La mirada de Meredith se quedó clavada en la última línea, con cada una de aquellas palabras resonando en su cabeza como un toque de difuntos. Apretó los ojos y se rodeó el pecho con los brazos en un inútil esfuerzo por contener el dolor que crecía en ella. Maldita sea, no le podía estar pasando esto a ella.

Unas lágrimas cálidas empezaron a correr por sus mejillas, y apretó los dientes para reprimir aquella humedad. Las lágrimas eran signos vanos de debilidad, pero ella no era débil. Ya no. La voz de su madre resonó en su memoria: «Deja de correr, Meredith. No puedes escapar de tu pasado».

«Sí puedo, mamá. Escaparé. No me daré por vencida como tú hiciste. He luchado muy duro para conseguir lo que tengo…»

Tenía. Lo que tenía. Porque ahora lo había perdido todo.

Sintió que su estómago estaba tocando fondo, y se presionó las sienes con los dedos en un vano intento de calmar el rítmico martilleo que sentía en su cabeza. No. No todo se había perdido. Todavía no. Y, por todos los demonios, no se iba a dar por vencida sin pelear.

– ¿Está usted bien, miss Merrie?

Al oír la voz profunda que le hablaba, los ojos de Meredith se abrieron de repente. Albert estaba de pie, en el umbral de la puerta, con una mirada de preocupación arqueando sus negras cejas. Al momento se dio cuenta de que llevaba en la mano una bandeja con sobres de papel vitela.

– Estoy bien, Albert, solo un poco cansada -dijo ella forzando una sonrisa.

Albert no le devolvió la sonrisa. De hecho, sus negros ojos centellearon, luego apoyó la mano que tenía libre en la cadera y la miró a los ojos.

– Esa es una de las mentiras más pobres que he oído nunca, y mire que he oído bastantes -le dijo con su característica franqueza-. Parece pálida y asustada como si hubiera visto un fantasma. -Su entrecejo se frunció profundamente y agachó la cabeza hacia el periódico-. Lo he leído. Y ya me gustaría que me dejaran a solas durante cinco minutos con el tipo que ha escrito eso. Probablemente estuvo espiando.

– Puede ser, pero a estas alturas ya no tiene importancia saber cómo se enteró de la historia del maleficio. -Su mirada se quedó fija en la bandeja-. Creo que los dos sabemos de qué se trata. No vale la pena que hagamos ver que son invitaciones para tomar el té.

– Creo que está usted en lo cierto. Pero no vamos a solucionar nada cerrándoles la puerta. -En ese momento sonó el timbre.

– Déjamelas aquí -dijo Meredith.

Albert dejó la bandeja en la mesa y luego salió cojeando hacia el pasillo, con su bota izquierda arrastrándose sobre el suelo. El hecho de que su cojera fuera tan pronunciada aquella mañana indicaba que no había dormido bien la noche anterior o que iba a hacer mal tiempo. Quizá una combinación de ambas cosas.

Al llegar al umbral de la puerta se dio la vuelta y miró a Meredith con expresión vehemente.

– No se preocupe por nada, miss Merrie. Albert no permitirá que nadie le haga daño. -Albert abandonó la habitación y Meredith pudo escuchar cómo se iba perdiendo el sonido de su bota arrastrándose por el suelo a lo largo del pasillo.

Sus ojos se posaron en los sobres de papel vitela. Aunque no necesitaba leer las notas para saber qué contenían, rompió uno a uno los sellos de lacre y leyó el contenido de las notas. Todas decían casi lo mismo. No eran más que unas cuantas apresuradas líneas garabateadas, redactadas de tal manera que casi podía sentir el calor de la censura elevándose desde el papel hasta quemar su piel. «No necesitaremos sus servicios por más tiempo.» «Desearía que diésemos por concluida nuestra asociación.»

Las palabras exactas eran lo de menos. Cada una de las cartas representaba lo mismo: una nueva palada de suciedad en la tumba en la que descansaban ahora su reputación y su respetabilidad.

Tenía que hacer algo. Y pronto.

Pero ¿qué?

– ¿Cómo demonios ha podido enterarse este periodista de la historia del maleficio? -exclamó Philip mirando con disgusto el periódico.

Andrew Stanton, su amigo norteamericano y socio anticuario, levantó la vista de su desayuno y lo miró sorprendido.

– Me habías dicho que en St. Paul todos estuvieron de acuerdo en no decir ni una palabra.

– Sí, estábamos de acuerdo. Pero ese maldito periodista no sé cómo lo ha descubierto todo. Son como malditos perros callejeros peleando por un hueso. -Dejó a un lado el Times y exhaló un suspiro de frustración-. Ya te advertí que Londres sería así.

– En realidad, me habías dicho que Inglaterra era indigesta, pesada y aburrida, pero me temo que no puedo estar de acuerdo contigo. A las pocas horas de haber llegado ya estábamos envueltos en una interesante pelea callejera a resultas de la cual has acabado haciéndote con una mascota.

– Sí, precisamente un cachorro es lo que más me hacía falta -añadió Philip lanzándole una oscura mirada.

– No me tomes el pelo. Te he visto chocheando con el animal. Apuesto a que en el momento en que esté de nuevo en plena forma te voy a ver haciendo travesuras con él por el parque. -Antes de que Philip pudiera puntualizar fríamente que él no «hacía travesuras», Andrew continuó alegremente-: Y luego vino la acalorada discusión con tu padre, que acabó en el desastre de ayer en St. Paul. No, la verdad es que no he tenido tiempo de aburrirme demasiado. De hecho, me muero de ganas por ver que va a pasar a continuación.

– ¿Siempre has sido tan puñeteramente pelmazo? -preguntó Philip frunciendo el entrecejo.

– No hasta que te conocí -contestó Andrew sonriendo burlonamente-. Tú me has enseñado bien.

– De acuerdo, pero la próxima vez que estés a punto de ser convertido en salami por unos cuantos gamberros armados con cuchillos recuérdame que no intervenga.

– Sí, tú y tu bastón casi me salvan el día -recordó Andrew estremeciéndose. ¿Cómo iba a saber que aquella mujer era la hermana del tipo que llevaba el cuchillo?

Tras aceptar el nuevo café que le ofrecía el criado, Philip dijo:

– He recibido esta mañana una nota de Edward.

– ¿Cómo está? -preguntó Andrew, y al momento despareció de su rostro la expresión de broma.

– Asegura que está bien, pero yo no estoy muy seguro. Ha ido a visitar la tumba de Mary.

Una gran ola de culpabilidad anegó a Philip. Pobre Mary Binsmore. Y pobre Edward. Su amigo había estado muy unido a Mary durante dos décadas. Pensó en hablar con su abogado para poner algún dinero a nombre de Edward. Por supuesto que un gesto económico era algo insuficiente, pero al menos era más que nada. «Si no hubiera sido por mí, Mary aún estaría viva.» Alejando esos pensamientos inquietantes de su mente, Philip continuó:

– Quiere colaborar en la búsqueda del pedazo de piedra que falta entre las cajas que trajimos. Le he contestado que su ayuda será bienvenida. Dios sabe que necesitaremos ayuda, y mantenerle ocupado hará que no esté pensando todo el tiempo en su pérdida. Le he pedido que se reúna contigo en el Museo Británico para buscar entre las cajas que enviamos allí, mientras yo continúo con la búsqueda en el almacén.

– Es un plan excelente. -Andrew depositó su copa de porcelana china sobre la mesa, luego se puso en pie, y su altura y musculatura dejaron enano al criado que estaba a su lado-. Voy ahora mismo al museo. En cuanto haya encontrado algo te lo haré saber de inmediato.

– Yo haré lo mismo.

En cuanto su amigo hubo salido, Bakari entró en el comedor, con una expresión inescrutable en su rostro moreno y con los brazos cruzados sobre la cintura. Con su acostumbrada camisa amplia de seda, sus pantalones bombachos, sus botas de piel hasta el tobillo y su turbante, Bakari desentonaba bastante entre el resto del personal de servicio de la casa, todos formalmente vestidos de librea. Philip miró a su criado con recelo. Siempre le había sido imposible adivinar si Bakari estaba a punto de darle buenas o malas noticias.

– Su padre.

Ah, malas noticias. Con una mueca de resignación, Philip dijo:

– Hazle pasar.

Al cabo de un instante el duque entró en la sala, andando de un modo sorprendentemente dinámico, dado su aspecto cansado y la palidez de su rostro enfermo. La culpa y el remordimiento que sentía Philip se alzaron bruscamente desde el nicho de su corazón, donde moraban como una bestia pesada. A pesar de que no tenía ganas de enzarzarse en otra discusión con su padre, le alegraba verlo levantado. Lo mismo le había pasado a su madre durante sus últimos meses de vida -un inesperado día bueno y, cada vez más a menudo, un montón de días malos-, hasta que no le quedaron más días.

Tras sentarse en una silla al lado de Philip, la mirada fría de su padre se fijó en la ausencia de pañuelo, la camisa medio desabrochada y las mangas arremangadas de su hijo, y a continuación se posó sobre el periódico que había sobre la mesa. Tras aceptar el café que le ofrecía el criado, su padre dijo:

– Maldita historia ridícula. Parece que el tipo hubiera estado en la habitación. Me parece que su conocimiento exacto de algo que habíamos prometido mantener en secreto es como mínimo… curioso.

– ¿Estás insinuando que yo he hecho llegar al Times esa información?

– ¿Lo has hecho?

Como ya le había pasado tantas veces antes, Philip esquivó la dolorosa saeta que las dudas de su padre lanzaba sobre él.

– No, no lo hice. No hay duda de que alguien nos escuchó. No estábamos precisamente hablando en susurros. -Philip apoyó la barbilla en sus manos-. Además, no creo que importe demasiado ahora cómo se ha descubierto la historia. De hecho, puede que sea mejor que se conozca. Eso acabará con las especulaciones.

Una risa malhumorada escapó de la boca de su padre.

– Has estado lejos de la alta sociedad durante mucho tiempo. Te equivocas, se trata del tipo de historia que abre el apetito y lleva a un aumento de especulaciones sin fin. Me alegro de que Catherine no esté en Londres y no tenga que verse envuelta en esta vergüenza.

El corazón de Philip dio un vuelco al oír el nombre de su hermana. Ella era la única persona a la que había echado de menos durante todos los años que pasó en el extranjero, y ansiaba el momento de volver a verla. Su hijo había sufrido un repentino achaque estomacal y, desgraciadamente, había tenido que posponer sus planes de viajar a Londres.

– Bueno, me temo que se verá envuelta muy pronto -dijo Philip-. He recibido una nota suya esta mañana. Spencer ya está mejor y Catherine tiene previsto llegar a Londres esta misma tarde.

– Ya veo. Bueno, tendremos que prepararla -dijo su padre-. Los chismosos se abalanzarán sobre este asunto como un puñado de perros a la caza del zorro. De hecho, los rumores ya se están extendiendo, incluso entre los sirvientes.

– ¿Cómo lo sabes?

– Evans me mantiene informado. Estoy convencido de que no existe en toda Inglaterra un mayordomo que sepa más cosas que él. ¿Te interesa escuchar el resto?

Philip sospechaba que era mejor no conocer más detalles, pero sin saber cómo se oyó a sí mismo contestando:

– Por supuesto.

– Según Evans, quien, debo añadir, me relató lo siguiente después de dar muchos rodeos, con muchos reparos y sin dejar de carraspear, lady Sarah se echó atrás por dos razones: primero, no quería morir a causa del maleficio, y segundo, incluso sin maleficio te habría dejado plantado, ya que no tenía ninguna intención de convertirse en la esposa de un hombre que es incapaz de… cumplir con sus obligaciones matrimoniales.

– Ah, ya veo -dijo Philip haciendo una mueca de desagrado-. Ya que es imposible imaginar que alguna mujer no esté dispuesta a casarse con el heredero de un condado, si no es por razones muy convincentes, las malas lenguas van diciendo que la razón convincente es que yo no soy capaz de consumar mi matrimonio.

– Eso me temo. Y ese no es precisamente el tipo de conjetura contra la que un hombre pueda defenderse por sí mismo. -Echó un poco de azúcar en el café-. ¿Tienes noticias de lady Sarah?

– Aún no. Pero le he enviado una nota diciéndole que tengo intenciones de llamarla hoy por la tarde. -Se secó los labios con la servilleta y luego depositó la blanca tela de lino sobre la pulida mesa de cerezo, al lado de su plato-. Y ahora tengo que irme al almacén para seguir desempacando las cajas. -Philip se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– ¿Cómo se te ocurre vestirte de ese modo? -le llegó la airada voz de su padre.

Philip se detuvo y miró su camisa abierta y sus pantalones anudados con cordones.

– Ropa cómoda. Voy a trabajar en el almacén, padre, no voy a un baile.

Dicho esto, salió del comedor con rapidez. Cuando estaba llegando al vestíbulo, sonó el timbre de la puerta y Bakari fue a abrir. Philip oyó el sonido de una ronca voz femenina que le era familiar. Su voz. La casamentera inquisitorial. Se dio cuenta con cierta irritación de que sus pasos se hacían más lentos.