Hizo una pausa de varios segundos, y entonces pareció sacudirse los recuerdos del pasado y su mirada volvió a fijarse en ella.

– Dado que tanto mi padre como yo necesitábamos escapar de la tensión que crecía entre nosotros, él me ofreció la oportunidad de que continuara mis estudios en el extranjero, y yo me agarré a aquella oportunidad. Hicimos el trato de que, a cambio de su ayuda financiera, debería regresar a Inglaterra y casarme. Por mucho que yo deseara marcharme, estaba asustado por salir de casa. Era obsesivamente tímido, y todavía era torpe y asustadizo. -El fantasma de una sonrisa rozó sus labios-. Pero una vez que salí de Inglaterra y llegué a lugares donde nadie me conocía ni había tenido noticias de mis pasados fracasos, me di cuenta de que la libertad me hacía ser más fuerte. La fatigante actividad física que requerían mis viajes, junto con el aire libre, me fortaleció, y por primera vez en mi vida sentí que pertenecía a algún lugar. Conocí a Bakari y después a Andrew, quien no solo es un boxeador entusiasta, sino también un experto esgrimista. Él me enseñó el arte del boxeo y de la esgrima, y yo le enseñé a descifrar escritos antiguos. Cuando nos conocimos, él tenía tan pocas ganas de hablar de su pasado como yo, y enseguida nos hicimos amigos. De hecho, Catherine, Bakari y Andrew son los únicos amigos de verdad que tengo.

Su voz se fue apagando, y el silencio los envolvió. Ella quería decir algo, pero ¿qué podía decirle a un hombre que acababa de abrirle el alma? ¿Un hombre al que ella no le había ofrecido nada más que una sarta de mentiras? «No seas ingenua; la honestidad solo funciona cuando no tienes nada que esconder», le dijo su voz interior.

Sentimientos contradictorios la bombardeaban con tal rapidez y tal fuerza que no era capaz de separarlos unos de otros para distinguirlos mejor: simpatía, culpabilidad, compasión, conmiseración.

Profundas y perdurables emociones.

La abrumaba la necesidad de tocarlo y de consolarlo, y necesitó toda su fuerza de voluntad para no caer en sus brazos. En lugar de eso, le apretó con fuerza la mano.

– Lo siento Philip -dijo con unas palabras y un gesto que eran insuficientes para expresar la profundidad de sus confusos sentimientos.

– Gracias. -La tensión que embargaba la expresión de su semblante se relajó un poco-. Durante años mantuve correspondencia regular con mi padre. Al principio nuestras cartas eran frías, pero con el tiempo fue desapareciendo parte de aquella tensión y ambos vimos claramente que nos era más fácil comunicarnos por escrito que cara a cara. Aunque toda aquella tensión volvió a aparecer de nuevo hace tres años, cuando él me escribió pidiéndome que regresara a Inglaterra y me concertó un matrimonio. Yo me negué. En parte porque todavía no estaba preparado para regresar a casa, pero también porque me había hecho bastante obstinado al respecto de mí mismo y no me gustó nada su autoritaria orden. Como puedes imaginar, nuestra relación sufrió un fuerte revés a causa de eso. Nos seguíamos escribiendo, pero todo era diferente. Y de repente recibí una carta en la que decía que se estaba muriendo. Por supuesto, aquello me hizo pensar que había llegado el momento de regresar a casa. Esperaba que mi regreso y mi intención de casarme pudieran cerrar la grieta que se abría entre nosotros. Pero entonces topé con la «Piedra de lágrimas».

– Sí. Y la verdad es que fue un desafortunado encuentro. -Otra oleada de simpatía la arrebató.

– En cierto modo sí, sobre todo después de la muerte de Mary Binsmore. Pero el maleficio no me ha traído solo mala suerte.

– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó ella levantando las cejas-. El maleficio te ha hecho perder a lady Sarah.

Acercándose la mano de ella hasta los labios, Philip le estampó un beso en la yema de los dedos, haciendo que un estremecimiento recorriera su brazo.

– Sí. Pero el maleficio también me condujo hasta ti.

13

A Meredith se le paró el corazón por un instante, y luego comenzó a latirle de nuevo golpeando contra su caja torácica. «El maleficio también me condujo hasta ti.»

Antes de que ella pudiera pensar en una respuesta adecuada, aunque sin duda no la había, él sonrió.

– Perdóname, por favor. No pretendía aguarte la noche con fantasmas del pasado. Todavía nos quedan varios platos más de los que disfrutar, y Bakari me va a poner la peor de las caras si no sirvo sus obras de arte en el momento apropiado.

Estaba claro que deseaba cambiar de tema, y ella estaba más que deseosa de satisfacerlo. Sin duda la simple rutina, la naturaleza corriente de compartir la comida, les dispensaría del aire de intimidad y de cercanía al que habían llegado durante la conversación. Aunque ella no sabía cómo iba a borrar los incómodos sentimientos que su historia le había provocado.

Los siguientes dos platos consistían en unas rodajas muy finas de pato y un delicioso estofado de cordero, después de los cuales ella se sintió caldeada, reconfortada y relajada. Rodeados por los mullidos cojines, era como si ambos estuvieran metidos en un capullo aterciopelado.

– No podría decirte cuál de los platos era más delicioso -dijo ella viéndole levantar la tapa de otra de las bandejas-. Bakari es un excelente cocinero. Yo en tu lugar lo colocaría en la cocina en vez de en el vestíbulo.

– Espera a probar esto -rió él.

Le acercó un cuenco de porcelana china que contenía lo que parecía ser una combinación de flan y delgadas láminas de bizcocho, decorado con nueces picadas y un sirope dorado. Obviamente se trataba de un postre, pero de un tipo de postre que ella desconocía. Él metió una cucharilla en el cuenco y se la acercó a los labios. Le llegó un delicado aroma de miel y canela que la animaba a comer lo que le ofrecía, pero se detuvo dudando, con un estremecimiento que le recorría la espalda a causa de aquel gesto tan íntimo. Una cosa era compartir la comida con él; otra muy distinta que él se la diera.

– Pruébalo, Meredith -dijo Philip en voz baja-, Te aseguro que te va a encantar.

Ella abrió los labios y él le introdujo el bocado, y luego, lentamente, deslizó la cucharilla entre sus labios al sacársela de la boca. Una embriagadora combinación de sabores y texturas recorrió su paladar… El sedoso y suave flan, el esponjoso bizcocho, las crujientes nueces, la dulce miel y el matiz picante de la canela. El la estaba mirando; ella degustó el bocado y luego lo tragó tratando de ignorar la repentina aceleración de su corazón. El excitado deseo de él, que ella había intentado mantener escondido, volvía a la vida, punzándole por todos los rincones de la espalda.

Para su consternación y mayor fascinación, él se echó hacia atrás, reclinándose sobre el montón de cojines de su lado, y haciendo con ello que la camisa se abriera y dejase al descubierto su hombro izquierdo. Involuntariamente la mirada de ella se detuvo allí, y desde su bronceada garganta le recorrió el pecho hasta llegar a sus musculosas piernas.

– ¿Te ha gustado? -le preguntó Philip con voz profunda.

Ella volvió a alzar la mirada hasta sus ojos y se dio cuenta de que él la miraba con profunda concentración. ¿Que si me ha gustado? «Más que nada de lo que había visto antes», pensó ella. Miró hacia el cuenco de porcelana china que él todavía sostenía en una mano y un calor le subió por las mejillas. Cielos, se refería al postre.

– Es, hum, delicioso. -Cuando él volvió a meter la cucharilla en el cuenco, ella preguntó-: ¿No vas a comer tú un poco?

– Sí, me gustaría mucho. -Incorporándose le pasó a ella el cuenco y la cuchara, acercándose tanto que sus rodillas se tocaron.

Ella dio un respingo con la rodilla, y se quedó mirando el cuenco y la cuchara que ahora sostenía entre las manos. El significado de aquello era inconfundible. Su sentido de la precaución decía que dejara la comida en la mesa y se marchara de allí. Pero todo lo que había en ella de curiosidad femenina le decía que probara cómo era eso de alimentar a un hombre. «A ese hombre.»

Con el corazón saliéndosele del pecho metió la cucharilla en el cremoso postre y la acercó a los labios de él. Emocionada, le introdujo la cucharilla en la boca, pasándola lentamente por los labios al sacarla, al igual que había hecho él antes con ella. Lo observó mientras masticaba. Por todos los cielos, qué boca tan hermosa tenía aquel hombre. Al momento le vino a la memoria el recuerdo de esa boca sensual y firme frotándose contra su piel y sus labios.

Philip se incorporó y colocó la yema de uno de sus dedos sobre el labio inferior de ella.

– Una pizca de canela -murmuró. Luego se metió el dedo en la boca y chupó la agridulce esencia.

Ella se sintió como si acabaran de echarla a una hoguera. Antes de que Meredith pudiera pensar en qué hacer o decir, él le arrebató suavemente el cuenco y la cucharilla, y los dejó sobre la mesa. Luego tomó un plato oval de cerámica lleno con un surtido de fruta troceada, olivas y nueces peladas.

Colocó el plato a su lado y agarró un pequeño trozo de fruta con los dedos.

– Esto es un higo; es muy popular en Grecia desde tiempos antiguos. Pruébalo. -Ella se incorporó, pero cuando acercó la mano al plato, él negó con la cabeza y le acercó la fruta que tenía entre los dedos a los labios-. La costumbre es que el invitado coma lo que le ofrece el anfitrión de la mano de este; en caso de que al invitado le haya gustado la comida. Eso simboliza un armonioso final de cena.

– Ya veo -replicó ella, tratando de decirse que si iba a comer de su mano era solo para no romper una antigua costumbre y para no ofenderlo, pero aquella era una mentira tan banal que se arrepintió de haber buscado tal excusa en cuanto se le ocurrió.

Las costumbres antiguas no tenían nada que ver con que ella se incorporara y comiera el trozo de higo que él le ofrecía entre los dedos. En alguna parte de su cerebro se dio cuenta de que la fruta era dulce y exquisita, pero todo el resto de su mente estaba concentrado en la sensación de los dedos de aquel hombre tocando sus labios.

– El invitado puede devolver el favor al anfitrión, si así lo desea -dijo él-. De esa manera demuestra que la compañía le ha resultado agradable.

Por el amor de Dios, a ella aquella compañía le parecía mucho más que sencillamente agradable. Tentadora, incitante, excitante… Incapaz de rehusar, se agachó y tomó un trozo de naranja pelada, que a continuación le ofreció. Su mirada estaba fija en la de ella, y suavemente se introdujo la fruta y parte de los dedos de ella en la boca. Absorbió el cítrico jugo y retuvo un instante los dos dedos de ella entre sus labios. Meredith se estremeció cuando el calor de su boca le rodeó los dedos y su lengua empezó a restregarse por ellos. Involuntariamente, sus propios labios se abrieron en respuesta y exhaló un suspiro. Él se sacó los dedos de ella de la boca y luego los besó.

– Delicioso -dijo Philip después de tragar el trozo de fruta. Luego agarró una gruesa oliva negra sin hueso y añadió-: Después de la fruta dulce, el anfitrión debe ofrecer algo salado, para demostrar al invitado que lo tiene en la más alta estima.

Como si estuviera en trance, Meredith observó cómo él le acercaba la oliva a la boca, y el corazón no paró de darle brincos mientras Philip frotaba lentamente aquel manjar contra su labio superior antes de introducírselo en la boca. La salada fragancia de la oliva en su lengua provocó un intenso contraste con la dulzura del higo.

– El invitado puede devolver el favor al anfitrión, si así lo desea -dijo él buscando los ojos de ella con su oscura mirada.

De la misma manera que no podía negar que su compañía le agradaba, tampoco podía negar que lo tenía en la más alta estima. Por supuesto, hacer algo que significara admitirlo abiertamente ante él era una cuestión algo más que embarazosa. Y muy imprudente.

Aun así no pudo evitar tomar una oliva y ofrecérsela. Los oscuros ojos de Philip la miraban desde detrás de sus gafas, y vieron que a ella le temblaba la mano. El le agarró amablemente la mano y la acercó a su boca, introduciéndose lentamente la oliva y los dedos de ella entre los labios húmedos.

El deseo que ella tanto había intentado refrenar volvió a asaltarla, hirviendo en sus venas y acelerando su pulso. Deseaba tanto sentir esa piel en su boca que le dolían los labios.

– Y ahora -dijo él-, para acabar la cena, solo falta esto.

Del centro del plato él tomó una fruta del tamaño de una naranja, pero con una piel de color rojo púrpura.

– ¿Qué es?

– Una granada.

– Nunca había visto una, aunque había oído hablar de ella -dijo Meredith observando con interés.

– Se la llama también «fruta del paraíso», y a lo largo de la historia aparece en mitos y leyendas de diferentes culturas, así como en el arte y en la literatura.