Meredith miró hacia el cojín y le asaltaron las dudas. Si solo estar de pie al lado de aquel hombre le resultaba problemático, reclinarse cerca de él entraba directamente en la categoría de «muy imprudente». Dirigió sus ojos hacia Philip, quien la miraba con expresión divertida.
– Tienes mi palabra de que no te voy a morder, Meredith.
Sintiéndose de repente ridícula por sus dudas, se arrellanó lentamente en el cojín de seda de color esmeralda.
– Puede parecer un poco extraño al principio -dijo él colocando unos cuantos cojines más detrás de ella-, pero después de que hayas cenado de esta forma, créeme, la formalidad del comedor habrá perdido todo su atractivo para ti.
Incorporándose sobre las rodillas con un movimiento ágil, él dirigió su atención hacia los objetos que había sobre la mesa, y ella tuvo la oportunidad de cambiar de posición, arreglándose la falda y colocando sus piernas en la misma posición en que las tenía él. Una vez que estuvo cómodamente sentada, tuvo que reconocer que aquello era mucho más cómodo que una dura silla de madera.
– ¿Te apetece beber algo? -preguntó él alcanzando una botella de cristal de largo cuello llena de un líquido de color claro.
– Gracias.
Con la mirada puesta en ella, rozó el borde de su copa con la copa de ella y el suave tintineo del cristal llenó la habitación.
– Por una velada memorable.
Temiendo no poder decir nada, ella asintió con la cabeza, y luego sorbió un trago de licor.
– Delicioso -dijo degustando la dulzura suavemente persistente que le dejaba un fresco sabor en la lengua-. Nunca había probado nada como esto. Parece vino… pero no. ¿Qué es?
– La verdad es que no estoy del todo seguro. Es una receta secreta de Bakari, que él no comparte con nadie. Una vez intenté espiarle mientras lo preparaba, pero me descubrió. Y me castigó por ello.
– ¿Te castigó? ¿Cómo? -preguntó ella alzando las cejas.
– Se negó a prepararla durante meses. Nunca más cometí el mismo error. No sé cómo la hace, simplemente la disfruto cuando la prepara.
Dejando a un lado la botella, Philip levantó la tapa de una sopera. Un delicioso y exótico aroma que no se parecía a nada que ella hubiera olido antes le llegó como un soplo de fragante vapor. Su estómago se retorció de hambre. Echándose hacia delante, le observó mientras servía una cremosa sopa en unos delicados cuencos de porcelana.
– ¿Qué es?
– Avgolémono. Es una sopa griega a base de huevo y limón.
Con la primera cucharada que se llevó a la boca sus ojos se entornaron disfrutando del extraño sabor que se deslizaba por su paladar.
– Increíble.
Cuando hubo terminado la sopa, y mientras esperaba con avidez el siguiente plato, Meredith sintió que la inquietud y el azoro habían desaparecido. Él le acercó un plato con un delicioso pescado asado, aliñado con unas cuantas especias aromáticas que ella no pudo reconocer, y acompañado de espárragos hervidos. Después de cada bocado, sus ojos se entornaban y un «hum» de satisfacción escapaba de su boca.
– Se ve que eres una mujer de grandes pasiones, Meredith.
Sus ojos se abrieron de par en par y se encontró con la mirada de él, quien la estaba observando por encima de los cristales de sus gafas con una expresión medio divertida y medio extasiada.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque solo alguien con una naturaleza apasionada puede disfrutar de la comida con ese abandono.
Se sintió incómoda. Por todos los cielos, en ese entorno tan poco familiar se había olvidado por completo de sus buenas maneras.
– No te sientas incómoda -dijo él; sus palabras y el hecho de que hubiera adivinado su reacción solo sirvieron para hacer que sus mejillas se sonrojaran aún más-. Tu entusiasmo es un gran cumplido no solo para Bakari, sino también para mí. Me halaga que te sientas lo bastante cómoda conmigo como para bajar la guardia.
¿Cómoda? Casi se echó a reír. No había nada cómodo en los calores y estremecimientos, o en la excitación y la aceleración del pulso que le provocaba aquel hombre. Pero, en el momento en que esa idea llegó a su mente, no pudo negar que de una manera completamente diferente, que no sabía definir, se sentía realmente cómoda a su lado. Disfrutaba de su compañía. Del sonido de su voz. De su risa y su inteligencia despierta. No podía evitar pensar que si las circunstancias hubieran sido otras, posiblemente habrían podido ser… amigos.
¿Amigos? ¿Amiga del heredero de un condado? Por Dios bendito, estaba para que la encerraran.
– Tienes una expresión de lo más concentrada-comentó él-. ¿Te importaría compartir tus pensamientos conmigo?
Pensó por un instante no hacerlo, pero enseguida decidió que tal vez debería, al menos para recordarle lo diferentes que eran.
– Estaba pensando en lo muy diferentes que somos.
– ¿Y bien? Eso es muy interesante, ya que yo estaba precisamente pensando en lo mucho que nos parecemos.
– No puedo imaginar cómo has llegado a la conclusión de que dos personas que proceden de estratos sociales tan diferentes pueden llegar a parecerse.
– Puede que nuestras procedencias no sean tan opuestas como imaginas. ¿Por qué no me hablas de la tuya?
El pánico se le instaló en el estómago y apartó la mirada de él. Nada en su tono de voz o en su expresión indicaba algo que no fuera amable interés… ¿o había algo más? «Tranquila. No es nada raro que quiera conocerte. No se trata más que de una simple conversación», pensó. Forzando una risa apagada, ella dijo:
– Tus antecedentes son espléndidos, en tanto que apreciado miembro de la alta sociedad. Heredero de un condado. Me temo que es bastante difícil superarlo.
– Es posible -dijo él encogiéndose de hombros-. Pero la riqueza y la posición social no garantizan la felicidad.
Algo en su voz indicaba que estaba hablando por experiencia, y aunque eso despertó toda su curiosidad, la cautela le decía que seguir con aquella conversación podría llevarle a preguntas a las que no sería capaz de responder con sinceridad. Y por primera vez en muchos años, le pareció que mentir no era lo más adecuado.
Bajando la mirada se dio cuenta de que una parte de los volantes de su falda descansaba sobre una de las rodillas de él, con la pálida muselina como si fuera una mancha de color sobre sus oscuros pantalones. La visión de su falda tocando esos fascinantes pantalones bombachos fue inexplicablemente íntima. Excitante. Y la sedujo de una manera que hizo que el calor que sentía se dirigiera directamente a su corazón.
– ¿Cómo eras, Meredith?
Ella volvió a levantar la mirada hacia él, quien la estaba mirando con unos ojos que parecían muy atentos y llenos de preguntas.
– ¿Qué quieres decir?
– De niña. ¿Cómo eras de niña? ¿Qué era lo que te gustaba hacer? ¿Cómo era tu familia? -Un extremo de su boca se levantó adoptando un gesto avergonzado, pero aquella expresión no llegó a alcanzar sus atentos ojos-. Creo que soy insaciablemente curioso.
En la mente de ella centellearon imágenes que había luchado durante años por borrar, y las alejó de sí misma. Odiaba tener que mentir a aquel hombre, pero no tenía otra alternativa. Intentando dejar a un lado el sentimiento de culpabilidad, volvió a repetir la misma mentira que había contado muchas más veces de lo que le hubiera gustado admitir.
– Mi infancia fue normal y feliz -dijo ella, poniendo en palabras la fantasía que tantas veces había tejido su lengua-. No éramos ricos, pero vivíamos bien. Residimos en diferentes lugares durante unos cuantos años, dependiendo de las demandas que tenía mi padre como profesor particular. Cuando él murió, mi madre se puso a trabajar como gobernanta para una prominente familia de Newcastle. Yo viví allí, con mi madre, hasta que ella falleció, momento en el que me vine a Londres y me establecí aquí como casamentera. Ya había tenido una serie de éxitos antes en ese ámbito que me ayudaron a elegir este oficio.
– ¿No tienes hermanos?
– No. -Deseosa de cambiar de conversación, le sonrió diciendo-: Al contrario que tú. Eres muy afortunado de tener a lady Bickley. Siempre quise tener una hermana.
– Sí, ella es una bendición para mí. Sin Catherine, mi infancia habría sido insoportablemente sombría. -Viendo la expresión de sorpresa de Meredith, Philip añadió-: Solo porque estuve rodeado de comodidades materiales eso no significa que fuera feliz.
Una innegable curiosidad, mezclada con confusión, la asaltó, y sintió pena por él, pues no había duda del dolor que transmitían aquellas palabras. ¿Qué fue lo que le hizo ser desgraciado? Ella había pasado incontables horas deseando lo que él tenía -una familia normal, una vida respetable, ser alguien decente. ¿Por qué todo eso no había sido suficiente para él?
– Yo… lamento mucho que no hayas sido feliz, Philip.
– Y veo que te has sorprendido mucho de que no lo fuera. Te estarás preguntando cómo puedo haber crecido en un entorno como este y sentirme triste -dijo abarcando con un gesto la opulenta habitación.
– No puedo negar que me parece difícil de imaginar.
Apartando su plato y su copa, él se echó hacia delante, apoyando las manos en las rodillas.
– ¿Alguna vez te has sentido sola, Meredith? ¿Tan sola que no… podías soportarlo? ¿Te has sentido sola, incluso cuando estabas rodeada de gente?
Los recuerdos y los sentimientos que ella había enterrado hacía mucho tiempo salieron a la superficie. Por el amor de Dios, había pasado la mayor parte de su vida sintiéndose exactamente así. Incapaz de responder, pero incapaz también de esquivar la mirada de dolor que sentía florecer en los ojos de él, se quedó simplemente mirándole a los ojos, esperando que él pudiera leer la respuesta en los suyos.
– Cuando era niño, siempre me sentía como si me hubiera quedado fuera, mirando por la ventana con la nariz pegada al cristal -dijo él en voz baja-. Era tímido y torpe, fofo y asustadizo, obligado a llevar unas gafas de gruesos cristales; todos esos rasgos se hacían más presentes cuando estaba con los demás niños, a los que veía como algo que yo no podría llegar a ser jamás. Veía poco a mi padre, ya que él pasaba la mayor parte del tiempo viajando por sus propiedades. MÍ madre era muy hermosa, pero tenía una salud muy frágil; murió cuando yo tenía doce años, y la relación con mi padre fue haciéndose poco a poco cada vez más fría… -Su voz se apagó y sus ojos mostraron un brillo angustiado y distante.
Sin pensarlo, ella se acercó y le agarró una mano. Como si acabara de salir de un trance, él miró hacia abajo, hacia aquella mano que descansaba sobre la suya. Luego alzó la vista, y a ella se le cortó la respiración al ver la absoluta desolación que había en sus ojos.
– Fue culpa mía -dijo él con una voz temblorosa y emocionada, en franca contradicción con el tormentoso fuego que ardía en su mirada-. Le había prometido a mi padre que cuidaría de mi madre, y que la mantendría ocupada hasta que él volviera de una visita que había ido a hacer a su contable. Aquel día, ella se sentía algo mejor, como le pasaba a veces, y como siempre que se sentía fuerte, quiso salir de casa. Mi padre me pidió que no la dejara salir hasta que él volviera. Le di mi palabra… -Philip tragó saliva y continuó hablando-: Le di mi palabra, pero entonces… me quedé dormido. -Sacudió la cabeza, y un sonido amargo escapó de su garganta-. Me quedé dormido mientras mi madre me leía un libro. Luego ella salió de casa y se fue al parque. La pilló la lluvia y se resfrió. Murió tres días después.
– Oh… Philip. -Se sintió conmovida por él al imaginarse a aquel muchacho culpándose a sí mismo y a su padre haciendo lo mismo-. Tú solo eras un niño.
– Que no mantuvo su palabra. -Levantó la vista de sus manos entrelazadas y su mirada se cruzó con la de ella-. Si yo hubiera mantenido mi palabra, ella no habría salido de casa.
– Pero tu madre era una mujer madura, que fue víctima de una decisión equivocada; de una decisión que tomó ella misma.
– Una decisión que no habría tomado si yo hubiera mantenido mi palabra. -Los ojos de Philip parecían arder dentro de los de ella-. Cuando mi padre supo que le había fallado, que ella había salido de casa, me dijo que un hombre vale tanto como vale su palabra. Que un hombre que no hace honor a su palabra no es nadie. Hasta aquel día nunca había fallado al mantener mi palabra. Habría fallado de otras maneras, pero no de ese modo. Y no quiero volver a hacerlo nunca más.
En ese momento, ella comprendió de repente en qué se basaba la determinación de aquel hombre por romper el maleficio y por casarse antes de que falleciera su padre. Era una simple cuestión de cumplir la palabra que le había dado a su padre. Philip le había dado su palabra de que lo haría.
– La muerte de mi madre abrió un profundo abismo entre mi padre y yo. Él se echaba la culpa a sí mismo y me la echaba a mí. Yo me echaba la culpa a mí mismo, y ninguno de los dos podía salvar el profundo abismo que nos separaba. Catherine nos intentó ayudar recordándonos que, incluso antes de aquel día fatídico, la enfermedad de mi madre había empeorado tanto que ya no había ninguna esperanza. Mi padre y yo lo sabíamos, pero los dos estábamos a su lado cuando murió, y los dos la vimos sufrir y luchar por cada bocanada de aire. Seguramente no le habrían quedado muchos más meses de vida, pero murió antes de lo que le tocaba. -Philip dejó escapar un largo suspiro-. Mientras mi padre pasaba la mayor parte de su tiempo cuidando sus propiedades, yo pasaba el mío en compañía de una sarta de desinteresados profesores privados. La situación empeoró cuando me enviaron a Eton, donde aprendí que los chicos, no importa lo bien educados que se les suponga, pueden infligir grandes dolores, no solo con sus puños, sino también con la crueldad de sus palabras. El hecho de que yo fuera un fracaso en la escuela en todos los sentidos (excepto en el académico) no ayudó a mejorar la relación con mi padre. Ver a Catherine durante mis vacaciones escolares fue el único rayo de sol durante aquellos oscuros años. Ella y el placer que encontraba en los estudios cuando me perdía en el pasado investigando las vidas de otras personas a las que no había conocido.
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