– No.
– A Dios gracias. Ahora mismo debe ir a cambiarse y ponerse una ropa más apropiada antes de que lleguen los invitados.
– Ya han llegado todos.
Su alivio se desvaneció como una vela consumida.
– Dios bendito. Si cualquiera de esas jovencitas llega a entrar en esta sala tan seductoramente decorada… -Ella parpadeó un par de veces incapaz de entender lo que estaba sucediendo-. ¿Dónde están? Yo las mantendré ocupadas mientras usted se viste y…
Él interrumpió sus palabras tocando con uno de sus dedos los labios de ella.
– Meredith, todos los invitados, la única invitada, está aquí, en esta habitación.
12
Pasaron varios segundos hasta que el significado de aquellas palabras se abriera paso entre los pensamientos que se agolpaban en la mente de Meredith y el pánico que la invadía. De repente le resultó evidente el sentido completo de sus palabras. Maldición, ¿a qué estaba jugando?
Alzando la barbilla, cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a golpear con un píe sobre la gruesa alfombra.
– ¿No va a venir nadie más?
– No.
– ¿Nadie más ha aceptado la invitación?
– No.
Su zapato dejó de golpear el suelo, su disgusto se calmó y cedió paso a la confusión y la simpatía.
– Pero ¿qué es lo que les pasa a esas mujeres? Las invitadas estuvieron muy contentas desde todos los puntos de vista la otra noche. ¿Tienes alguna idea de qué es lo que no ha salido como esperábamos?
– No sabría decirte.
Da repente un halo de sospecha apareció en sus ojos.
– ¿Les dijiste cuál iba a ser la, eh, manera en que se serviría esta cena?
– No, no lo hice.
Perpleja, Meredith apretó los labios.
– Entonces, no puedo imaginar por qué todas han declinado la invitación. Acaso una o dos de ellas, pero ¿las seis?
– La verdad es que hay una explicación muy lógica.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
– Que no han recibido las invitaciones.
– Me dijiste que tú mismo prepararías las invitaciones -dijo ella mirándole fijamente.
– Y eso hice.
– Entonces, ¿cómo sabes que no las han recibido?
– Porque no las llegué a mandar.
– ¡No las has mandado! Yo…
Él se acercó más a ella, haciendo que su cercanía silenciara la ofendida respuesta. Ella se apretó contra la puerta, pero no pudo huir. Él apoyó una mano en la jamba, al lado de su cabeza, y poco a poco se acercó más. Tan cerca estaba que ella podía ver las sutiles motas de color ámbar de sus ojos. Tan cerca que ella podía sentir el calor de su cuerpo rodeándola. Meredith respiró lenta y profundamente, pero eso no hizo más que llenarle la cabeza con su delicioso olor.
– ¿No quieres saber por qué no llegué a enviar las invitaciones, Meredith? -Su aliento cálido rozó la cara de ella, haciendo que todas sus terminaciones nerviosas despertaran. El deseo de tocarlo era tan intenso que se vio obligada a agarrarse con las manos a los faldones de su vestido para controlarse. Al ver que ella no respondía, él susurró-: No envié las invitaciones porque no quería que viniera nadie más. Solo quería que estuvieras tú conmigo. He hecho esto por ti. Solo para ti.
Ella tragó saliva y miró hacia arriba con desolación. Por Dios, ¿cómo había desaparecido su enfado en un segundo? ¿Por qué ya no estaba horrorizada? ¿Dónde estaba el sentimiento de ofensa por la temeridad de haberla engañado? Rebuscó en su mente, tratando de encontrar alguna pizca de resentimiento, una muestra de irritación, algún resto de enfado, pero no lo encontró. Nada de eso. En su lugar, una miríada de emociones se debatían en una combinación que no quería sentir: halago y excitación por el gran esfuerzo que habría supuesto para él preparar todo aquello. Total curiosidad e intriga pensando en cómo se podría desarrollar una velada en tan lujoso y exótico ambiente. Y lo peor de todo, alivio al saber que los afectos de él no estaban puestos en otra mujer. «He hecho esto por ti. Solo para ti.» Un estremecimiento la recorrió, un temblor que reconoció como frío y crudo miedo. Miedo, porque deseaba con todas sus fuerzas quedarse. Porque dudaba de que fuera capaz de resistirse. Y porque anhelaba con toda su alma no resistirse.
– Philip, no puedo quedarme.
– Por favor, no digas eso. Sé que ha sido muy presuntuoso por mi parte, pero quería compartir contigo todos los sabores de las culturas que he conocido. Pensé que te gustaría saborear la comida y el ambiente de tierras lejanas.
– Me gustaría, pero…
– Entonces quédate. Si no es por mí, hazlo como una muestra de cortesía con Bakari, que ha tenido que esforzarse mucho para preparar la habitación y la comida. Tienes que quedarte a cenar. -Se acercó aún más a ella, hasta que casi le rozó la oreja con los labios-. Por favor.
Esas sencillas palabras acariciando con un murmullo su oído deshicieron su ya inestable resolución. Una docena de señales de alarma se le encendieron en la mente, recordándole que cualquier relación que fuera más allá de la de una casamentera con su cliente era algo imposible con aquel hombre, advirtiéndole de que tenía que desanimar de la manera que fuera el obvio interés que él sentía por ella, avisándola de que las consecuencias de esa noche podrían ser desastrosas para las reputaciones de ambos, pero su corazón se negó a escucharía. Marcharse después del gran esfuerzo que había puesto él en la velada sería una descortesía inexcusable, le decía su corazón. Él se había mostrado amable no solo con ella, sino también con Albert. Ella no podía pagar esa amabilidad con descortesía. Además, seguramente en la casa habría un buen número de criados, además de Bakari, de manera que era como si no estuvieran realmente solos.
Y por último, a pesar de que encontraba a Philip innegablemente atractivo, era ridículo pensar que no podría ser capaz de controlarse -si la ocasión se presentaba. Su voz interior produjo un sonido que se parecía sospechosamente a un gesto de incredulidad, «¡Ja!», pero que ella consiguió, con gran esfuerzo, ignorar.
Él se apartó un poco y se quedó mirándola. Su oscura mirada se cruzó con la de ella, seria e irresistible. Pero en su corazón había un inconfundible destello de preocupación. Estaba claro que tenía miedo de que ella declinara la invitación. El hecho de que aquel fuerte, valiente y masculino hombre pudiera demostrar sus temores tocó alguna fibra profunda de la feminidad de ella.
Ofreciéndole una sonrisa que denotaba inseguridad, y de la manera más impersonal que pudo, le dijo:
– En vista del considerable esfuerzo que habéis hecho en mí honor, sería una grosería por mi parte no probar la comida.
Un innegable alivio relajó los hombros de Philip, quien sonrió. Tomándola de la mano la condujo hasta la mesa. El calor que expelía su mano se metió en ella, e involuntariamente Meredith apretó los dedos. Él los apretó a su vez y su sonrisa se ensanchó. Sus ojos estaban tan abiertos de excitación que ella no pudo evitar reírse.
– ¿Qué es lo que te hace gracia?
– Tú. Tu expresión me recuerda la época en que Albert, con once años, me sorprendió con un poema que él había escrito en mi honor. Aunque yo era la receptora del regalo, él estaba mucho más excitado que yo.
Sus palabras se apagaron poco a poco mientras se daba cuenta de lo que sin querer acababa de revelar: que conocía a Albert desde que era un niño. Excepto a Charlotte, ella no había contado jamás a nadie cómo había entrado Albert en su vida. No le importaba a nadie, y no tenía ganas de que le hicieran preguntas sobre ese tema, especialmente porque eso la llevaría a otros asuntos de los que se negaba a hablar. Tal vez Philip no se habría dado cuenta del desliz de su lengua. ¿Se vería desde fuera su desconcierto?
Ciertamente, así era, porque él la miró intrigado y luego dijo:
– No pasa nada, Meredith, ya sabía que Albert fue de niño deshollinador de chimeneas. Y que tú lo rescataste. Y que desde entonces ha vivido contigo.
Un frío le recorrió la espalda. Por Dios, ¿cómo habría descubierto esas cosas? Y si sabía aquello sobre la infancia de Albert, ¿era posible que también supiera algo sobre la suya? Inmediatamente en su mente se formó una imagen de Philip, con su naturaleza inquisitiva, investigando sobre su pasado como lo había hecho antes en sus expediciones de anticuario. Una parte de ella no daba crédito a esa idea, pero el miedo que le producía pensar que cualquiera pudiera investigar en su pasado era una preocupación que tenía desde siempre en algún rincón de su mente, como sí fuera un demonio esperando el momento de salir del infierno para vengarse.
Forzando en su tono de voz una calma que estaba lejos de sentir, dijo:
– ¿Cómo llegó a tus manos esa información?
– Me lo ha contado Albert -contestó él aparentemente sorprendido por la pregunta.
– ¿Él te lo ha contado? -dijo ella sacudiendo la cabeza, aliviada porque obviamente Philip no había estado investigando por ahí y no sabía nada de su pasado, pero completamente aturdida. Albert nunca hablaba de los horrores de su infancia-. ¿Cuándo? ¿Y cómo pudo llegar a decirte algo tan… personal?
– El otro día hablamos en el almacén. Y en cuanto a sus razones, le motivó lo mucho que se preocupa por ti. Intentaba hacerme comprender exactamente qué tipo de mujer eres: amable, generosa, entregada. No un tipo de mujer con la que se pueda jugar.
– Ya… ya veo. -«Querido Albert», pensó. Había compartido algo doloroso con un hombre que era un completo extraño para él, algo que lo podía haber convertido fácilmente en un objeto de ridículo o de pena. Y todo por protegerla a ella-. Espero que no lo hayas juzgado duramente. No ha tenido la culpa de su desafortunada infancia. -«Ninguno de nosotros la tuvimos», pensó.
– ¿Eso es lo que piensas de mí, Meredith? ¿Que soy el tipo de persona que podría mirar con desaprobación a un joven porque de niño lo trataron brutalmente?
El inconfundible dolor que se reflejaba en sus ojos y en su voz la hizo sentirse avergonzada. Philip había demostrado, cuando menos, ser un hombre decente y bueno. Un hombre íntegro.
– No. No pienso que lo hayas hecho. Pero estarás de acuerdo conmigo en que mucha gente no es tan generosa. Y yo tiendo a proteger mucho a Albert.
– Albert es un joven encantador, Meredith -dijo él apretando su mano-. Y admiro su lealtad y su valentía. Su fuerza interior. Y aunque aprecié la manera en que me intentaba dar a entender tus exquisitas cualidades, no había necesidad de que lo hiciera. Yo ya las conocía.
Sus suaves palabras y la intensa mirada que le dirigía hicieron que sus emociones se pusieran a hervir. Antes de que ella se pudiera recuperar, él sonrió y dijo:
– ¿Y qué hay de ese regalo que el Albert de once años te hizo, y que de alguna manera yo te he recordado?
Ella tragó saliva para recuperar la voz.
– Cuando me encontré con Albert, él no sabía leer ni escribir. Después de haberle enseñado, su primer esfuerzo consistió en escribir un poema en mi honor. Tenía el mismo tipo de expresión de ininterrumpida felicidad que has puesto tú cuando he dicho que me quedaba a cenar. Y me he sentido tan halagada como me sentí entonces.
– Estoy seguro de que todavía recuerdas las palabras de aquel poema.
– Oh, sí. Y todavía lo conservo, a buen recaudo junto con mis más preciadas posesiones. -En su mente pudo ver cada una de aquellas palabras, escritas con cuidadoso esmero-. ¿Te gustaría oírlo? -En el momento en que lo dijo se preguntó qué la había impulsado a hacerle aquella oferta sin precedentes. Nunca había compartido con nadie el poema de Albert. Ni siquiera con Charlotte.
– Sería un honor.
Ya era demasiado tarde para echarse atrás. Tomando aliento, dijo:
– Leí: «Sobre miss Merrie. Sus mejillas como fresas, sus ojos como moras. Resplandece su sonrisa como una lumbrera. Me dio un santuario. Ya no soy un solitario».
El silencio se cernió sobre ellos durante varios segundos -lo cual fue una bendición-, mientras en la garganta de Meredith se formaba un nudo. Aquellas sencillas palabras, escritas en su honor por un muchacho roto y herido, todavía la afectaban. Y la hacían sentirse humilde.
– Un hermoso testimonio -murmuró él-. Y muy inteligente para un chico de once años. Fue capaz de captar tu esencia más íntima, tu viveza, tu naturaleza, con solo unas pocas palabras. Entiendo que ese poema sea tan importante para ti. -Él se acercó y dulcemente le acarició una mejilla con la yema de los dedos-. Gracias por haberlo compartido conmigo.
Un calor ascendió por las mejillas de Meredith.
– No se merecen.
– Ven. Déjame que te muestre las delicias de la comida mediterránea y del Oriente próximo. Bakari es un excelente cocinero. -La condujo hasta la mesa baja que había delante del fuego, y luego se sentó sobre uno de los mullidos almohadones marrones, con sus largas piernas cruzadas. Mientras golpeaba el cojín que había al lado del suyo, invitándola a tomar asiento, Philip la miró con aire bromista-: Si te quedas de pie acabaré con tortícolis.
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