Sin dudarlo un momento, él se acercó y la tomó en sus brazos. Manteniéndola apretada contra su pecho, se acercó lentamente hacia la puerta.

– ¿Te he dicho ya cuánto me gusta no solo la manera como me escuchas, sino también tu capacidad para repetir mis propias palabras brillantes, casi textualmente?

– No, no recuerdo que me lo hayas dicho -contestó ella con una sonrisa en los labios.

– Ha sido un gran descuido por mi parte. Por supuesto, hay tantas cosas que me gustan de ti que me llevaría mucho tiempo nombrarlas todas. Años, décadas. Especialmente si sigo descubriendo continuamente cosas nuevas.

Abandonó el estudio y se introdujo en el pasillo intentando no echarse a correr de manera poco decorosa. Cuando llegaron al vestíbulo, James preguntó preocupado:

– ¿Está bien míss Chilton-Grizedale, señor?

Philip se detuvo y sonrió al joven.

– La verdad es que miss Chilton-Grizedale está perfectamente. Y lo que es mejor todavía, no va a seguir siendo miss Chilton-Grizedale por mucho tiempo. Pronto se convertirá en la vizcondesa de Greybourne, dado que hace apenas unos minutos ha aceptado mi proposición de matrimonio. Tú puedes ser el primero en felicitarnos.

– Es… es un honor para mí, señor -masculló James claramente sorprendido por ser la primera persona en recibir tan trascendental anuncio-. Mis mejores deseos a los dos.

– Gracias. -Sin decir nada más, Philip subió los escalones de dos en dos, y se dirigió rápidamente por el pasillo hacía su dormitorio.

– Cielos, ¿qué habrá pensado ese joven al ver que me llevabas de esta manera por las escaleras? -dijo ella sonrojándose.

– Habrá pensado que ibas a hacer un buen uso del baño que está preparado en mi dormitorio, que es lo que vas a hacer. Y que yo soy el hombre más afortunado del mundo, que es lo que soy.

– El anuncio de nuestro compromiso creo que le ha sorprendido bastante. Normalmente uno comparte esas noticias con la familia antes que con los sirvientes. Y por supuesto, no mientras lleva en brazos a su prometida. Y mucho menos cuando la lleva en brazos hacia el dormitorio en el que se ha preparado el baño. -Ella dejó escapar un suspiro exagerado-. ¿Qué voy a tener que hacer con tu asombrosa falta de modales?

– Hum. Se me podrían ocurrir una docena de cosas sin siquiera tener que esforzarme. ¿Y de verdad crees que se ha quedado sorprendido? Muy al contrario, yo creo que ha sentido envidia. Sobre todo por lo afortunado que soy por tener una futura esposa tan versada en las cuestiones de etiqueta, algo que parece que yo he olvidado por completo durante todos estos años.

Al llegar al dormitorio, pasó al lado de la enorme bañera de metal colocada junto a la chimenea y dejó a Meredith suavemente de pie en el suelo. Luego volvió a dirigirse a la puerta y la cerró. El sonido de la puerta al cerrarse reverberó por la habitación vacía.

Volvió a acercarse a ella, le tomó las manos y besó cada uno de sus dedos. Una fragancia de deliciosos bollos recién hechos embriagó sus sentidos, mezclándose con el vapor que salía del baño recién preparado.

Le quitó las horquillas del pelo dejándolas caer sobre la alfombra persa. Las trenzas oscuras cayeron por sus manos y se deslizaron por la espalda de ella. Agarrándolas suavemente con los dedos, las deshizo limpiándoles el polvo hasta que volvieron a convertirse en rizos suaves y brillantes.

Quería acariciarla lentamente, pero no estaba seguro de poder contenerse, especialmente si ella seguía mirándole con esos ojos que reflejaban amor y deseo, combinado con una ligera mueca de agitación.

– ¿Estás nerviosa? -le preguntó él.

– Sí -contestó ella dejando escapar el aire de sus pulmones.

– Imagino que habrás sido testigo de muchos más encuentros de los que debería ver un niño. Y puedo suponer que la mayoría serían de naturaleza bastante cruda.

– Es cierto -dijo ella tragando saliva.

El le colocó uno de sus sedosos rizos por detrás de la oreja.

– Sabes que yo jamás te haría daño.

– Lo sé.

– Estaremos muy bien juntos, Meredith.

– Lo sé, Philip, y no tengo miedo.

– Me alegro. -Un extremo de su boca se alzó-. Y por si esto te hace sentir mejor, te diré que yo también estoy nervioso.

Ella no pudo esconder su sorpresa.

– Estoy segura de que no será por la misma razón que yo.

– No. Al menos no exactamente, ya que yo no soy virgen -dijo él sintiendo un estremecimiento que le recorría la nuca-. Pero nada de lo que he vivido hasta hoy me ha preparado para «esto». Para hacer el amor con una mujer a la que amo. Con una mujer a la que deseo tanto que apenas puedo pensar. Con una mujer a la que quiero gustarle, más que nada en el mundo. Eso, unido al hecho de que han pasado muchos meses desde la última vez que… bueno, bastará que te diga que yo también estoy nervioso.

Él sintió que parte de la tensión abandonaba sus cuerpos.

– En ese caso -dijo ella con una sonrisa temblando en sus labios-, haré todo lo posible para tratarte con delicadeza.

– Mí querida Meredith, no tienes ni idea de lo mucho que he esperado eso de ti -añadió él devolviéndole la sonrisa.

Sin apartar los ojos de ella, Philip le desabrochó el corpiño y deslizó lentamente su vestido por los hombros, dejando al descubierto su delicada clavícula y una piel de porcelana que brilló con un ligero rubor.

– La primera vez que te besé, en Vauxhall, solo me arrepentí de que fuera de noche. Quería verte. Ver tu piel, tu cuerpo, tus ojos, tus reacciones. Y ahora te tengo aquí, bajo la luz…

Philip deslizó su vestido hacia abajo, liberando sus brazos, bajándolo por las caderas, hasta dejarlo convertido en un ovillo de color verde bosque alrededor de sus pies.

Meredith dejó escapar un ligero suspiro y toda la tensión que había intentado dejar de lado volvió a estremecer su espalda al verse ante él vistiendo solo ropa interior. Tomándola de la mano, él la ayudó a que saliera del centro de su arrugado vestido. A continuación lo colocó en el respaldo de una silla de cuero, y regresó a su lado y se agachó apoyándose en una rodilla.

– Sujétate en mis hombros -le dijo.

Ella hizo lo que le decía, y él le quitó los zapatos uno tras otro. Deslizó las manos por sus pantorrillas y luego más arriba, por sus muslos, haciendo que a ella la recorrieran escalofríos de deseo por todo el cuerpo. Cuando sus manos llegaron a rozar el extremo de sus ligas, él miró hacia arriba.

– La primera vez que nos encontramos, después de que te desmayaras en St. Paul…

– Yo prefiero llamarlo un inoportuno momento de pérdida de lucidez.

– Estoy seguro de que así es. Después de que te desmayaras, te dije que nunca me atrevería tocar tus ligas sin tu consentimiento.

– Lo que dijiste exactamente es que «seguramente» nunca te atreverías a tocar mis ligas sin mi consentimiento. Y yo pensé que eras incorregible.

– Y lo soy.

– Y también recuerdo que te aseguré que jamás recibirías ese consentimiento.

– Sí, eso dijiste. ¿Puedo tocar tus ligas, Meredith?

– Sí -susurró ella-. Hazlo, por favor.

Él desató las cintas y le quitó las medias, dejándolas hechas un ovillo al lado de los zapatos, sobre la cálida alfombra.

Entonces se levantó y a ella se le paró la respiración cuando las puntas de los dedos de Philip se metieron entre las cintas de su blusa y la deslizó lentamente por su cuerpo, hasta que esta acabó cayendo a sus pies.

Su mirada se desvió hacia abajo recorriéndole todo el cuerpo con una suave caricia, y dejando un rastro de fuego a su paso. Sus pezones se pusieron duros como dos puntos doloridos y el aire volvió lentamente a sus pulmones.

Acercándose a ella, Philip le agarró las manos entrelazando sus dedos con los de ella.

– Meredith… -Aquel nombre salió de entre sus labios como un ronco susurro-. Eres hermosa. Tan hermosa.

Alzando las manos de ella hasta llevárselas a la boca, les dio un beso fervoroso en la parte interior de las muñecas. Un escalofrío recorrió los brazos de Meredith, haciendo que un líquido caliente fluyera por ella y bajara por la parte inferior de su estómago. Sin duda debería sentirse incómoda al estar desnuda delante de él, pero lo único que sentía era una excitación sin precedentes. Y una cálida anticipación. Y una irresistible impaciencia por quitarle la ropa a él para poder verlo, y también sentirlo contra su cuerpo, piel contra piel.

Meredith soltó una de sus manos de entre las de él y la acercó a la pechera de su camisa.

– Uno de nosotros lleva puesta demasiada ropa. Los ojos de él se oscurecieron en una combinación de calidez y excitación. Soltando su mano, tiró de su camisa para sacarla de los pantalones y luego dejó caer los brazos a los lados.

– Estoy a su entera disposición, señora.

Emocionada ante la idea de desvestirlo, Meredith empezó a desabrochar la hilera de botones de su camisa. Cuando hubo desabrochado el primero, abrió lentamente la pechera y deslizó el fino lino por los hombros, haciendo que quedara al descubierto buena parte de los brazos. Su ávida mirada se dirigió hacia los hombros desnudos, el pecho ancho y los musculosos brazos de Philip. Su piel estaba bronceada y salpicada por un vello negro que descendía en una línea recta, partiendo en dos su abdomen antes de desaparecer bajo la cintura de los pantalones.

Animada por el evidente deseo que reflejaban los ojos de él, ella apoyó las manos sobre su pecho abriendo los dedos para absorber la calidez de su piel, gozando de la sensación de aquel vello enredándose sobre sus palmas y sintiendo su respiración golpeándole contra los dedos. Meredith respiró profundamente llenando sus pulmones con el delicioso aroma de sándalo que él exhalaba. Cautivada, deslizó las manos por sus músculos, y él dejó escapar un gemido masculino. Animada por su respuesta, ella acarició la lisa textura de su piel, maravillándose de la firmeza de aquellos duros músculos que se contraían al contacto de la palma de sus manos. Pero cuando estas descendieron hacia su abdomen, él dejó escapar un suspiro y la agarró por las muñecas.

– Si continúas por ese camino no voy a poder retenerme demasiado, y todavía no he acabado contigo. Todavía tienes que tomar tu baño. Deja que te ayude a meterte en la bañera. El agua caliente te relajará y te quitará el dolor de la caída.

– Pero ¿y tú? ¿También tú te caíste?

– Por esa razón voy a meterme contigo en la bañera.

Aquellas palabras, unidas a la sensual forma en que la miraba, encendieron una hormigueante llama en ella. Apartando los ojos de él, Meredith dirigió la mirada hacia la brillante bañera metálica, dándose cuenta de lo enorme que era. Era mucho más grande que cualquiera de las bañeras que había visto, y de hecho parecía ser lo suficientemente ancha para que se metieran en ella dos personas -eso sí, estando la una muy cerca de la otra.

– Nunca había visto una bañera como esta.

– La hice construir en Italia. Como me gustan las propiedades relajantes de un buen baño caliente, y no me gusta tener que doblarme como un muñeco de goma, necesitaba algo mucho más grande que una bañera común. Estoy seguro de que te va a gustar.

Agarrándose a la mano de Philip para mantener el equilibrio, Meredith se subió al pequeño peldaño de madera que había al lado de la bañera y a continuación se metió en el agua caliente. Él la beso suavemente en los labios.

– Cierra los ojos y relájate, volveré en un momento.

– ¿Adonde vas?

– A buscar mi estrigil -contestó Philip recorriendo el cuerpo de ella con la mirada.

Admirando su musculosa espalda, ella le vio dirigirse hacia una puerta que imaginó que comunicaba con el vestidor, y recordó la conversación que habían mantenido en el almacén acerca del estrigil… aquel instrumento que utilizaban los antiguos griegos y romanos para quitarse la humedad de la piel después del baño. Y recordó las sensuales imágenes que le inspiró aquella conversación. Imágenes de ellos dos desnudos en el baño, aunque jamás hubiera imaginado que aquella fantasía iba a convertirse en realidad. ¿No había pensado hacía apenas una hora que no era a ella a quien le tocaba acariciar, a quien le tocaba besar? Sin embargo ahora estaba allí para todo eso y para más. Estaba allí para que él la amara. Para casarse con ella. Para que la cuidara. Y para bañarse con ella…

El vapor que subía de la bañera no era más caliente que el calor que la recorría por dentro. La puerta por la que acababa de desaparecer Philip se abrió de nuevo, y él se acercó hacia ella vistiendo una bata de seda de color azul oscuro, atada con un cinturón un poco suelto. Se dio cuenta de que iba descalzo, y el corazón le dio un vuelco al pensar que aquella bata era lo único que llevaba puesto. En una mano traía una mullida toalla y en la otra un estrigil que parecía idéntico al que ella había catalogado en el almacén, excepto en que este estaba hecho de un metal brillante y se veía considerablemente más nuevo.