Sin poder evitar tocarla, Philip se movió desde el asiento que había frente a ella hasta el que estaba a su lado. Luego la rodeó con los brazos y le apretó los hombros con fuerza. Ella le echó los brazos al cuello y apoyó su cabeza en el pecho de él. Cerrando los ojos, Philip la mantuvo apretada contra su cuerpo, con su cálido aliento rozándole la cara y su pelo suave acariciando su mandíbula. «No la voy a perder. No puedo perderla.»

Se oyó una explosión ensordecedora y el coche se detuvo. Meredith se quedó rígida en su asiento con los ojos abiertos como platos.

– ¿Qué ha sido eso?

– Parecía una explosión de pólvora -dijo Philip con un nudo en el estómago.

Gruesas nubes de humo negro se alzaban en la distancia, por detrás de los edificios que había exactamente delante de ellos. El caballo resopló con fuerza y Philip oyó al cochero tratando de tranquilizar al animal.

– Creo que no voy a poder acercarme más, señor-dijo el cochero-. El caballo se ha asustado por la explosión y ha olido el humo de lo que sea que esté ardiendo. Me temo que no podré hacer que siga adelante.

– Seguiremos a píe -dijo Meredith desde detrás.

Con una incómoda sensación en todos sus nervios, Philip asintió con la cabeza. Sacó unas cuantas monedas del bolsillo y se las dio al cochero. Luego, fuertemente agarrados de las manos, los dos dieron la vuelta al edificio que tenían delante.

En el momento en que doblaban la esquina, Philip se detuvo en seco. Había un barco envuelto en llamas y humo. El barco se desplazaba por el río, ya que obviamente lo habían soltado de las amarras para que el fuego no afectara a los demás barcos del muelle. Había montones de hombres corriendo de aquí para allá por el muelle, llevando cubos de agua con los que intentaban apagar varios pequeños fuegos que se habían declarado en tierra firme.

– ¡Qué desgracia! -dijo Meredith apretándole las manos.

– Sí. -Pero Philip sospechaba que todavía no se había dado cuenta de lo grande que era aquella desgracia. Porque el barco que iba a la deriva por el río era el Sea Raven.

En medio de las nubes de humo negro, Philip divisó una figura familiar.

– Vamos, creo que he visto a Andrew.

Manteniéndose muy juntos, avanzaron por el camino de adoquines. Cuando llegaron al muelle, Philip le tocó el hombro a Andrew. Su amigo se dio media vuelta, saludó a Meredith con una inclinación de cabeza y se quedó mirando a Philip con una mueca de asombro en la cara.

– ¿Cómo ha sucedido? -preguntó Philip.

– No lo sé. Cuando acabamos de catalogar las últimas cajas del almacén, vinimos aquí. En ese momento estaban amarrando el barco. Había gente por todas partes, y Edward, Bakari y yo nos separamos. No sé cómo, de repente el barco empezó a arder, y poco después se oyó una explosión.

– Pólvora -murmuró Philip-. Había unos doce barriles a bordo.

– Sí. No puedo hacerme a la idea de que ese barco haya viajado seguro desde Egipto solo para ser destruido precisamente a su llegada.

– ¿Ha habido heridos?

– Algunos quemados sin importancia, y uno de los marineros se ha roto una pierna. Pero no ha habido muertos, gracias a Dios. Si la pólvora hubiera explotado antes, cuando la tripulación estaba todavía a bordo, habría sido un gran desastre. -Sus miradas se encontraron-. Desgraciadamente no se ha podido salvar la carga. Se han perdido todos los objetos que iban a bordo.

– ¿Dónde están ahora Edward y Bakari?

– No lo sé. -Hizo un gesto vago con las manos-. Deben de estar por aquí cerca, eso es seguro.

Philip sintió una presión en su brazo. Se dio la vuelta y se encontró con la mirada profundamente preocupada de Meredith.

– ¿Los objetos? -murmuró Meredith-. Dios mío, ¿ese era el Sea Raven?

– Me temo que sí. -A Philip se le encogió el corazón al ver el miedo y la resignación que destilaban los ojos de ella.

– De modo que esto es todo -dijo Meredith con una voz completamente desprovista de expresión-. Ya no tenemos ninguna esperanza de encontrar el pedazo de piedra desaparecido. Lo cual significa que moriré en menos de cuarenta y ocho horas.

– ¿Qué es lo que está diciendo, miss Chilton-Grizedale? -preguntó Andrew con la voz llena de perplejidad-. ¿De qué está hablando, Philip?

Antes de que Philip pudiera contestar, Edward y Bakari se reunieron con ellos. Al igual que Andrew, las ropas de los otros dos estaban tiznadas de humo negro.

– Qué horrible tragedia -murmuró Edward sacudiendo la cabeza-. Gracias a Dios no ha habido que lamentar pérdidas. -Se volvió hacia Andrew-. ¿Dónde te habías metido? No te he visto por ninguna parte hasta que hemos llegado a los muelles.

– Lo mismo podría decir yo de ti -contestó Andrew levantando las cejas.

– Mucha gente, mucha confusión -dijo Bakari. Luego señaló hacia el agua-. Mirad.

Todos ellos se volvieron para mirar el barco, y durante los siguientes minutos se quedaron observando en silencio cómo se iba hundiendo poco a poco en el agua, hasta llegar a desaparecer completamente de la vista.

– Todo nuestro trabajo, todas las antigüedades… -Edward meneó la cabeza y luego le puso una mano a Philip sobre el hombro-. Es una pérdida terrible para ti, Philip.

– Eso no tiene importancia. Lo que importa es que encontremos la manera de romper el maleficio. Antes de que sea demasiado tarde. -Su mirada se detuvo en cada uno de sus tres amigos-. Meredith ha sido afectada por el maleficio.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Andrew con un tono seco de voz.

– Quiero decir que la cólera de este maldito maleficio ha caído sobre ella.

– Pero ¿cómo? -preguntó Edward-. ¿Te has casado con ella?

– No. Pero le he pedido que se case conmigo. Y al poco de que lo hiciera, ella se cayó y después sufrió un terrible dolor de cabeza.

Las miradas de Andrew, Edward y Bakari se clavaron en Meredith, con expresiones que iban desde la compasión hasta el horror. Ninguno de ellos se atrevió a decir que posiblemente su caída y su posterior dolor de cabeza no fueran más que simples coincidencias.

– ¿Qué podemos hacer para ayudar? -preguntó Andrew en voz baja.

– Quiero que tú acompañes a Meredith a mi casa. Que se acomode allí mientras tú cuidas de ella. -Philip dirigió a Andrew una mirada elocuente, y su amigo asintió con la cabeza entendiendo que «cuidar de ella» significaba no perderla de vista. Luego se volvió hacía Meredith-: ¿Quieres pasar antes por tu casa? Ella negó con la cabeza.

– Ahora no. No quiero que Charlotte y Albert se preocupen. Aunque, por supuesto que los tendré que ver… pronto.

– Los podrás ver cada día, durante muchos años -le dijo Philip apretándole las manos. A continuación se dirigió a Bakarí-: Quiero que vayas a casa de mi padre y que los tengas vigilados a él y a Catherine. Y Edward, sí no te importa, me gustaría que investigaras cómo se ha producido el fuego y después lo notifiques a las autoridades competentes.

– ¿Y qué es lo que vas a hacer tú? -preguntó Meredith.

– Yo pasaré por el almacén para echar una última ojeada a los libros. Puede que encuentre algo que me dé alguna idea. Luego me reuniré contigo en casa.

Edward se despidió de ellos con la promesa de ponerse en contacto en cuanto averiguara algo. Philip y Meredith siguieron a Andrew hasta donde estaba el carruaje de Greybourne, a varias manzanas de allí. Cuando Andrew y Bakari doblaron una esquina ofreciéndoles un poco de privacidad, Philip se detuvo y apretó a Meredith contra él. Antes de que ella pudiera emitir una palabra, él le cubrió los labios con su boca en un beso duro y entregado, empañado por la desesperación y el temor que lo dominaban. Ella le devolvió el beso con la misma desesperación y con un miedo palpable. Apartándose de su boca, Philip le tomó la cara entre las manos y la miró fijamente a los ojos.

Meredith torció la boca en una leve sonrisa.

– Esperando a que tus amigos doblen la esquina para besarme… qué respetuoso te has vuelto. Aunque debería puntualizar que besarme en plena calle es algo muy escandaloso.

– Durante las próximas cinco o seis décadas tengo la intención de hacer mucho más que besarte en plena calle. Pienso hacerte el amor bajo las estrellas en un jardín inglés a la luz de la luna. En las cálidas playas del Adriático. Y en un montón de lugares más. Para demostrarte y para decirte cada día lo mucho que te quiero.

Ella parpadeó rápidamente para hacer desaparecer la humedad que se acumulaba en sus ojos antes de que él la viera.

– Estaré encantada de esperar a que eso ocurra.

Dándole un beso rápido, la tomó de la mano y dio la vuelta a la esquina para llegar hasta el carruaje que les estaba esperando ante la fachada del edificio que había enfrente. Adelantándose al lacayo, él mismo abrió la puerta y ayudó a Meredith a entrar en el coche, donde ella se sentó en el asiento opuesto al que ocupaban Andrew y Bakarí.

– No tardaré en volver a casa -le dijo él apretándole las manos.

– ¿No subes para que te llevemos en coche hasta el almacén? -preguntó ella.

– No. No está demasiado lejos, y creo que un paseo le sentará bien a mi cabeza. -Se dirigió a Andrew y a Bakari-: Tened cuidado.

Luego cerró la puerta y le dio la señal al cochero para que partieran. Se quedó mirando el carruaje mientras doblaba la esquina, y apoyándose firmemente en su bastón se dirigió hacia el almacén.

Desde que era un niño, pasear siempre había sido para él un reconfortante bálsamo que le ayudaba a aclarar sus pensamientos de una manera lógica y metódica. Y solo Dios sabía que jamás en la vida había necesitado eso más que ahora. Avanzando por las estrechas callejuelas, se dedicó a repasar la miríada de pensamientos que daban vueltas por su cabeza, intentando desbrozarlos uno a uno.

No le cabía ninguna duda de que la destrucción del Sea Raven había sido deliberada. Quienquiera que hubiera hecho arder el barco no solo había provocado un daño irreparable, sino que la descarada audacia de aquel acto le daba a entender que su enemigo estaba cada vez más desesperado.

¿Quién lo habría hecho? ¿Quién estaba tan empeñado en verle sufrir? ¿Y por qué? Desgraciadamente, las investigaciones de Andrew no habían ofrecido ninguna respuesta.

Dando la vuelta a la última esquina llegó hasta el almacén. Caminó entre los pasadizos repletos de cajas dirigiéndose directamente a la oficina. Abrió el escritorio en el que guardaba los libros y se quedó helado. Encima de uno había un trozo de papel.

Tengo la piedra que estás buscando. Vas a sufrir.

20

Philip se quedó mirando la nota, que estaba escrita con la misma letra que las otras, y la ira y la esperanza chocaron en su interior. Ira porque ese mal nacido estaba jugando con él de aquella manera, pero esperanza… Dios santo, tanta esperanza de que estuviera diciéndole la verdad. «Tengo la piedra que buscas.» Solo podía estar refiriéndose al pedazo de piedra desaparecido. De modo que existía. Habría apostado cualquier cosa a que estaba en la caja de alabastro que robaron aquella noche del almacén, y que aquel maldito desgraciado tenía ahora en su poder, lo que probaría que el maleficio estaba en el centro de todos los ataques. «No vas a tener esa piedra en tu poder demasiado tiempo», se prometió en silencio. «Te voy a encontrar y voy a recuperar mi piedra. Y luego te voy a convertir en el desgraciado que más habrá lamentado cruzarse en mi camino de toda Inglaterra.»

La persona responsable de todo aquello no era un extraño. Aquella caja había sido la única que habían forzado la noche del robo. Se trataba de alguien que sabía dónde se escondían las antigüedades. Y que conocía el valor de aquel pedazo de piedra. Sabía quiénes eran sus amigos y su familia… y quiénes las personas que más le importaban. Por supuesto, se trataba de alguien que había navegado con él, en el mismo barco. Todos los que iban a bordo del Dream Keeper sabían que Andrew, Edward y Bakari eran como hermanos para él. También le habían oído hablar de su padre y de Catherine, y sabían que las cajas que se transportaban en el barco iban dirigidas al museo y al almacén.

Los goznes de la puerta chirriaron.

– Hola -se oyó decir a una voz de joven adolescente-. ¿Hay aquí un tipo llamado Greybourne?

– Yo soy Greybourne -contestó Philip corriendo hacia la puerta. Un muchacho de unos doce años, lleno de suciedad y vestido con harapos, estaba parado ante la puerta abierta.

– Tengo una nota para usted -dijo entornando los ojos-. Pero le va a costar algo. El tipo que me pidió que se la trajera aseguró que me daría medio penique.

Philip sacó una moneda del bolsillo y la lanzó al aire. El muchacho la agarró al vuelo y los ojos le brillaron al sentir el metal en su palma. Le dio la nota y salió corriendo, sin duda imaginando que Philip trataría de recuperar su moneda. Rompiendo el sello, Philip leyó la breve nota.