarla puede representar un desafío, especialmente cuando todas sus energías están centradas en encontrarte una esposa.
Una lenta sonrisa hizo que los labios de Philip se doblaran hacia arriba mientras alzaba su copa de vino.
– Sí, pero no tendrá que preocuparse más por eso, dado que ya he elegido a una. Además, ya sabes cuánto me gustan los desafíos. -Echó un vistazo al reloj de la pared-. Y hablando de desafíos, ¿estás con ánimos para una búsqueda en las cajas del almacén esta noche?
– Por supuesto.
– Excelente. Y como el East End nos viene de camino, podremos parar en algún bar para tomar una copa.
– Eso suena muy bien. ¿Acaso andas buscando algo… aparte de problemas?
– Información.
– ¿Sobre…?
– Un deshollinador llamado Taggert.
A la mañana siguiente, con los ojos arenosos por la falta de sueño, Meredith entró en una calesa, mirando hacia delante, mientras Albert manejaba las riendas. Él iba sumido en sus pensamientos, cosa que ella le agradecía, mientras que su propia preocupación la hacía mantenerse en silencio.
Philip. Maldición, tenía que dejar de pensar en él. Pero ¿cómo? La noche pasada, él había ocupado todos los rincones de su cerebro -lo cual ya era bastante malo, pero la manera en que ocupaba sus pensamientos era de lo más perturbador.
Estuvo imaginando cómo le arrancaba la ropa, y luego pasaba sus manos por la cálida carne de él, explorando cada músculo y cada rincón de su cuerpo. A continuación, Philip le devolvía el favor, arrancándole el vestido, acariciándola por todas partes con la boca y las manos, y acababa haciéndole el amor con suave, lánguida y exquisita delicadeza.
Esas imágenes habían estado rondando por su imaginación toda la noche, y habían invadido sus sueños cuando ya había conseguido dormirse. Se había tumbado en la cama, sola, con el corazón saliéndosele del pecho, el cuerpo tenso de deseo y decepción, y la carne entre sus muslos húmeda y dolorida. En el pasado, en aquellas ocasiones en que tales sensaciones la habían asaltado -experimentar la pasión de un beso masculino, sentir unas manos sobre su piel, la sensación de un hombre dentro de su cuerpo- su amante imaginario había sido siempre alguien sin nombre, un producto de su imaginación. Y alguien completamente desestimable. Pero Philip no era un producto de su imaginación. Era un hombre de carne y hueso que la atraía a todos los niveles. Le gustaba. Le gustaba su sonrisa fácil y su comportamiento burlón. La inteligencia que evidenciaban sus cálidos ojos marrones. La pasión que sentía por las antigüedades. Admiraba la parte de él que había rescatado un cachorro abandonado y admiraba el cariño con el que había tratado a Hope, su aceptación y profunda comprensión del problema de Albert. No le había pasado desapercibido que Philip había asignado a Albert tareas que se acomodaran a su discapacidad. Porras, ya no encontraba sus salidas de tono y su falta de cortesía -que, gracias a Dios, empezaban a ser menos frecuentes- como algo fuera de lugar. En el poco tiempo desde que lo conocía, había sabido animar su sentido del humor, su curiosidad, su imaginación, y, qué Dios la ayudara, su cuerpo. Si ella hubiera estado buscando un hombre para sí misma, sin duda no tendría que seguir buscando mucho más…
La realidad cayó sobre ella como un jarro de agua fría. No estaba buscando un hombre. E incluso aunque así fuera, Philip, por muy interesado que estuviera por ella, era una opción imposible. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Gracias al cielo, después de su conversación la noche de la fiesta en su casa, él se dio cuenta claramente de que ella no era una mujer apropiada para él, como lo probaba el hecho de que hubiera organizado la cena de aquella noche. Había dejado de perseguirla, y había vuelto a la lista de jóvenes damas para encontrar a seis que pudieran interesarle. Excelente.
Una sensación incómoda como un calambre le recorrió el estómago. ¿Excelente? Eso no era más que una mentira como un templo. No estaba en absoluto contenta. Se sentía miserablemente celosa y hubiese querido abofetear a cualquier mujer que se atreviera a tocarlo. La idea de él haciendo el amor con una de aquellas perfectas, jóvenes, nubiles y rubias bellezas le daba ganas de ponerse a gritar.
Una ola de resentimiento la invadió ahogándola en su estela. Un resentimiento por no poder permitirse desear una relación con un hombre como Philip. Por no poder contarle la verdad y por la razón que le impedía hacerlo. Resentimiento porque las decisiones que había tomado hacía años, y que no dudó en tomar, todavía marcaban hoy su vida y lo harían hasta que exhalara el último aliento. Resentimiento por saber que nunca podría ser para él nada más que una amante. Aunque un arreglo de ese tipo la pudiera satisfacer físicamente, la destruiría emocionalmente, forzándola a abandonar la respetabilidad por la que tanto y tan duro había luchado, por no mencionar el dolor que le provocaría una relación como aquella cuando acabara, como inevitablemente sucedería. Ella sabía muy bien en qué acababan ese tipo de relaciones. Y el destino con el que se enfrentaba una amante descartada. Meredith no podía permitirse que eso le pasara a ella. No cuando había ido tan lejos para evitarlo. Nunca más.
Seguramente, después de la cena de esa noche Philip elegiría a la novia. En cuanto el problema del maleficio estuviera resuelto, que sin duda sería muy pronto -se negaba a pensar en otra posibilidad-, tendría lugar la boda. Solo era una cuestión de días, y ya no tendría que volver a ver jamás a Philip. Y eso era muy bueno. Su corazón intentó refutar aquella afirmación, pero su cabeza aplastó a su corazón como si fuera un insecto. Y en cuanto a la cena de esa noche, ella se concentraría simplemente en su función de casamentera, asegurándose de que la conversación no decayera, y de no ser así se mantendría en la sombra.
Tomando aire profundamente, estiró la espalda y se alegró de haber podido colocar las cosas en la perspectiva adecuada. Especialmente porque casi habían llegado ya al almacén.
– Te agradezco que me acompañes al almacén y que nos ayudes a buscar en las cajas, Albert.
– No podría hacer otra cosa, miss Merrie. Sobre todo desde que parece que hay algún peligro rondando, con lo del robo y todo eso. Lord Greybourne me dijo que tenía que estar atento y vigilante.
Al cabo de unos minutos llegaron al almacén. Meredith echó a andar por el vasto edificio, entre las motas de polvo que bailaban en el aire caliente, con toda la intención de concentrarse en la búsqueda e ignorar a Philip. Pero sus buenas intenciones se empezaron a tambalear en el preciso instante en que dobló la esquina y se encontró frente a él.
Parecía que llevaba tiempo trabajando, porque una capa de polvo cubría su despeinado pelo castaño y sus gafas estaban a medio camino de la punta de su nariz. Se había quitado la chaqueta y el pañuelo, y se había remangado la camisa hasta los codos. Tenía un aspecto maravilloso. Por Dios, aquel iba a ser otro día terriblemente largo.
En el transcurso de la mañana, Meredith estuvo inmersa en catalogar objetos, con la tensión que sentía al tener que estar tan cerca de Philip moderada por la belleza y el esplendor de las piezas antiguas que iban pasando entre sus manos.
Cuando llevaban aproximadamente una hora trabajando, llegó un caballero al que le presentaron a ella y a Albert como el señor Binsmore. Meredith reconoció su nombre como el del caballero cuya mujer había muerto, supuestamente por culpa del maleficio. Parecía cansado y demacrado, con sus oscuros ojos azules inundados de pena y una palpable tristeza ensombreciendo su carácter amable. Se notaba que estaba profundamente afectado por la muerte de su esposa.
Tras las presentaciones, el señor Binsmore miró a su alrededor y arqueó las cejas.
– Creí que Andrew estaría aquí.
– Está llevando a cabo una investigación para descubrir quién es el responsable del robo -dijo Philip.
– Oh, ¿y ha hecho algún progreso?
– Acaba de empezar esta mañana. Si se descubre algo te lo comunicaré inmediatamente.
– Bien. Hablando de descubrir cosas… He acabado de catalogar las cajas que quedaban en el museo antes de venir. -El señor Binsmore meneó la cabeza-. Allí no había ni rastro del pedazo de piedra que estamos buscando.
– Todavía nos queda la esperanza de que esté entre las cajas que tenemos aquí -dijo Philip apretando la mandíbula-. Y si no, todavía nos faltan las piezas del Sea Raven, que llegará pronto a puerto.
Philip se colocó una mano bajo la cara. Parecía tan preocupado que Meredith tuvo que luchar contra sí misma para no acercarse a él y acariciarle la arruga del entrecejo, o arrobarlo en un abrazo de conmiseración.
Meredith y Albert estuvieron trabajando en una caja, mientras Philip y el señor Binsmore se dedicaban a otra. Meredith era capaz de identificar con facilidad muchas de las piezas, ya que buena parte de ellas eran reconocibles jarras, cuencos y lámparas. A pesar de que eso ralentizaba el trabajo, no podía evitar observar cada una de las piezas durante unos segundos, y luego cerrar los ojos tratando de imaginar a quién habría pertenecido y cómo habría sido la vida de aquella persona de una civilización antigua, en una tierra lejana.
Sus sentidos se quedaron helados cuando de repente notó una presencia detrás de ella.
– Yo hago lo mismo -dijo Philip en voz baja, andando alrededor de ella hasta colocarse delante. Le ofreció una media sonrisa que a ella le pareció entrañable.Toco esos objetos y mi mente se evade mientras trato de imaginar a quién habrían podido pertenecer y qué tipo de vida habría llevado aquella gente.
Con el corazón latiéndole con fuerza, ella le devolvió la sonrisa.
– Yo acabo de decidir que la cuchara y el cucharón pertenecieron a una princesa egipcia que se pasó la vida vestida con elegantes trajes de seda, y a la que se le consentían todos los caprichos.
– Interesante… e intrigante. Una princesa vestida de seda a la que se le consienten todos los caprichos. Dime, ¿no reflejará eso alguno de tus deseos?
Ella se cerró en banda al oír solo mencionar la palabra «deseos», especialmente dado que el objeto de los mismos la estaba mirando con sus intensos y oscuros ojos castaños.
– Creo que todas las mujeres han soñado alguna vez con eso en secreto. Y estoy seguro de que la mayoría de los hombres sueña también alguna vez con que se les concedan todos los deseos.
– Y más aún si se los concede una princesa vestida de seda -dijo él guiñándole un ojo.
Ella dejó escapar una auténtica carcajada. Luego, al darse cuenta de que el señor Binsmore les estaba mirando con expresión curiosa, se tranquilizó y señaló hacia una pieza que estaba en una esquina de la manta.
– La he dejado aparte porque no estaba segura de lo que era -dijo ella.
Agachándose, él recogió un instrumento de metal con una forma parecida a un signo de interrogación.
– Es un strigilis. Lo utilizaban los antiguos griegos y romanos para quitarse la humedad de la piel después del baño.
Sus ojos se encontraron, y algo pareció suceder entre ellos. Un mensaje privado, silencioso y secreto que les hizo sentirse como si fueran las dos únicas personas que había en aquella habitación. Ella recordó al momento su viva fantasía de la noche anterior, sobre quitarle la ropa polvorienta y darle un baño. Le subió por la nuca un calor que la hizo sentirse aún peor, porque se daba cuenta de que él reconocía el sonrojo en sus mejillas.
– Los romanos eran famosos por sus baños de aguas termales, y tomar baños frecuentes en las termas era parte de su cultura. De modo que el estrigil era un utensilio muy común en los baños. Cuando una persona acababa de tomar un baño, se pasaba el estrigil por la piel de esta manera. -Él la agarró amablemente el brazo y se lo extendió, y a continuación le colocó la parte curva interior del utensilio por encima del codo y luego lo deslizó lentamente hacia la muñeca-. Por supuesto -añadió en voz baja-, deberías estar desnuda, y recién salida del baño. -Sujetando todavía su brazo, continuó-: El estrigil también se utilizaba para quitarse el aceite del cuerpo. Un aceite con el que las mujeres se daban masajes; después, al cabo de una hora más o menos, se extraían el exceso de aceite con el estrigil, lo que les dejaba una piel suave y olorosa.
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