Will hacía, en cambio, buenas migas con la mula. Se llamaba Madam, y a Will le gustó en cuanto vio su ancho hocico peludo asomando por la puerta del establo mientras ordeñaba la vaca por la tarde. Madam apestaba tanto como el establo, de modo que en cuanto éste estuvo limpio, Will decidió que ella también tenía que estarlo. La llevó hasta la bomba de agua y la lavó con jabón en copos, la frotó con un cepillo y la aclaró con un cubo y un trapo.
– ¿Qué hace ahí abajo? -le gritó Eleanor desde el porche.
– Estoy bañando a Madam.
– ¿Y eso por qué?
– Porque le hace falta.
¡A Eleanor no se le hubiese ocurrido nunca que pudiera lavarse a un animal con jabón en copos! Pero fue de lo más curioso: Glendon no había podido hacer nunca nada con aquella mula testaruda, pero después de su baño, Madam hacía todo lo que Will quería. Lo seguía como un cachorrillo adiestrado. A veces, Eleanor pillaba a Will mirando a Madam a los ojos y susurrándole cosas, como si los dos compartieran secretos.
Una tarde, Will sorprendió a todo el mundo presentándose en el porche llevando a Madam de un cabestro.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Eleanor, que salió por la puerta seguida de Donald Wade y del pequeño Thomas.
Will sonrió de oreja a oreja y esperó no estar a punto de hacer el ridículo.
– Madam y yo… Bueno, nos vamos a Atlanta, y aceptaremos a cualquier pasajero que quiera acompañarnos.
– ¡A Atlanta! -se asustó Eleanor.
Atlanta estaba a unos sesenta y cinco kilómetros de allí. ¿Qué quería hacer ese hombre en Atlanta? Entonces vio la sonrisa en sus labios.
– Madam dijo que quería ver una película de Claudette Colbert -explicó Will.
Eleanor lo comprendió de golpe. Soltó una carcajada mientras Will le frotaba el hocico a Madam. Era evidente que fantasear le costaba lo suyo, de modo que se lo agradeció aún más. Se quedó en la puerta con una mano sobre la cabeza de Donald Wade para preguntar:
– ¿Quiere alguien dar un paseo montado en Madam? -Y, acto seguido, se dirigió a Will-: ¿Seguro que es mansa?
– Como un corderito.
Desde el porche, Eleanor observó cómo Will conducía a los sonrientes niños por el jardín a lomos de Madam, un lomo tan ancho que las piernas les quedaban paralelas al suelo. Donald Wade iba montado detrás de Thomas, con los brazos alrededor del vientre de su hermanito menor. Sorprendentemente, el pequeño Thomas no tenía miedo. Se sujetaba con fuerza a las crines de Madam y gorjeaba encantado.
Los días posteriores a ese paseo, Donald Wade seguía a Will igual que Madam. Le daba una pataleta si Eleanor se lo prohibía porque era la hora de la siesta o porque Will iba a hacer algo que podía ser peligroso. Pero casi siempre Will intercedía por él.
– Deje que venga. No es ninguna molestia.
Una mañana, mientras estaba preparando un pastel de especias, los dos aparecieron en el porche trasero con sierras, clavos y tablas de madera.
– ¿Qué se traen ahora entre manos? -preguntó Eleanor desde la puerta mosquitera mientras removía el contenido de un bol apoyado en su tripa.
– Will y yo vamos a arreglar el suelo del porche -anunció con orgullo Donald Wade-. ¿Verdad, Will?
– Exactamente, renacuajo. -Alzó los ojos hacia Eleanor-. Me iría bien un trapo de lana, si tiene alguno.
Eleanor le llevó el trapo y, después, observó cómo Will se sentaba con paciencia en el peldaño y le enseñaba a Donald Wade a limpiar la hoja oxidada de una sierra con estopa de acero, aceite y un trapo de lana. Vio que la sierra era diminuta. No sabía de dónde la habría sacado, pero pasó a ser de Donald Wade. Will tenía una más grande, que había limpiado y afilado hacía días. Cuando la pequeña estuvo limpia, Will sujetó la hoja entre las rodillas, se sacó una lima de metal del bolsillo trasero y enseñó a Donald Wade a afilarla.
– ¿Preparado? -preguntó al niño.
– Sí.
– Pues empecemos.
La mayoría del rato Donald Wade no hacía más que estorbar. Pero Will tenía una paciencia inagotable con él. Lo dejó con un trozo de madera en el taburete de ordeñar, le enseñó a sujetarlo con una rodilla y a empezar a cortarlo, y acto seguido, se puso a serrar las tablas con las que iba a reemplazar las del suelo del porche. Cuando la sierra de Donald Wade se negó a obedecerle, Will interrumpió su trabajo y se agachó sobre el niño para sujetarle la manita y guiársela hasta que un pedazo de madera cayó al suelo. Eleanor sintió una profunda emoción cuando Donald Wade rio feliz y levantó la cabeza parar mirar a Will con adoración.
– ¡Lo logramos, Will!
– Sí, ya lo creo. Ahora ven aquí a pasarme los clavos.
Eleanor se percató de que los clavos estaban oxidados y, la madera, un poco combada. Pero en unas horas Will consiguió que el porche volviera a ser resistente. Lo estrenaron sentándose al sol en los nuevos peldaños y comiendo pastel de especias cubierto de nata montada de Herbert.
– ¿Sabe qué? -dijo Eleanor con una sonrisa en los labios-. Me gusta volver a oír el sonido de un martillo y una sierra en casa.
– Y a mí me gusta oler cómo se hornea un pastel de especias mientras trabajo.
Al día siguiente pintaron todo el porche: el suelo de color rojo ladrillo y las columnas de blanco.
En la «Fiesta del Porche Nuevo», Eleanor sirvió pan de jengibre y nata montada. Will comió por dos y a ella le encantó observarlo. Se zampó tres pedazos y, después, se frotó la barriga y suspiró.
– Ese pan de jengibre estaba riquísimo, señora. -Nunca dejaba de dirigirle cumplidos, aunque siempre lo hacía con pocas palabras. «Una comida excelente, señora» o «Muchas gracias por la cena, señora». Pero su gratitud hacía que sus esfuerzos hubieran valido la pena y que tuviera una sensación de logro desconocida para ella.
Will era muy goloso, y no se cansaba nunca de los dulces. Una vez que Eleanor no había preparado postre, pareció decepcionado, aunque no hizo ningún comentario. Una hora después del almuerzo, Eleanor se encontró un cubo lleno de membrillos maduros en la puerta del porche.
Se le había olvidado el pastel. Sonrió ante su recordatorio y echó un vistazo por el patio, pero no lo vio por ninguna parte. Así que recogió el cubo, entró en la cocina y empezó a preparar una masa de pastel.
Para Will Parker, ese primer par de semanas en casa de Eleanor Dinsmore fueron un paraíso absoluto. El trabajo, qué caray, el trabajo era un privilegio porque podía elegir qué quería hacer cada día. Podía cortar leña, arreglar el suelo de un porche, limpiar un establo o lavar una mula. Lo que él quisiera, sin que nadie le dijera: «¿Qué haces aquí, chico?» o «¿Quién te dijo que hicieras eso, chico?». Madam era un animal agradable que le recordaba la época en que había arreado ganado y tenía su propio caballo. Le gustaba todo de Madam, desde los pelos de su protuberante hocico hasta sus pestañas largas y curvadas. Y por la noche, la entraba en el establo y dormía junto a ella en uno de los compartimentos que estaban limpios y olían a agradable hierba.
Y después llegaba la mañana, cada una mejor que la anterior. La mañana y Donald Wade pegado a él, haciéndole compañía, pendiente de todo lo que le decía. El niño estaba resultando ser una auténtica sorpresa. ¡Le salía con cada cosa! Un día, cuando le estaba sujetando el martillo mientras él tensaba la alambrada alrededor del gallinero, se quedó mirando una gallina y le preguntó, pensativo: «Oye, Will, ¿por qué las gallinas no tienen labios?» Otra vez, estaban los dos en un cobertizo oscuro, buscando bisagras entre un montón de chatarra, cuando un olor sospechoso empezó a impregnar el ambiente a su alrededor. Donald Wade se enderezó de golpe y soltó: «¡Oh! Uno de los dos se ha echado un pedo, ¿verdad?»
Pero Donald Wade no era simplemente divertido. Era curioso e inteligente, y besaba el suelo por donde Will pisaba. Era el compañerito inseparable de Will; lo seguía a todas partes con un «¡Yo te ayudo, Will!» y asomaba la cabecita en medio de cualquier cosa que estuviera haciendo, pisaba el destornillador o se le caían los clavos en la hierba. Pero Will no hubiera cambiado ni un solo segundo de estar con él. Descubrió que le gustaba enseñar cosas al pequeño. Aprendió a hacerlo observando a Eleanor. Sólo que él le enseñaba otras cosas. Cosas de hombres. Cómo se llamaban las herramientas, cómo se sujetaban, cómo remachar el cuero, cómo tensar bien una mosquitera para que fuera más resistente, cómo recortarle la pezuña a una mula.
El trabajo y Donald Wade no eran lo único que hacía que sus días fueran felices. La comida… ¡Madre mía, la comida! Sólo tenía que ir a la casa y tomarla, cortar un pedazo de pastel de especias o untar un bollo con mantequilla. Lo que más le gustaba era llevarse algo dulce y comérselo mientras se iba tranquilamente a terminar lo que hubiera decidido hacer ese día. El pastel de membrillo… ¡Por Dios, había que ver lo bien que preparaba esa mujer el pastel de membrillo! Mejor dicho, lo bien que lo preparaba todo. Pero había convertido el pastel de membrillo en un arte.
Estaba ganando peso. Ya le apretaba la cinturilla de los vaqueros, y se sentía más cómodo trabajando con el holgado pantalón con peto de Glendon Dinsmore. Era curioso cómo Eleanor le ofrecía todo lo que había pertenecido a su marido sin que, al parecer, le molestara en absoluto que Will lo usara: cepillo de dientes, navaja de afeitar, ropa. Incluso le había alargado los bajos de los pantalones porque tenía las piernas más largas.
Pero le estaba agradecido por mucho más que por las comodidades materiales. Eleanor le había brindado su confianza, le había devuelto el orgullo y el entusiasmo por vivir cada nuevo día. Había compartido con él a sus hijos, que le habían dado una nueva dimensión a la felicidad en su vida. Le había devuelto la sonrisa.
No había nada que no pudiera conseguir. Nada que no pudiera intentar. Quería hacerlo todo a la vez.
Con el paso de los días, las mejoras que iba haciendo empezaron a notarse. El patio tenía mejor aspecto, lo mismo que el porche trasero. Era fácil encontrar los huevos porque las gallinas estaban recluidas en el corral y, sin prisa pero sin pausa, el montón de leña iba cambiando su contorno. La mejora de la granja era equiparable a la de Eleanor Dinsmore. Ahora llevaba zapatos y calcetines cortos, un delantal y un vestido limpio cada día, con una alegre cinta para el pelo a juego. Se lavaba el pelo dos veces por semana, y él había estado en lo cierto: limpio tenía un tono más dorado.
A veces, cuando coincidían en la cocina, se la miraba una segunda vez y pensaba: «Está guapa esta mañana, señora Dinsmore.» Pero no podía decírselo, porque no quería que creyera que deseaba algo más que las meras comodidades materiales. A decir verdad, hacía mucho tiempo, pero en el fondo seguía teniendo presente que había estado en la cárcel, y por qué. Por esa razón, se mantenía a una prudente distancia.
Además, tenía que hacer mucho más para demostrar que valía la pena que se quedara en la casa. Quería terminar el enyesado, dar una capa de pintura a la casa, arreglar el camino, deshacerse del cementerio de coches, lograr que el huerto de árboles frutales volviera a producir, y las abejas… La lista parecía infinita. Y pronto se percató de que no sabía cómo hacerlo todo.
– ¿Hay alguna biblioteca en Whitney? -preguntó un día de principios de septiembre.
Eleanor alzó la vista del cuello de camisa que estaba doblando.
– En el Ayuntamiento. ¿Por qué?
– Tengo que averiguar algunas cosas sobre las manzanas y las abejas.
– ¿Las abejas?
Will notó su desafío antes incluso de que pronunciara la palabra. Fijó los ojos en ella y dejó que hablaran por él. Para entonces, ya sabía que era la mejor forma de tratar con ella cuando no estaban de acuerdo en algo.
– ¿Sabe cómo van las bibliotecas? Me refiero a cómo usarlas.
– En la cárcel leí todo lo que pude. Había una biblioteca.
– Oh.
Era una de las pocas veces que había mencionado la cárcel, pero no entró en detalles. Siguió, en cambio, haciendo preguntas a Eleanor.
– ¿Tenía su marido uno de esos velos con sombrero y demás cosas para criar abejas? -No sabía demasiado de apicultura, pero sabía que le haría falta algún tipo de equipo.
– Sí, por ahí.
– ¿Podría buscarlo? ¿Para ver si puedo usarlo yo?
La invadió el miedo, seguido rápidamente de la obstinación.
– No quiero que se acerque a esas abejas.
– No voy a acercarme a ellas hasta saber qué estoy haciendo.
– ¡No!
No quería discutir con ella, y comprendía el miedo que tenía a las abejas. Pero no tenía sentido dejar que las colmenas siguieran vacías cuando la miel podía proporcionarles mucho dinero. La mejor forma de tranquilizarla podía ser conservar la calma.
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