– Ella me ha asegurado que se encuentra perfectamente, pero he de admitir que estoy empezando a preocuparme. Siempre ha sido una muchacha puntual. Al contrario que muchas otras mujeres, mi hija está muy orgullosa de su puntualidad -dijo meneando la cabeza-. Nunca debí haber venido a la iglesia sin ella, pero me insistió tanto… -Sus palabras se interrumpieron e hizo un gesto de alivio-. Ahí llega su carruaje, gracias a Dios.
Meredith miró hacia fuera y se sintió más tranquila al ver un elegante carruaje negro que se acercaba tirado por cuatro caballos grises. El cochero detuvo el carruaje en la rotonda frente a la catedral; un lacayo de librea saltó de él y subió corriendo la escalinata.
– Su Excelencia, traigo un mensaje para lord Greybourne -dijo el joven extrayendo un sobre lacrado-. Lady Sarah me ha dado instrucciones de que se lo hiciera llegar justo antes de que comenzara la ceremonia.
– ¿Que lady Sarah te ha dado instrucciones? -El duque miró hacia el coche por encima del hombro del lacayo-. ¿Dónde está lady Sarah?
Los ojos del lacayo se abrieron como platos.
– ¿No está aquí? Salió en dirección a St. Paul tan solo unos minutos después de que se marchara su Excelencia.
– Pero sí el carruaje lo lleváis vosotros, ¿cómo pensaba venir ella? -preguntó el duque con un tono de voz irritado.
– Llamó al varón Weycroft, su Excelencia -respondió el lacayo-. Lady Sarah, junto con su doncella, salieron con el varón en su coche.
El rostro del duque se convirtió en una expresión de duda.
– ¿Weycroft, dices? Yo ni siquiera lo he visto. Bueno, al menos no está sola, a pesar de que me parece de lo más extraño que no haya llegado todavía. Por Dios, espero que no se les haya roto una rueda o algo por el estilo.
– Nosotros no nos hemos cruzado con ellos por el camino, su Excelencia -dijo el lacayo con una expresión tan confundida y preocupada como la del duque.
– La nota -interrumpió Meredith inclinando la cabeza hacia el papel e intentando refrenar una sensación de temor que iba en aumento-. Deje que se la entreguemos enseguida a lord Greybourne. Seguramente él nos dará las respuestas que estamos buscando.
Sonó un golpe en la puerta y Philip y su padre intercambiaron una mirada. Philip se sintió recorrido por un estremecimiento. ¿Habría llegado lady Sarah?
– Pase -dijo.
Se abrió la puerta y lord Hedington entró en la habitación, con todas las líneas de su cuerpo denotando una tensión y una preocupación obvias. Con sus pobladas cejas, su mentón prominente, sus orejas demasiado grandes y los pliegues de su piel cayendo bajo unos ojos saltones, lord Hedington parecía el mal retrato de un perro de caza. Una mujer que no le era familiar, vestida a la moda con un traje azul oscuro, se había quedado de pie delante de la puerta abierta. Observaba todos los rincones de la habitación como si estuviera buscando a alguien; en un momento dado sus miradas se encontraron. Philip notó que ella le miraba, primero con extrañeza y enseguida con una expresión de sorpresa grabada en los ojos.
– ¿En qué puedo ayudarla, señorita…?
El color desapareció de sus mejillas y ella se inclinó en una rápida reverencia.
– Me llamo miss Meredith Chilton-Grizedale, señor. Soy…
– Es la casamentera que concertó la boda con mi hija -dijo lord Hedington con voz recia desde detrás de Philip.
Philip se la quedó mirando sin poder ocultar su sorpresa. Al oír hablar a su padre de la formidable miss Chilton-Grizedale, se había imaginado a una seria señora de pelo gris, una especie de abuelita, que no se parecía en nada a aquella joven que estaba de pie frente a él. Colocándose bien las gafas sobre la nariz, se dio cuenta de que ella parecía estar tan sorprendida de verle como él mismo. Se quedó inmóvil y tuvo la sensación de que no podía apartar la mirada de ella. Y, por todo lo que más quería, la verdad es que no era capaz de entender por qué. Seguramente se debía a la sorpresa, pues no se trataba de una mujer a la que se pudiera considerar hermosa. Sus rasgos eran demasiado irregulares. Muy poco convencionales.
Volviendo en sí, contestó al saludo de ella con una formal inclinación de cabeza.
– Es un placer conocerla, señorita. -Cuando hubo entrado en la habitación, Philip cerró la puerta tras ella y se dirigió a lord Hedington:
– ¿Ha llegado ya lady Sarah?
El duque se ajustó el monóculo, con lo que ahora parecía un perro de caza con un enorme ojo, y escudriñó a Philip con la mirada.
– No -contestó lord Hedington-. Aunque ya debería haber llegado, puesto que salió de casa hace más de una hora. -Gesticuló con una mano-. Pero ha enviado esta nota para usted. Acaba de llegar. Tengo que pedirle que la abra enseguida y me diga qué demonios está pasando aquí.
Philip tomó el sobre y se quedó mirándolo unos segundos. Se restregó los ojos, rogó que no se notara su sensación de relajo, y luego se obligó a levantar la vista del papel. Tres pares de ojos se clavaban en él mostrando diferentes grados de angustia. Su padre parecía bastante receloso. El padre de lady Sarah parecía preocupado. Y miss Meredith Chilton-Grizedale parecía estar profundamente preocupada.
Philip rompió el sobre. El sonido del papel al rasgarse resonó en el silencio de la habitación. Suspirando profundamente, Philip volvió a bajar los ojos hacia el papel.
Lord Greybourne:
Como me había pedido, he estado pensando en el asunto que discutimos durante nuestro encuentro. De hecho, no he podido dejar de pensar en ello ni un solo momento. Dada la evidencia que me presentó al respecto de la esposa de su amigo, además de su experta y profunda creencia en el poder del maleficio, y teniendo en cuenta el hecho de que yo haya sufrido la caída y el dolor de cabeza, no puedo negar el miedo que siento, ante la posibilidad de que nos casemos, de que suceda el tercer percance. De modo que esta carta es para comunicarle que no pienso casarme con usted, y que, por mi propia seguridad, he tomado las medidas necesarias para asegurarme de que no se me obligará a hacerlo. Pido disculpas por los problemas que causará el que no me presente en la iglesia, pero como bien dijo en nuestro encuentro, es lo mejor que podemos hacer. Por favor, avise a mi padre de que estoy bien y a salvo, y de que en casa le espera una carta mía explicándoselo todo.
Lady Sarah Markham
En cuanto Philip acabó de leer aquellas líneas, lord Hedington se puso a golpear el papel con su monóculo a la vez que preguntaba:
– Por el amor de Dios, dígame qué es lo que pone. ¿Está bien mi hija?
– Sí, su Excelencia, su hija está perfectamente -dijo Philip levantando la vista y cruzándose con la mirada del duque.
– Entonces, ¿por qué demonios no está aquí? ¿Dónde está?
La calma volvió a apoderarse de Philip, que dejó escapar el primer suspiro de alivio desde hacía meses. Ella le había dejado plantado. Gracias a Dios.
– No sé exactamente dónde se encuentra, pero dice que no tiene que preocuparse por su seguridad. De todas maneras, creo que lo más importante es que no está aquí. Y que no va a venir.
– ¿Que no va a venir? -bramó el duque-. Tonterías. Por supuesto que va a venir. Y se va a casar. Aquí. Con usted. Hoy mismo. -Sacó el reloj de bolsillo de su chaqueta y lo abrió-. Cinco minutos tarde.
– Me temo que no -dijo Philip acercándole la hoja de papel al duque, quien la agarró entre dos dedos. A los pocos segundos de leer la carta, el negro entrecejo del duque se ensombreció aún más.
– ¿Qué demonios quiere decir con eso del «maleficio»? ¿A qué se refiere? -preguntó el duque pasándole el papel al padre de Philip.
Philip se dio cuenta de que miss Chilton-Grizedale, cuyo rostro había tomado un matiz ligeramente verdoso, se había deslizado sigilosamente hasta acercarse a su padre, con los ojos como platos para poder echar un vistazo a la carta.
Antes de que Philip pudiera replicar, su padre levantó la vista de la nota y lo observó fijamente. El frío enfado y la decepción que emanaban del rostro de su padre se clavaron en la mirada de Philip. Más profundamente de lo que él podía soportar. Con más dureza de la que le hubiera gustado admitir. Por todos los demonios, él ya no era un muchachito en busca de la aprobación de su padre.
Pero en lugar de dirigir su ira hacia donde claramente estaba deseando hacerlo, su padre se dio la vuelta y dirigió toda la fuerza de su tranquila furia glacial sobre lord Hedington.
– Esto es un ultraje. ¿Qué tipo de débil de mollera, de inteligencia de mosquito, es tu hija, Hedington? ¿Cómo se atreve a escribir que no puede casarse con mí hijo? Y usted. -Su atención se dirigió ahora hacia miss Chilton-Grizedale, señalándola de una manera acusadora-. Yo la contraté para que le encontrara una esposa adecuada a mi hijo, no una boba casquivana que balbucea historias de maleficios y se echa atrás el mismo día de su boda.
El enfado brillaba en los ojos de miss Chilton-Grizedale, quien abrió la boca para contestar, pero la voz ofendida de lord Hedington interrumpió lo que fuera que iba a decir.
– ¿Débil de mollera? ¿Inteligencia de mosquito? -bramó el duque-. ¿Boba? ¿Cómo se atreve a hablar de mi hija en esos términos, especialmente cuando está claro lo que se desprende de su nota? -Se la arrancó al padre de Philip de las manos y la hizo ondear en la suya como si se tratara de una bandera-. Algo que su atontado hijo le contó a mi hija la ha puesto en esta desastrosa situación. -Ahora volvió su atención hacia miss Chilton-Grizedale-. ¿Y cómo se atrevió usted a negociar la unión de mi hija con un hombre tan poco recomendable? Me aseguró que el escándalo de hace tres años no fue nada más que un malentendido, que Greybourne era una persona respetable en todos los sentidos. Ahora ha asustado a mi hija con sus tonterías; y eso por no mencionar que su pañuelo es un completo desatino. Uno nunca debería fiarse de un hombre que lleva el cuello al descubierto.
La palidez de las mejillas verdosas de miss Chilton-Grizedale tomó un matiz carmesí, y levantando la barbilla dijo:
– Antes de que ustedes, caballeros, sigan diciendo más de lo que puedan arrepentirse después, o sigan lanzando acusaciones o calumnias contra mí, creo que deberíamos oír lo que tiene que decirnos lord Greybourne sobre este asunto.
La verdad era que, a pesar de lo apremiante de la situación, no podía por menos que aplaudir los nervios de acero de aquella mujer. Le hubiera costado nombrar a muchos hombres capaces de enfrentarse a esos dos padres enfadados con el mismo ímpetu y sentido común que ella tenía.
Philip carraspeó, se ajustó las gafas e inspiró una profunda bocanada de aire, mientras se preparaba, para contar al completamente deshecho lord Hedington y a la iracunda miss Chilton-Grizedale la misma historia que le había contado a su padre dos días antes, cuando llegó a Inglaterra.
– Sucedió algo mientras estaba en Egipto, algo que me impide casarme con lady Sarah. O con cualquier otra mujer.
Tras unos momentos de desafiante silencio, la comprensión, rodeada de acero, apareció en la mirada de lord Hedington.
– Ya veo. Se ha enamorado de una mujer extranjera. Eso es una desgracia, porque sus obligaciones le dicen que…
– No tiene nada que ver con otra mujer, su Excelencia. El problema es que sobre mí ha caído un… maleficio.
Nadie habló durante un largo rato. Al final lord Hedington carraspeó y, tras dirigir una mirada subrepticia a miss Chilton-Grizedale, dijo en voz baja:
– Creo que es bastante común que los hombres, ocasionalmente, sufran ese tipo de… infortunios. Pero estoy convencido de que la exuberante belleza de mi hija podrá poner remedio a sus… males.
Un sonido ahogado salió de la garganta de miss Chilton-Grizedale, y el padre de Philip palideció. Philip sentía cómo el rubor le subía desde el cuello. Por todos los demonios, no era posible que estuvieran teniendo aquella conversación. Se pasó las manos por la cara.
– Su Excelencia, no soy impotente.
No hubo duda de que tanto el padre de Philip como el duque se sintieron aliviados. Antes de que nadie pudiera volver a hablar, Philip continuó su relato:
– Estoy hablando de un maleficio, uno escrito en una tablilla de arcilla que descubrí el día antes de embarcarme en Alejandría.
El pensamiento de Philip volvió atrás, hasta aquel día, varios meses antes, en que encontró la piedra. Deslumbrado por el brillo del sol, respirando con dificultad a causa del aire caliente y húmedo que olía como ningún otro… un aire impregnado con la fragancia de la historia de civilizaciones antiguas. Un aire que iba a echar de menos con un dolor que no podía describir cuando al día siguiente saliera de nuevo hacia su país para casarse. Para cumplir con una promesa que había hecho una década antes. Una promesa que no podía posponer más, ahora que su padre estaba a punto de morir.
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