He hablado con el juez, y cree que alguien de la tripulación causó el incendio con un puro. Ningún testigo ha sabido decirme qué pasó, pero los jueces seguirán investigando. He tomado una habitación en el Dengy Arms para estar cerca por si me necesitas.

Edward

Philip se quedó mirando absorto la nota. No creía que el incendio lo hubiera provocado algún marinero descuidado. Aunque tampoco pensaba que fuera responsable alguien de la tripulación del Sea Raven. Quienquiera que hubiera provocado el incendio era la misma persona que había hecho todo lo demás; y esa persona no había llegado hoy en el Sea Raven.

Metió la nota otra vez en el sobre y se la guardó en el bolsillo. Se puso a caminar de un lado a otro del almacén, dando vueltas en su mente a montones de posibilidades y descartándolas una tras otra lo más rápido que podía. Por lo que él sabía, no se había hecho enemigos a bordo del barco durante su regreso a casa. Aunque no podía negar que se hubiera hecho unos cuantos durante sus muchos viajes. ¿Acaso alguno de ellos le habría seguido hasta Inglaterra?

La imagen del carruaje abalanzándose sobre Meredith centelleó en su mente y sus pasos se hicieron más lentos. Esa persona sabía que Meredith era importante para él; y ese era un hecho que se había desarrollado muy recientemente. Y que no mucha gente conocía. En realidad, las dos únicas personas que lo sabían estaban muy cerca de él…

Se detuvo; por su mente cruzó una horrible posibilidad que se le acababa de ocurrir. No, no podía ser… no era posible. Pero cuanto más reflexionaba sobre los acontecimientos de los últimos días, más se daba cuenta de qué era lo que podía estar pasando. Una a una, las piezas de aquel rompecabezas empezaron a encajar en su mente, haciendo aparecer ante sus ojos la desnuda verdad. Los ataques, el cristal roto, las extrañas ausencias, las conversaciones… sí, todo encajaba. Se pasó las manos por la cara. Por todos los demonios, había estado ciego y se había confiado como un tonto. Se le heló la sangre. ¿Y en qué nuevo peligro acababa de colocar a Meredith al no haberse dado cuenta antes de la verdad?

Rápidamente repasó las posibilidades de acción que tenía, y luego echó a correr hacia la oficina. Allí escribió tres breves notas y metió cada una de ellas en un sobre. Llegó a toda prisa hasta la puerta del almacén y salió a la calle. Como esperaba, encontró allí al muchacho que hacía un momento le había entregado la nota de Edward. Estaba indolentemente apoyado contra la pared de madera del edificio adyacente al almacén, hablando con otro muchacho de aproximadamente su misma edad. No había duda de que se había quedado allí esperando que Philip tuviera un encargo similar para él -o acaso suponiendo que él y su amigo podrían robarle cuando saliera del almacén.

– Eh, muchachos -gritó Philip dirigiéndose a ellos-. Tengo un trabajo para vosotros.

Los dos chicos se intercambiaron una mirada y luego se acercaron andando hasta él con aire de tipos duros.

– ¿Qué tipo de trabajo? -le preguntó el chico al que ya conocía.

– Tengo varias cartas que quiero que entreguéis.

– ¿Ahora? -dijo el otro muchacho, que era un poco más alto-. ¿Y qué nos dará a cambio?

Philip sacó dos monedas del bolsillo.

– Os daré un chelín a cada uno de vosotros. Y cuando volváis de la entrega os daré una libra extra.

– ¿Una libra para cada uno? -preguntó el chico más alto entornando los ojos con aire de suspicacia.

– Sí.

– ¿Y eso es todo lo que quiere que hagamos por tanto dinero? ¿Solo llevar unas cartas?

– Eso es todo lo que quiero. ¿Cómo os llamáis?

Los muchachos intercambiaron una rápida mirada y luego se acercaron más a él.

– Yo soy Will -dijo el más alto. Señaló con la cabeza a su compañero y añadió-: Y este es Robbie.

– Bien, Robbie y Will, esto es lo que quiero que hagáis. -Philip le dio dos cartas a Will y una a Robbie, y les dijo a continuación la dirección donde tenían que entregarlas-. ¿Alguna pregunta?

– ¿Dónde está nuestra pasta? -preguntó Robbie.

Philip dio a cada uno de ellos un chelín. Se intercambiaron una rápida mirada y dieron media vuelta para marcharse. Philip contó mentalmente hasta cinco y luego dijo:

– Chicos. -Los dos se volvieron a la vez-. Quiero que no olvidéis que hemos hecho un trato y espero que lo cumpláis hasta el final. Os doy mí palabra de que yo cumpliré mi parte del trato. E imagino que no tendréis ninguna intención de desaparecer con mis chelines y destruir mis cartas. Porque si lo hacéis os aseguro que os encontraré. Y os aseguro que esta sería la última vez que se os ocurra traicionar a alguien. -Philip sacó con aire despreocupado el reloj del bolsillo de la chaqueta y miró la hora, escondiendo una sonrisa detrás de los cristales de las gafas al ver la cara de sorpresa que ponían los dos muchachos-. ¿Me habéis entendido?

Los dos muchachos se miraron y luego miraron el reloj de Philip.

– Yo… yo lo he entendido -dijo Will.

– Yo también -añadió Robbie asintiendo con la cabeza tan vigorosamente que Philip temió que se le removiera el cerebro.

– Entonces a vuestro trabajo. No hay tiempo que perder.

Los dos chicos echaron a correr como si los persiguieran todos los demonios, y Philip volvió a entrar en el almacén seguro de que entregarían las cartas en el mínimo tiempo posible y volverían corriendo por su dinero extra. Le echó una última ojeada al reloj antes de volver a metérselo en el bolsillo de la chaqueta. Por segunda vez en aquel día alguien había pretendido aligerarle del peso de su reloj. Sus pensamientos se dirigieron a Meredith. Y alguien a quien jamás habría creído capaz de tal villanía estaba intentando robarle algo mucho más importante para él que un simple reloj.

Sintió que un profundo dolor le embargaba al comprender toda la verdad, pero lo desechó. «Si quieres hacerme daño, tendrás que venir a por mí y dejar tranquilos a aquellos a los que quiero. Pero no conseguirás volver a hacerle daño a nadie más. Ya te conozco, mentiroso mal nacido.» Una mueca dobló sus labios, y lentamente pasó la mano por la empuñadura de su bastón.

«Lo único que tengo que hacer ahora es esperar a que vengas a por mí.»

Meredith se sentó en el sofá del salón de Philip, tomando una taza de té que esperaba que la pudiera aliviar del horrible dolor que sentía golpearle las sienes. La cabeza de Prince descansaba sobre su regazo, y ella acariciaba con una mano el mullido y suave pelo del animal, mientras el señor Stanton caminaba de un lado a otro por delante de la chimenea. Desde que había leído la nota que recibiera un cuarto de hora antes, no paraba de moverse de aquí para allá, con el ceño fruncido, como si estuviera dándole vueltas a un problema muy serio.

Meredith sentía curiosidad, pero como no había visto quién le había enviado aquella nota, dudaba si debía preguntar. Si la misiva la hubiera enviado Philip, seguramente lo habría comentado con ella.

– Espero que Philip no le tenga demasiado cariño a la alfombra -dijo ella tras carraspear.

Él se detuvo con una mueca de perplejidad arqueando sus cejas.

– ¿Qué alfombra?

– Esa que está usted desgastando de tanto ir de aquí para allá.

Mirando hacia la gruesa alfombra persa que estaba bajo sus botas, Andrew le contestó con gesto avergonzado:

– Ah, la alfombra.

– ¿Está preocupado por Philip? -preguntó ella.

La miró como si fuera a negarlo, pero enseguida asintió con la cabeza.

– Está tardando mucho más de lo que había esperado.

– Me imagino que estará deseando ir al almacén.

– Sí.

– Pero no puede hacerlo porque le ha prometido que cuidaría de mí.

Una sonrisa cansada se dibujó en su cara.

– Philip no me había dicho que era usted visionaria, miss Chilton-Grizedale.

– No se necesita una especial intuición para ver lo preocupado que está usted. Y yo creo que debería ir.

– Le prometí que no me apartaría de su lado.

– Entonces, lléveme con usted. Yo también estoy preocupada por Philip.

El se quedó estudiando su cara durante varios segundos, con una expresión insondable en sus oscuros ojos. Luego, una lenta sonrisa hizo que los extremos de sus labios se elevaran.

– De acuerdo, iremos juntos. Esa puede ser la solución perfecta.

En el Denby Arms, Edward abrió la puerta al oír que golpeaban de manera discreta. Un criado traía un sobre sellado con una nota en una bandeja de plata.

– Esto acaba de llegar para usted, señor -murmuró el criado-. Lo ha traído un andrajoso chiquillo, creí que debería saberlo.

Frunciendo el entrecejo, Edward tomó la carta, cerró la puerta y abrió el sobre.

Catherine se acercó al vestíbulo de casa de su padre y se encontró con Bakari, quien en ese momento leía atentamente un trozo de papel.

– He oído que llamaban a la puerta -dijo ella avanzando por el vestíbulo.

Catherine se quedó mirando fijamente a Bakari, quien se guardó la carta apresuradamente en un bolsillo de su amplio pantalón.

– Imaginé que había llegado Philip -dijo ella levantando las cejas.

– No ha llegado.

– ¿Quién llamó a la puerta?

– Un chico con un recado.

Como vio que Bakari no pensaba añadir nada más, Catherine preguntó:

– ¿Y qué recado traía?

– Una carta. Para mí.

Obviamente, el contenido de la carta había dejado a Bakari preocupado, y se le veía claramente agitado. Sin embargo, antes de que ella le pudiera preguntar algo más al respecto, él murmuró:

– Por favor, discúlpeme. -Y salió corriendo por el pasillo, camino a la cocina.

Mientras viajaba sentado en su carruaje, las palabras de la nota de Greybourne daban vueltas por su mente poniéndole cada vez más furioso. «He descubierto cómo romper el maleficio sin el trozo de piedra desaparecido. Por favor, reúnete conmigo en el almacén.»

¿Romper el maleficio? «No permitiré que lo hagas, Greybourne», pensó. «Oh, no. Todavía no has empezado a sufrir. Pero vas a sufrir, desgraciado. Vas a sufrir. Ya lo verás.»

21

Cuando Will y Robbie regresaron al almacén, anunciando que habían entregado con éxito las cartas, Philip dejó escapar un suspiro de alivio. Les pagó a cada uno la libra que les había prometido, añadiendo un chelín más por haber demostrado ser de confianza. Casi se les salen los ojos de las órbitas al ver lo que les acababa de caer del cielo. Philip sintió compasión por los dos chicos zarrapastrosos. Había visto tantos niños como estos, tanto en Londres como en el extranjero. Niños que sin tener la culpa de ello se habían visto obligados a vivir en las calles, luchando para sobrevivir día a día. Niños que se enfrentaban al mundo con los ojos llenos de odio, desesperación, miedo y desesperanza. Así había tenido que enfrentarse Meredith al mundo, pero había conseguido, mediante su carácter, firmeza y determinación, no solo salir de aquella circunstancia, sino también ayudar a Albert y a Charlotte.

Antes de despedir a los chicos, les dijo:

– SÍ os interesa trabajar, trabajar honradamente, venid a verme. -Y les recitó la dirección.

– Ahí es donde he llevado una de las cartas -dijo Will con los ojos abiertos como platos-. ¿Esa mansión tan bonita es su casa?

– Sí. -Philip se quedó mirando a los dos fijamente-. Puedo ofreceros trabajo. Pero quiero que sepáis que no toleraré que me mientan o que me roben. Ni una sola vez. La decisión es vuestra -dijo haciendo un gesto amplio con las manos-. Y ahora id a compraros algo de comer.

Los chicos se lo quedaron mirando durante unos segundos y luego se marcharon. Philip los vio desaparecer de su vista, y esperó que se tomaran en serio su oferta. Bien sabía Dios que él solo no podía salvar a todos los niños abandonados de Londres, pero tal vez podría ayudar a Will y Robbie dándoles una oportunidad. El resto dependía de ellos.

De nuevo solo, Philip se puso a caminar intranquilo de un lado a otro delante de puerta de la oficina, obligándose a respirar despacio y profundamente. Su mirada se paseó por la zona, viendo dónde había dejado el bastón, escondido a la sombra de una de las cajas. Estaba preparado para enfrentarse con su enemigo.

Su enemigo. Una risa sorda le atravesó la garganta. «Y durante todo este tiempo yo creyendo que era mi amigo», pensó.

Sus pasos se detuvieron cuando oyó la puerta que se abría. Una voz familiar lo llamó.

– ¿Estás ahí, Philip?

– Sí. Junto a la oficina.

En el suelo de madera resonaron unos pasos rápidos. Cuando su invitado dobló la esquina y estuvo frente a él, Philip se quedó rígido por el impacto de mirar en los oscuros ojos del hombre a quien había creído durante tanto tiempo su amigo. Un cúmulo de emociones se revolvieron en él, y frunció el entrecejo. Maldita sea, no había previsto que junto con su enfado iba a experimentar un fuerte sentimiento de pérdida. Y de tristeza, por haber tenido que llegar a eso. Dejando a un lado aquellos inoportunos sentimientos, dijo: