– Entonces no me casaré. Con nadie. Jamás.

– Me habías dado tu palabra. -Los labios de su padre se estiraron en una delgada línea.

– Pero eso fue antes de…

– Antes de nada. Una promesa es una promesa. Los tratos obligan. Me estremezco al pensar en las consecuencias sociales y económicas de no casarte con lady Sarah.

– Las consecuencias económicas serán considerables, se lo puedo asegurar -interrumpió lord Hedington en tono amenazador.

– Por el amor de Dios, si esta ridícula historia del maleficio llega a conocerse, el escándalo nos arruinará -dijo enfadado el padre de Philip-. La gente pensará que te has vuelto loco.

– ¿Eso es lo que piensas? ¿Que me he vuelto loco?

La reacción de su padre fue exactamente la que esperaba, y ahora era imposible disimular el dolor y el desengaño en el tono de su voz. A su padre se le encendieron las mejillas.

– Preferiría pensar eso antes que imaginar que has inventado una estúpida excusa para eludir tus obligaciones y tus promesas. Otra vez.

– Una vez me dijiste que un hombre vale tanto cuanto vale su palabra. -Se intercambiaron una intensa mirada, cargada con los recuerdos de la negra noche pasada junto al ataúd de su madre-. Fue un consejo que me tomé muy a pecho. Te doy mí palabra de que no estoy intentando eludir mis obligaciones.

Su padre apretó los ojos unos segundos y luego buscó la mirada de Philip.

– Si tengo que hacer caso de todas estas tonterías, debo decir que realmente crees en ese maleficio. Sin embargo, tu creencia está equivocada, y por nuestro propio bien, deberías dejar a un lado esas… ideas y tratar de corregir el desastre que has provocado. Has pasado muchos años lejos de la civilización, inmerso en costumbres ancestrales que sencillamente ya no tienen cabida en el mundo moderno de hoy.

– No hay ningún error en las palabras escritas en la piedra.

– Son palabras, Philip. Nada más. Por lo que me has dicho, son los desvaríos de un hombre celoso engañado por su amada. No tienen poder, a menos que insistas en darles un poder que no les pertenece. No lo hagas.

– Me temo que no puedo comprometerme, padre, a nada más que a poner todo mi empeño en encontrar el pedazo de piedra que falta.

– Dado que en este momento no estoy seguro de qué es lo que tengo que creer, o qué tengo que hacer con esta historia del maleficio -dijo lord Hedington atolondradamente-, estoy de acuerdo con Ravensly en que ni una sola palabra de todo esto debe salir de esta habitación. -Su ceño fruncido abarcó a todo el grupo-. ¿Estamos de acuerdo?

Todos asintieron con la cabeza y murmuraron un sí.

– Y quiero encontrar a mi hija.

– Son dos planes excelentes -afirmó Philip-. Sin embargo, creo que lo más importante en este momento son los cientos de invitados que están esperando en la iglesia. -Colocó sus manos debajo de la cara y miró uno tras otro a su padre, a lord Hedington y a miss Chilton-Grizedale-. Ya que nos hemos puesto de acuerdo en no decir nada por ahora del maleficio, deberíamos ponernos de acuerdo en buscar otra excusa, porque me parece que no podemos aplazar más un anuncio formal de que la boda no va a tener lugar hoy.

Lord Hedington y el padre de Philip miraron hacia la puerta con cara de desaliento. En el momento en que Philip daba un paso hacia ellos, oyó a su espalda un leve gemido seguido por un ruido sordo. Miró por encima de un hombro y se quedó helado.

Miss Chilton-Grizedale se había derrumbado y estaba tumbada en el suelo.

Meredith volvió en sí lentamente. Alguien estaba frotando una de sus manos de la manera más delicada posible. Intentó abrir sus pesados párpados y de repente se encontró a sí misma reflejada en los ojos castaños con gafas de lord Greybourne. En el momento en que se cruzaron sus miradas, la expresión de él se relajó. Ella parpadeó. Él ya no parecía en absoluto una rana. Parecía un empollón, pero con una especie de desaliño especial. Eminentemente masculino y fuerte. Y olía de una manera maravillosa. Con una mezcla de sándalo y lino recién lavado. Sí, era evidente que ya no parecía una rana. Y de repente él la miró perplejo.

– No, por supuesto que no hay ranas aquí, miss Chilton-Grizedale.

Cielos, ¿había estado hablando en voz alta? Por supuesto que no. Sintió un zumbido en los oídos, y se quedó mirando fijamente su cara. Parecía un hombre decente… «Se anuncia que la boda de hoy no tendrá lugar… no va a tener lugar».

Y acababa de arruinar su vida. Por Dios.

– Me alegro de que se haya relajado -dijo él-. Creí que tenía usted un carácter de hierro, pero veo que estaba equivocado.

– ¿Haberme relajado? ¿Qué quiere decir? -preguntó ella arqueando las cejas.

– Se ha desmayado.

– No me he desmayado. No soy propensa a los vahídos.

Cielos, ¿qué le pasaba a su lengua? La sentía como algo extraño en su boca.

Él sonrió. Una media sonrisa torcida que formaba un hoyuelo en sus mejillas.

– Bueno, para alguien que no es propenso a los vahídos, se ha desvanecido como un montón de papiros echados al Nilo. ¿Se encuentra mejor como para incorporarse?

¿Incorporarse? Miró a su alrededor y se dio cuenta, no sin disgusto, de que estaba tumbada de espaldas sobre un sofá. Y vio que lord Greybourne se había sentado en el borde del mismo, con su cadera presionando contra ella y una de sus manos agarrada entre las de él, cuyo dorso no dejaba de acariciarle. El calor ascendía por su brazo, extendiéndose por todo su cuerpo; un calor que nada tenía que ver con la consternación que la inundaba. Él estaba tan cerca, y ella estaba tan… dispuesta.

Por el amor del cielo, ¡se había desmayado! La razón de su desmayo la alcanzó como una oleada. Lady Sarah… no hay boda… novio maldito -que la estaba tratando de calmar de una manera que nunca podría haber imaginado.

Sacó su mano de entre las de él e intentó levantar la cabeza, pero este movimiento no sirvió para nada más que para acentuar la extraña sensación que flotaba ante sus ojos. Un leve suspiro salió de sus labios.

– Respire profundamente -dijo lord Greybourne, y le demostró cómo hacerlo tomando una buena bocanada de aire que hinchó su pecho, y que luego fue exhalando lentamente. El cálido aliento de lord Greybourne rozó los bucles que rodeaban su rostro.

– ¿Cree que no sé cómo respirar? -No había querido que sus palabras sonaran tan irritadas, pero su penosa situación, unida a la cercanía de otra persona, la había descentrado por completo.

– No estoy seguro. Lo que sé es que no necesita una demostración de cómo desmayarse. Ya veo que sabe perfectamente cómo hacerlo.

Por el amor de Dios, qué persona más insufrible. ¡Ahí estaban, enfrentados a una absurda parodia y a la ruina social, y él no paraba de hacer chistes! Cerrando los ojos, respiró profundamente una docena de veces. Cuando se sintió mejor, intentó de nuevo incorporarse, pero se dio cuenta de que no podía moverse.

– Está sentado encima de mi vestido, lord Greybourne.

Él cambió de postura, y luego, agarrándola por los hombros, la colocó de una manera muy poco delicada en posición sentada, dejándola caer de golpe sobre su trasero. La vergüenza, combinada con una gran dosis de irritación -no estaba segura si dirigida hacia él o hacia sí misma-, la espoleó.

– Puede que esté afectado por la situación, señor, pero yo no soy un saco de patatas para que tiren de mí de esa manera.

El movimiento brusco hizo que se soltara uno de los bucles de su cuidadosamente arreglada cabellera, y la punta se quedó balanceándose ante sus ojos.

Se echó a un lado el pelo con un gesto impaciente de los dedos y en ese momento se dio cuenta de que ya no llevaba puesto el gorro.

– Se lo he quitado yo -dijo él antes de que le preguntara-. Pensé que quizá la cinta que llevaba atada alrededor del cuello le dificultaría la respiración. -Sus labios dibujaron una media sonrisa y le dio un tirón a su pañuelo-. Ya se sabe que estas cosas constriñen el paso del aire. Seguramente también deseará arreglarse el vestido. -Philip movió las manos alrededor del cuello.

Al bajar la barbilla, ella se dio cuenta con disgusto de que tenía el chal abierto y echado a un lado, exponiendo un buen trozo de piel que, aunque no era indecente, dejaba ver una parte mucho más amplia de su seno de lo que normalmente debe exponerse a la luz del día.

Ella le lanzó una mirada feroz, pero los labios de él se curvaron hacia arriba en una sonrisa impenitente.

– No me apetecía quedarme con una mujer asfixiada entre las manos.

Cualquier gratitud que hubiera abrigado hacia él por su ayuda se evaporó al instante.

– Yo solamente me sentía levemente mareada, señor…

– Me alegro de que finalmente lo admita.

– …y por lo tanto no era en absoluto necesario que me liberase de ese modo de mi vestimenta.

– Ah, entonces supongo que no debería haberle quitado las ligas.

A Meredith se le salieron los ojos de las órbitas, y aquel gamberro sin modales aún se permitió el lujo de guiñarle un ojo.

– Estaba bromeando, miss Chilton-Grizedale. Solo intentaba devolverle un poco de color a sus pálidas mejillas. Nunca me atrevería a tocar sus ligas sin su consentimiento. Seguramente.

El calor le subía por el cuello. Ese hombre era peor que insufrible, era incorregible. Grosero.

– Puedo asegurarle que nunca recibirá ese consentimiento. Y además, un caballero nunca debería decir cosas tan escandalosas.

– Estoy seguro de que tiene razón -contestó él haciendo aparecer de nuevo el hoyuelo en sus mejillas.

Antes de que ella pudiera idear una réplica, Philip se levantó. Se acercó a una jarra de cerámica que estaba sobre el escritorio y vertió un poco de agua en un vaso de cristal. Se movía con ágil elegancia. Y el saber que él le había desatado y quitado el gorro, le había abierto el chal, y que sus dedos seguramente se habrían posado en su cuello y tocado su pelo, hizo que de nuevo se sintiese acalorada; con un calor encendido que decididamente la hacía sentir algo que estaba más allá del disgusto.

Volvió a su lado y le dio el vaso.

– Beba esto.

Resistió como pudo la tentación de lanzarle el contenido del vaso a la cara. El líquido tibio se deslizó por su reseca garganta, y empezó a asimilar el hecho de que se había desmayado, por primera vez en su vida. Estaba claro que él la había tomado por una tonta sin voluntad. En sus veintiocho años de vida había pasado por cosas mucho peores, y se había recuperado de peores momentos sin haber sucumbido a ese tipo de situaciones blandengues. Pero, por el amor de Dios, esta situación de ahora era desastrosa.

Lady Sarah había abandonado a lord Greybourne en el altar, en unas circunstancias que iban a provocar escándalo. Pero lo peor del caso, desde el punto de vista de Meredith, era que la boda en cuestión -la boda más comentada y esperada en muchos años- había sido organizada por ella en persona. Y por mucho que deseara lo contrario, todos los miembros de la alta sociedad recordarían ese detalle. Se acordarían de eso y la injuriarían por eso. La maldecirían por haber organizado una boda tan inaceptable, tal y como lord Ravensly y lord Hedington habían hecho hacía apenas un momento.

Todos sus grandes planes de futuro se evaporaban como el humo que sale por el cuello de una tetera. La reputación y la respetabilidad por las que tanto había luchado, que tanto había intentado conseguir, se tambaleaban al borde de la extinción. Y todo por culpa de él.

Su mirada se paseó por la habitación, y por primera vez se dio cuenta de que ella y lord Greybourne estaban solos. Una nueva faceta de su desastre que podía acabar en catástrofe.

– ¿Dónde están lord Hedington y su padre?

– Han ido a anunciar a los invitados que lady Sarah está enferma y que, por lo tanto, la boda no podrá tener lugar hoy. -Dejó escapar un largo suspiro-. Es curioso como dos sentencias que son verdaderas pueden dar como resultado una mentira.

– No es una mentira -dijo Meredith colocándose apresuradamente el chal y arreglándose los negros faldones del vestido-. Yo prefiero llamarlo una omisión de ciertos hechos pertinentes.

Él ladeó la cabeza y se quedó mirándola.

– Una definición que se parece bastante a la definición de «mentira».

– En absoluto -respondió Meredith enérgicamente-. Una mentira es hacer afirmaciones falsas. No decir todo lo que se sabe no es mentir.

– En realidad creo que se llama «mentira por omisión».

– Parece que posee usted una conciencia hiperactiva, lord Greybourne. -Al menos podía estar agradecida de que tuviera conciencia, aunque más bien hubiera imaginado que esta era para él una reliquia polvorienta.

– Más bien se trata de que mis actos y mis definiciones estén claramente en consonancia.

– Será a causa de su naturaleza científica.