morirá tras besarla.
O dos días después de acordado el compromiso,
a tu novia, maldita, muerta la encontrarán.
Una vez tu prometida haya sido amada de palabra y hecho
nada la podrá salvar de la gula de mi maldición.
Pero hay una llave para que la maldición acabe.
Sigue a la belleza a un alegre banquete
y así como ella demuestra que su amor no es menos
y con absoluta audacia prueba que este jamás se apagará, haz lo mismo tú
para que el amor, y no la muerte, prevalezca.
Se tomó la cara entre las manos, y su barba incipiente le arañó las palmas. Podía entender las palabras. Ahora solo tenía que descubrir qué demonios querían decir. Echó una ojeada al reloj.
Le quedaban menos de veintiocho horas para descubrirlo.
Ya solo quedaban doce horas.
Philip se pasó los dedos por entre los cabellos, haciendo esfuerzos para que el miedo que amenazaba con estrangularlo no lo venciera. Con la ayuda de Meredith, había pasado casi todo el día buscando entre sus diarios alguna clave que le revelara el secreto oculto en aquellas palabras, pero no había conseguido ningún resultado. Philip no había querido revelar las palabras exactas a Andrew y Bakari, por su seguridad, pero les había enviado al museo para que investigaran todo lo que pudieran al respecto de las perlas, de un banquete o del precio del amor verdadero. Le había sugerido a Meredith que enviara otra nota a Charlotte, pidiéndole que viniera a su casa con Albert y Hope, para que pudiera informarles de lo que estaba sucediendo, y prepararlos para lo peor, pero ella se había negado.
– Todavía no. Hacerlo sería como si ya no tuviéramos esperanzas, y yo todavía las tengo. Tengo la intención de convertirme en tu esposa.
Apartando la mirada de ella, para que no pudiera ver el miedo que se reflejaba en sus ojos, Philip continuó examinando sus diarios. Intentó tragarse su terror mudo, que aumentaba con cada minuto que pasaba. Otro minuto más sin una respuesta. Otro minuto perdido. Se negaba a mirar el reloj, pero cada vez que el carillón daba los cuartos su mente le avisaba de lo rápido que se les estaba escapando el tiempo. Abrió otro de los diarios maldiciendo y rezando a la vez. ¡Maldita sea! La respuesta tenía que estar en alguna parte. Tenía que estar en algún lugar. Y él tenía que encontrarla. Por favor…
– Me parece que no le hemos prestado suficiente atención a esto -dijo Meredith. Él levantó la vista. La enorme perla descansaba sobre la palma de su mano-. Dado el tamaño y lo antigua que es, no cabe duda de que esta piedra tiene que valer varios miles de libras.
– Estoy de acuerdo -dijo Philip colocándose bien las gafas y prestándole toda su atención.
– Es el tipo de piedra que debió de pertenecer a alguien muy importante. Acaso a una reina.
– Sí. Una reina como Cleopatra o Nefertiti… las dos grandes bellezas… -Un recuerdo asomó desde la trastienda de su memoria mezclándose con las frases finales del mensaje de la piedra.
– ¿Qué sucede? -preguntó Meredith.
– No estoy seguro, pero creo que me has dado una idea. -Se levantó y se acercó a la librería que había en una esquina del estudio. Recorrió con el índice la fila de lomos de cuero de la última estantería-. Recuerdo una historia que leí hace años. -Encontró el volumen que buscaba y lo sacó de la estantería-. Un momento.
Llevó el libro a la mesa, lo abrió y hojeó las páginas hasta que encontró el pasaje que estaba buscando. Mientras leía aquellas líneas, su corazón empezó a latir más deprisa y la mano se le puso a temblar.
– Creo que hemos encontrado algo -dijo él.
– ¿Qué libro es ese? -preguntó ella apoyándose en sus hombros.
– Es uno de mis primeros diarios. Son notas que tomé hace años a partir de la lectura de la Historia natural de Plinio el Viejo. Cuando has mencionado la perla, y a una princesa que la podría llevar puesta, he pensado en las últimas líneas de la maldición y ha habido algo que me ha sonado familiar.
– ¿Quién es Plinio el Viejo?
– Un escritor romano del siglo uno. En su Historia natural cuenta una anécdota en la que las perlas tienen un papel clave. Se trata del relato de uno de los banquetes más famosos de la historia. Parece ser que Cleopatra le apostó a Marco Antonio que ella podía ofrecer el banquete más caro de la historia, un banquete que nadie podría igualar.
– Una belleza y un arriesgado banquete -dijo ella con un destello de comprensión en los ojos.
– Sí. Según esa historia, ella pretendía convencer a Roma de que Egipto poseía una herencia y una riqueza tan vasta que estaba más allá de la conquista. Y eso también encaja con el maleficio. Marco Antonio era su amante, y Cleopatra estaba intentando demostrarle que ella (Egipto) era la más fuerte, y que «no era menos». -Philip no podía ocultar la excitación de su voz conforme seguía leyendo sus notas-. De hecho, aquel banquete fue lujoso, pero no mucho más que los que Cleopatra había ofrecido en muchas otras ocasiones, de modo que Marco Antonio creyó que había ganado. Pero entonces Cleopatra, que en aquel momento llevaba puestos unos pendientes con dos perlas enormes, se quitó una de ellas, la aplastó, la echó en su copa de vino, y se la tragó. Después de aquello, el juez de la apuesta tuvo que declarar que Marco Antonio había perdido.
– «Con absoluta audacia» -dijo ella con los ojos muy abiertos.
– Sí. Todo concuerda con las palabras del maleficio -dijo Philip, con el corazón a punto de salírsele del pecho, con la certeza de que esa era la clave que habían estado buscando. Se puso de pie y agarró a Meredith por los hombros- La última línea de la piedra: «Haz lo mismo tú para que el amor, y no la muerte, prevalezca». Si nosotros hacemos lo mismo, será el amor, y no la muerte, lo que prevalecerá.
Ella abrió los ojos con comprensión y esperanza. Luego su mirada se posó en la perla que descansaba sobre la palma de su mano.
– ¿Crees que esta puede ser la perla del otro pendiente de Cleopatra?
– Tengo sospechas muy fundadas de que así es.
Ella dejó escapar un largo y profundo suspiro.
– Dios mío. Si en aquella época ya debió de ser una perla valiosísima, ¿cuánto se supone que puede valer hoy en día?
– No tanto como tu vida, Meredith.
– Pero tú mismo estabas de acuerdo en que podría valer varios miles de libras. Y si perteneció a Cleopatra, estoy convencida de que era una estimación a la baja. Pensar en destruir algo tan especial y valioso…
Él la hizo callar colocando la punta de dos dedos sobre sus labios.
– Tú eres más especial y valiosa que cualquier otra cosa. Vamos, ha llegado el momento de acabar con esta maldición. -Tomándola de la mano, Philip la acompañó hasta donde estaban las bebidas y sirvió una copa de vino.
Sintiéndose como si estuviera dentro de un sueño, Meredith observó cómo él aplastaba la perla en la copa. Cielos, aquella perla era tan valiosa, y él la había destruido sin siquiera pestañear, solo por salvarle la vida.
– Philip… ¿y si estás equivocado?
Como respuesta, él bebió un sorbo de la copa y a continuación se la acercó a ella.
– Bebe.
Ella hizo lo que se le pedía, tragando el líquido que quedaba en la copa. Luego se quedaron de pie, en silencio, mirándose a los ojos. Pasó un minuto. A Meredith el corazón le latía con trepidación mientras esperaba una señal, un signo de que el maleficio se había roto.
Pasó otro largo minuto cargado de tensión. Nada. La trepidación de su corazón aumentó llenándola de pánico. Los ojos de Philip reflejaban la misma preocupación y el mismo miedo que podía verse en los de ella. Por Dios, ¿y si al beberse aquella perla no hubieran hecho nada más que destruir una piedra preciosa? La esperanza que poco antes se había hecho un hueco en su corazón empezó a disiparse, dejando en su lugar un rastro de desesperación y sufrimiento.
Pero al cabo de un momento Meredith experimentó una extraña sensación en la cabeza. Abrió los ojos como platos.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Philip escudriñando el rostro de ella con su ansiosa mirada.
– El dolor de cabeza -murmuró ella-. Ha desaparecido.
Un ruido en el escritorio llamó su atención, y los dos se volvieron a la vez. Meredith agarró con fuerza la mano de Philip, con un gesto de sorpresa que se iba transformando en una conmoción pasmada, mientras la «Piedra de lágrimas» parecía empezar a temblar encima de la mesa. Luego, como si hubiera sido movida por una mano invisible, cayó al suelo golpeando sobre la alfombra con un ruido sordo, y se rompió en cientos de pedazos que se fueron deshaciendo lentamente hasta quedar convertidos en un montón de arena. Su mirada se dirigió hacia Philip.
– Por Dios, ¿has visto eso? -preguntó ella incapaz de creer lo que sus ojos acababan de presenciar, y nerviosa imaginando si ese montón de arena podría significar lo que ella estaba deseando entender.
– Lo he visto. Y excepto tú misma, eso entra en la categoría de «la cosa más hermosa que he visto en el mundo». -Sus labios se curvaron lentamente en una sonrisa, y él la atrajo contra sí-. Mi querida Meredith, esto significa que hemos roto el maleficio; de manera literal y figurada. Somos libres.
– ¿De veras ha acabado todo? -preguntó ella sintiendo que le temblaban las rodillas de emoción.
– Sí. Y en cuanto a todo lo demás, esto no es más que el principio. -Philip le sujetó la cara con ambas manos y su sonrisa desapareció de los labios-. Maldita sea, no tienes ni idea de lo aterrorizado que estaba. Me he sentido tan mal por dentro. Completamente asustado.
– No más que yo, te lo puedo asegurar.
– Por mucho que odie lo que ha hecho Edward, una parte de mí ha entendido la desesperación que él sentía. Si te hubiera sucedido algo malo, creo que me hubiera vuelto loco.
Ansiosa por borrar aquella tensión de los ojos de él, Meredith le sonrió.
– Bueno, gracias a ti, ya soy libre. Por suerte has tenido uno de tus momentos de lucidez, y ha sido un momento muy oportuno.
– Ha sido un momento de lucidez inspirado por ti.
– Pues sí que hacemos buena pareja, ¿no te parece?
– A mí no me tenían que convencer de eso -dijo él agachando la cabeza y besándola con pasión, lentitud y profunda perfección, mientras las rodillas de ella se convertían en mantequilla y se apretujaba contra él. Philip apartó los labios de su boca, y la siguió besando por las mejillas y el cuello.
– ¿Sabes que es la segunda vez que me salvas la vida? -murmuró ella alzando la cabeza para darle mejor acceso a sus besos-. Creo que esto se merece alguna recompensa.
– Y no pienses ni por un momento que no la voy a reclamar.
Philip se puso derecho y ella sonrió viendo los empañados cristales de sus gafas. Deslizándoselas por la nariz para quitárselas, él preguntó:
– ¿Sabes lo muy a menudo que comentas mi total falta de buenos modales?
– Yo prefiero llamarlo «hacer discretas insinuaciones».
– Estoy seguro de que así es. Sin embargo, te aconsejaría que te prepararas para el momento en que te lleve a mi dormitorio, porque allí vas a poder observar una sorprendente falta de modales.
Aquellas palabras hicieron que un escalofrío de anticipación le recorriera la espalda.
– Cielos. No hay duda de que debería desvanecerme ante tal afirmación. Pero por suerte no soy propensa a los vahídos.
– Me alivia mucho oírlo -añadió él con un brillo de salvaje emoción en los ojos.
Después de depositar un último beso en los labios de ella, Philip se sentó al escritorio, donde redactó una breve nota.
– Es para Andrew y Bakari. Para informarles de que se ha roto el maleficio -le explicó.
Volvió al lado de Meredith, dobló las rodillas y la tomó en brazos. Antes de que ella pudiera emitir una queja, salió con ella de la habitación y pasó por el pasillo hasta el vestíbulo, donde se cruzaron con James, quien, bendito él, ni siquiera parpadeó ante la visión de Philip llevando a Meredith en brazos, una vez más.
Philip dejó la nota que acababa de escribir al criado y le dijo:
– Asegúrate de que le sea entregada al señor Stanton en el Museo Británico inmediatamente, James.
– Sí, señor.
– Y luego asegúrate de que nadie me moleste.
– Sí, señor.
Dicho esto, Philip subió los peldaños de dos en dos, mientras las enrojecidas mejillas de Meredith ardían.
– Eres realmente incorregible -le susurró al oído.
– Y a ti te encanta recordármelo.
Entraron en el dormitorio; Philip empujó la puerta con la punta de la bota y luego la cerró con llave. Se acercó a la cama y depositó a Meredith cuidadosamente sobre la colcha, tumbándose luego suavemente sobre ella hasta cubrirla con su propio cuerpo.
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