Debía de haber quinientas, de un naranja tan subido como la carretera a Whitney.

– Madre mía -repitió Will, que se quitó el sombrero y se rascó la cabeza mientras imaginaba lo que costaría volver a llevárselas de ahí.

Eleanor observó su perfil, claramente recortado contra el cielo azul, con el sombrero echado hacia atrás. ¿Se atrevía a contarle lo demás? Decidió que sería mejor hacerlo. Al fin y al cabo, iba a enterarse de todos modos.

– Pues espere a ver los coches.

Will se volvió para mirarla. Después de todo lo que había visto, nada podía sorprenderlo.

– ¿Coches?

– Todos ellos destrozados. Peor que el tractor.

Tras contemplar un buen rato las cocinas con los brazos en jarras, Will suspiró.

– Bueno, acabemos con esto de una vez -soltó, tras volver a calarse bien el sombrero.

Los coches estaban situados inmediatamente detrás de los árboles que rodeaban los edificios anexos (habían descrito un círculo casi completo por los terrenos de la granja) y formaban un revoltijo de puertas abiertas y techos combados entre los hierbajos. Se acercaron a los restos sin cristales de un viejo Whippet de 1928. Las ruedas sin llantas y el parachoques delantero estaban cubiertos de madreselva. En el estribo trasero, un pájaro había anidado al abrigo del guardabarros.

– ¿Puedo conducirlo? -preguntó Donald Wade con ilusión.

– Claro que sí. ¿Quieres llevar contigo al pequeño Thomas?

– Ven, Thomas. -Donald Wade tomó la mano de su hermano, se abrió paso por la hierba y ayudó al pequeño a subirse. Se sentaron uno al lado del otro y empezaron a botar en los destrozados asientos. Donald Wade giraba el volante a izquierda y derecha mientras hacía ruidos de motor con la boca.

Cuando Eleanor y Will se acercaron, sujetó con más fuerza aún el volante. Thomas, que quería imitar a su hermano, sacó la lengua y sopló, con lo que lanzó gotitas de saliva a una telaraña que colgaba sobre el salpicadero.

Eleanor se situó junto a la puerta abierta y se echó a reír. Cuanto más reía, más botaban e imitaban un motor los niños. Cuanto más botaban e imitaban un motor, con más energía movía Donald Wade el volante.

– ¿Adónde vais, chicos? -preguntó Elly, que había cruzado los brazos en la parte inferior del hueco de la ventanilla y se había inclinado hacia delante con el mentón apoyado en una muñeca.

– ¡A Atlanta! -chilló Donald Wade.

– ¡A Lanta! -repitió Thomas como un lorito.

– ¿A Atlanta? -bromeó su madre-. ¿Y qué vais a hacer allí cuando lleguéis?

– No sé.-Donald Wade conducía a toda pastilla, de modo que el viejo volante giraba rápidamente entre sus manos pecosas.

– ¿Podríais llevarme?

– ¡No podemos parar; vamos demasiado deprisa!

– ¿Y si me subo al estribo cuando paséis?

– ¡Muy bien!

– ¡Ay! -Eleanor saltó hacia atrás y se sujetó el pie con la mano-. ¡Has pasado con el coche por encima de mi pie, jovencito!

– ¡Iiiiii! -chilló Donald Wade, pisando el pedal del freno a fondo con su rechoncho piececito para parar el coche-. Suba, señora.

Eleanor se hizo la ofendida. Levantó la nariz y volvió la cabeza.

– Ahora no quiero. No, después de haberme pasado por encima del pie de esa forma. Supongo que ya encontraré a alguien que no sea tan imprudente al volante. Pero puedes preguntar al señor Parker si necesita que lo lleves al pueblo. Lleva un buen rato andando y debe de estar hecho polvo. ¿No es así, señor Parker? -Lo miró de reojo con una sonrisa torcida.

Will no había jugado nunca a estas cosas. Cuando todos lo miraron esperando una respuesta, se sintió fatal y carente de imaginación. Buscó frenéticamente algo que decir y, de golpe, se le ocurrió una genialidad:

– La próxima vez, chicos -dijo y, tras levantar una bota raspada por encima de la hierba, añadió-: Acabo de comprarme este par de botas y tengo que gastarlas un poco antes del baile del sábado por la noche.

– Está bien, señor. ¡Ruuuum, ruuuuum!

El ruido de motor estuvo acompañado de más salpicaduras de saliva, y de más carcajadas de Eleanor Dinsmore. A Will y a ella los iluminaban las motas de luz que dejaba pasar un gran roble y tenían la hierba y la madreselva hasta las rodillas. Will se sintió como si volviera a ser un niño, experimentando las alegrías que no había vivido la primera vez. Hacía calor y el aire olía a hierba, y de momento no parecía necesario apresurarse o planear nada, desear o lamentar nada. Bastaba con ver a los dos chiquillos rubios conduciendo hacia Atlanta en un Whippet de 1928.

Eleanor dejó de reír, pero siguió sonriendo mientras observaba a Will. Éste se había apoyado en el coche con el peso sobre un pie y los brazos cruzados. El sol le iluminaba la punta de la nariz. Sus labios esbozaban una sonrisa auténtica.

– Vaya, míralo -dijo en voz baja.

Will alzó los ojos y vio que Eleanor le miraba la boca. Así que lo había logrado; le había hecho sonreír. Esa sonrisa era tan vigorizante como la tripa llena y no la ocultó, sino que la dirigió a Eleanor Dinsmore.

– Se siente bien uno, ¿verdad? -le comentó ésta.

– Sí, señora-respondió Will en voz baja mientras los ojos castaños se le enternecían al encontrarse con los verdes de ella.

Eleanor vio el placer en sus ojos y sonrió, emocionada, porque los niños y ella lo habían propiciado. ¡Por Dios, lo que mejoraba una sonrisa el rostro de Will Parker! Los ojos achinados, los párpados entrecerrados y los labios relajados habían acabado con su inexpresividad.

«Ahora que sé que puedo hacerle sonreír, estoy segura de que podría llevarme bien con este hombre.»

Los ojos de Will Parker se dirigieron de la boca a la tripa de Eleanor en un lento recorrido. Ella se mantuvo impávida bajo su atenta mirada, preguntándose qué estaría pensando. «Hasta que la muerte os separe» era mucho tiempo, así que decidió dejarlo mirar para que pudiera decidirse. Ella haría lo mismo. Nunca le había importado nada el aspecto de la gente. Pero Will Parker, relajado y sonriente, era atractivo, de eso no había ninguna duda. Y, en ese momento, que la observara la hizo sentirse incómoda. Will alzó la vista y, cuando sus miradas se encontraron, Eleanor se ruborizó para sus adentros.

– ¿Sabe qué, señora Dinsmore?

El grito de Thomas lo interrumpió.

– ¿Qué…? -exclamó entonces Will, que se había vuelto hacia el niño.

Donald Wade chilló de dolor y de miedo.

– ¡Dios mío, sáquelos de ahí! -gritó Will, y pasó a la acción. Se abalanzó hacia el coche y sacó a Donald Wade tirándole del brazo-. ¡Corre! ¡Largo de aquí! ¡Hay abejas!

Un montón de ellas zumbaba alrededor de la cabeza de Will. Cuando se agachó hacia Thomas, que no dejaba de dar alaridos, una le picó en el cuello y otra en la muñeca. Para cuando lo hubo sacado del coche, había abejas por todas partes. Sin hacer caso de las picaduras, las alejó de Thomas con el sombrero de vaquero. Eleanor y Donald Wade salieron corriendo, pero cuando Will los alcanzaba, Donald Wade tropezó y se cayó de bruces, gritando. Will lo recogió y siguió corriendo. Tenía las piernas más largas que Eleanor y pronto la dejó atrás. Se detuvo, vacilante, y se volvió. Tras él, Eleanor corría como podía, sujetándose la barriga con una mano y agitando el aire por encima de la cabeza con la otra. Las abejas eran más numerosas que antes y emitían un zumbido enojado.

– ¡Señora Dinsmore! -gritó.

– ¡Corra, lléveselos! -bramó Eleanor-. ¡No me espere!

Will vio el terror en sus ojos y se quedó quieto, indeciso.

– ¡Váyase! -gritó Eleanor.

Una abeja se posó en el brazo de Thomas. El pequeño chilló y empezó a retorcerse como un loco en el brazo de Will. Este se volvió y salió disparado como una bala camino arriba, con los niños chillando y dando brincos. Cuando dejó atrás el enjambre, se detuvo, jadeante, y se giró justo a tiempo de ver cómo Eleanor tropezaba y se caía de bruces. El corazón pareció salírsele por la boca. Dejó a los niños en mitad del camino y les ordenó que le esperaran. Luego, regresó corriendo hacia Eleanor sin prestar atención a los alaridos que oía a su espalda. Corrió más rápido que nunca en su vida, hacia la mujer que se daba lentamente la vuelta y trataba de levantarse. Estaba sentada sobre una cadera con los ojos cerrados, balanceándose, sujetándose la tripa.

«¡Oh! ¡La madre que me parió! ¡Por favor, Dios mío, que no le pase nada!», rezó Will del único modo que sabía. Al llegar a su lado, puso una rodilla en el suelo y alargó la mano hacia ella.

– Señora Dinsmore… -jadeó.

– Los niños -dijo Elly tras abrir los ojos-. ¿Están bien los niños?

– Asustados, más que nada. -Se quitó el sombrero y lo agitó enojado para ahuyentar dos abejas que zumbaban sobre la cabeza de Eleanor-. ¡Fuera de aquí, hijas de puta!

Les seguían llegando gritos desde lo alto del camino, así que Will dirigió una mirada insegura a los niños primero y a Eleanor después mientras combatía el pánico. Le sujetó los brazos y la obligó a acostarse de nuevo en el suelo.

– Túmbese aquí un momento. Ya no hay abejas.

– Pero los niños…

– Tienen algunas picaduras, pero deje que chillen un momento. Vamos, acuéstese como le digo -pidió, y cuando ella dejó de resistirse y le obedeció, le puso el sombrero debajo-. Tenga, apoye aquí la cabeza.

Lo hizo, pero tenía unas punzadas en el vientre.

– ¿Se ha golpeado en algún sitio al caer? -le preguntó Will, que se arrodilló ansioso a su lado. No sabía qué tenía que hacer si empezaba a perder el bebé ahí, en medio de ese campo de hierbajos. Observó cómo la barriga se le elevaba y le descendía entre jadeos y se preguntó si debería palpársela para comprobar cómo estaba. ¿Pero para qué? Se apoyó en un talón con las manos apoyadas con aire indeciso en los muslos.

– Estoy bien. ¿Podría encargarse de los niños, por favor?

– Pero está…

– Me quedaré tumbada aquí un rato. Lleve a los niños hasta la bomba de agua y aplíqueles algo de barro en las picaduras lo más rápido que pueda. Eso impedirá que se les hinchen.

– Pero no puedo dejarla aquí sola.

– ¡Claro que puede! ¡Haga lo que le digo, Will Parker! Las picaduras de las abejas podrían matar a Thomas si tiene demasiadas, y ya perdí a su padre por culpa de las abejas… ¿No lo comprende?

Se le llenaron los ojos de lágrimas, y Will se levantó a regañadientes. Echó un vistazo a los dos niños, que seguían sentados lastimosamente en mitad del camino, berreando a voz en grito. Miró después a su madre y la amonestó con un dedo.

– No se mueva hasta que regrese -le advirtió, y salió corriendo de nuevo.

Un momento después, rescataba a los dos pequeños chillones y se los llevaba a toda velocidad.

– ¡Maaa-máaaa! ¡Quiero a mi maaa-máaaa! -Donald Wade tenía varias ronchas en la cara y en las manos. Tenía una oreja colorada e hinchada. Se frotaba los ojos con los puños.

– Tu mamá no puede correr tan rápido como yo. Aguanta y te pondremos algo fresco en las picaduras.

El pequeño Thomas, que corría como un poseso, tenía picaduras por todo el cuerpo, incluidas unas cuantas de aspecto muy feo en el cuello. Ya se le habían empezado a hinchar. Al pensar en lo que podría pasar si se hinchaba por dentro tanto como por fuera, Will aceleró. Intentó pensar de modo racional, recordar si había visto dónde guardaba la señora Dinsmore el cuchillo del pan. Le vino a la cabeza la imagen de la larga hoja plateada e imaginó tener que clavarla en la tráquea del pequeño Thomas, a través de la piel suave y rosada del pequeño. Se le hizo un nudo en el estómago. No estaba seguro de que pudiera hacerlo.

«Maldita sea, no permitas que el crío se ahogue. ¿Me oyes? No pienses en eso, Parker, y sigue corriendo. Si grita como un loco, quiere decir que no tiene problemas para respirar.»

El pequeño Thomas bramó todo el camino de vuelta. Will llegó a la zona enlodada junto a la bomba de agua a once kilómetros por hora. El pie izquierdo le resbaló hacia un lado, y el derecho, hacia el otro. Un momento después golpeó el suelo con el trasero con un plaf, y se quedó sentado allí con los dos niños, que no dejaban de berrear a su lado. En el orificio derecho de la nariz del pequeño Thomas se formó una burbuja. A Donald Wade le resbalaban las lágrimas por las mejillas y le mojaban las picaduras de abeja. Will le sujetó la mano y se la bajó.

– Quieto, no te las frotes -le ordenó mientras empezaba a aplicar el barro frío y resbaladizo a ambos niños a la vez. Thomas se resistió con todas sus fuerzas, echando la cabeza hacia atrás, empujando las manos de Will. Pero, al cabo de un rato, todas las ronchas visibles estaban cubiertas. Los gritos se convirtieron en violentos sollozos y, después, cuando los niños se dieron cuenta de que estaban sentados bajo la bomba de agua y les estaban poniendo barro encima, pasaron a ser jadeos de asombro. Will desabrochó los tirantes de Donald Wade, le bajó el peto y le levantó la camisa. Le trató varias picaduras de la espalda y la tripa, y quitó después la camisa al pequeño Thomas para hacer lo mismo.