– Le agradecería que buscara esas cosas -le pidió muy amablemente, antes de acercarse a la mesa de la cocina para recoger el sombrero-. Esta tarde me llegaré al pueblo para ir a la biblioteca. Si quiere, puedo llevar los huevos que tenga para intentar venderlos.

Se llevó un cubo de agua caliente y las cosas para afeitarse al establo, y regresó media hora después muy atildado, con su camisa y sus vaqueros recién lavados. Cuando se encontraron en la cocina, Eleanor seguía con una expresión terca.

– Me voy. ¿Y esos huevos?

Se negó a hablar con él, pero señaló las cinco docenas de huevos metidos en una caja de madera que estaba en el porche.

«Van a pesar lo suyo, pero que se los lleve -pensó tozuda-. Si quiere ir a vender huevos a los cretinos del pueblo, y averiguar cosas sobre las abejas y volverse codicioso, allá él.»

Fingió no mirar cómo levantaba la caja, pero despertó su curiosidad cuando volvió a dejarla en el porche y desapareció detrás de la casa. Un minuto después volvió tirando del carro de juguete de Donald Wade. Cargó en él la caja de huevos, pero resultó que el mango del carrito era demasiado corto para su altura. Contempló, satisfecha, cómo al dar los primeros pasos la parte delantera del juguete le golpeaba los talones. Cinco minutos después, aún en un silencio terco, vio cómo tiraba del carro de juguete sin problemas gracias a un alambre rígido que le había atado al mango y se iba con él camino abajo.

«¡Adelante, pues! ¡Vaya al pueblo y escuche todo lo que dicen! ¡Y regrese con un montón de monedas tintineándole en el bolsillo! ¡Y lea cosas sobre las abejas y las manzanas, y sobre todo lo que quiera! ¡Pero no espere que yo le facilite las cosas!»


Gladys Beasley estaba sentada tras una mesa que parecía un púlpito, golpeando verticalmente las tarjetas de la biblioteca en el tablero para que quedaran igualadas, aunque ya lo estaban. Alineó el sello de caucho con la juntura de la madera barnizada, y puso bien la pluma en su soporte cóncavo. Lo mismo hizo con la placa con su nombre («Gladys Beasley, Bibliotecaria») que había sobre la mesa. Recogió unas cuantas revistas y movió la silla para que quedara completamente centrada. Nerviosamente. Innecesariamente.

El orden era lo principal en la vida de Gladys Beasley. El orden y la disciplina. Había dirigido la Biblioteca Municipal Carnegie de Whitney cuarenta y un años, desde que el señor Carnegie había hecho posible su construcción gracias a una donación al pueblo. La señorita Beasley había ordenado las primeras obras antes incluso de que se instalaran los estantes, y había trabajado en el bendito edificio desde entonces. En esos cuarenta y un años, había mandado llorando a casa a más de un ayudante irresponsable por no haber alineado el lomo de un libro con el borde de un estante.

Andaba como un soldado mercenario, dando pasos firmes y enérgicos con unos zapatos negros de tacón bajo que el zapatero había forrado con una tapita de goma que amortiguaba el ruido de sus pisadas en el suelo de madera noble de sus dominios. Si había algo que enfureciera a Gladys más que los libros mal colocados en los estantes eran los tacones ruidosos. Si alguien que los había llevado en su biblioteca quería volver a entrar tenía que elegir otros zapatos para hacerlo.

Se acercó al revistero con el imponente pecho por delante, como si fuera artillería pesada, y el tronco erguido gracias a la faja más cara que aparecía en el catálogo de Sears Roebuck, la que, con mucho tacto, se recomendaba a las mujeres «con un exceso de carnes en el diafragma». El vestido de punto, con un estampado blanco sobre un fondo del color de algo digerido, le quedaba recto como un tubo de chimenea, desde las voluminosas caderas hasta las rollizas pantorrillas, y apenas hacía ningún ruido cuando se movía.

Dejó en su sitio tres ejemplares del Saturday Evening Post, igualó el montón, lo alineó con el borde del estante y recorrió la hilera de ventanas para echar un vistazo a los marcos y comprobar que Levander Sprague, el encargado, no se hubiera tumbado a la bartola. Levander se estaba haciendo mayor. Su vista ya no era la de antes, y últimamente había tenido que llamarle la atención por no sacar bien el polvo. Ese día, en cambio, regresó satisfecha a sus tareas en la mesa central, situada justo delante de una puerta doble de arce, cerrada, que conducía a una amplia escalera interior, en cuya parte inferior se encontraba la puerta principal del edificio.

Avisos por haber excedido el plazo de devolución… ¡Bah! No debería haberlos. Simplemente, no hubiera debido permitirse disfrutar del privilegio de usar de nuevo la biblioteca a nadie que no fuera capaz de devolver un libro a tiempo. Así ya no hubiese habido necesidad de enviar ningún aviso. Escribía las direcciones en las postales con la boca tan fruncida que apenas se le veían los labios.

Oyó que alguien subía la escalera interior. Uno de los pomos de bronce giró, y entró un desconocido. Era un hombre alto y enjuto, vestido como un vaquero, que se detuvo y examinó con los ojos la habitación, la mesa y a ella. Luego asintió con la cabeza sin decir nada y se llevó la mano al ala del sombrero a modo de saludo.

Gladys relajó los labios al devolverle el saludo. El gentil arte de quitarse el sombrero estaba casi obsoleto. ¿Adónde iríamos aparar?

El desconocido se pasó un buen rato echando un vistazo a la sala antes de moverse. Cuando lo hizo, no hubo taconazos. Avanzó directamente, sin hacer ruido, hacia el catálogo, abrió el cajón de la A y consultó las fichas. Cerró el cajón sin ningún ruido y observó la sala iluminada por el sol antes de andar entre las mesas de roble hacia la zona de libros de ensayo. Había personas que, nerviosas al estar a solas con la señorita Beasley en la gran sala de la biblioteca, sentían la necesidad de silbar bajito entre dientes mientras repasaban los estantes. Él no. Eligió un libro del grupo de los 600, el de Ciencias Aplicadas, a continuación tomó otro y los llevó ambos directamente a la mesa de préstamos.

– Buenas tardes -lo saludó Gladys, con un susurro discreto.

– Buenas tardes -la correspondió en voz baja Will, a la vez que volvía a tocarse educadamente el ala del sombrero.

– Veo que ha encontrado lo que buscaba.

– Sí, señora. Me gustaría llevarme estos libros.

– ¿Tiene carné?

– No, señora, pero me gustaría hacerme uno.

Con precisión militar, Gladys abrió un cajón y sacó de él un carné en blanco, que depositó en la mesa y colocó a la perfección con una uña muy bien cortada. Al verla, Will estuvo seguro de que esa uña jamás había conocido el esmalte. Gladys cerró entonces el cajón con el torso enfajado sin que sus labios dejaran de aparentar, por su postura, ser el engaste de un diamante de cinco quilates. Cuando se movía, la cabeza le iba bruscamente a la derecha y a la izquierda, impregnando el aire de una fragancia que recordaba el aroma del clavel y el clavo. La luz de una de las ventanas se le reflejaba en las gafas sin montura y le iluminaba las hileras de rizos uniformes de color gris azulado, entre los que se le vislumbraba un cuero cabelludo rosado. Metió la pluma en el tintero y la dejó suspendida sobre el carné.

– ¿Nombre?

– Will Parker.

– Parker, Will -repitió en voz alta mientras introducía la información en el primer espacio en blanco-. Y reside en Whitney, ¿verdad?

– Sí, señora.

– ¿Dirección?

– Ah… -Se frotó la nariz con un nudillo-. Camino de Rock Creek.

La bibliotecaria le dirigió una mirada tan precisa como un calibrador, y volvió a escribir.

– Necesitaré alguna identificación para verificar su domicilio -le informó, y al ver que ni hablaba ni se movía, levantó la cabeza de golpe-. Cualquier cosa servirá. Hasta una carta matasellada en la que figure su dirección postal.

– No tengo nada.

– ¿Nada?

– No llevo mucho viviendo ahí.

– Bueno, señor Parker -dijo tras dejar la pluma con una expresión de resignación en la cara-, supongo que lo comprenderá. No puedo prestar libros a cualquiera que entre, a no ser que esté segura de que reside en el pueblo. Esto es una biblioteca municipal. El significado mismo de la palabra «municipal» indica que este servicio está destinado al municipio, de modo que esta biblioteca funciona gracias a los residentes de Whitney y para los residentes de Whitney. No sería una bibliotecaria demasiado responsable si no exigiera algún tipo de identificación, ¿no le parece?

Dejó con cuidado el carné a un lado y cruzó las manos sobre la mesa. Daba toda la impresión de que le disgustaba que le hubiera hecho perder el tiempo y desperdiciar un carné.

Esperaba que Will discutiera, como hacía la mayoría de gente en semejante situación. Pero él, en cambio, retrocedió un paso, se caló un poco más el ala del sombrero y la examinó unos segundos en silencio. Luego, sin decir nada, asintió, se apoyó los libros en la cadera y regresó a la zona de los libros de ensayo, donde se sentó en una de las sillas de roble a la fuerte luz del sol, abrió un libro y empezó a leerlo.

Había varios criterios que Gladys Beasley usaba para juzgar a los usuarios de su biblioteca. Tacones, volumen de voz, grado de alboroto y respeto por los libros y los muebles. El señor Parker los superaba todos. Pocas veces había visto a nadie leer tan concentrado, tan quieto. Sólo se movía para pasar página y, de vez en cuando, para seguir algunas frases con un dedo y cerrar después los ojos como si estuviera memorizando ese fragmento. Además, no se había repantigado en la silla ni dañaba la que tenía delante usándola para apoyar los pies. Estaba sentado con el sombrero calado hasta las cejas, con los codos sobre la mesa y las rodillas relajadas pero con los pies en el suelo. Tenía el libro completamente apoyado en la mesa, como tenía que ser, y no equilibrado sobre la barriga, lo que forzaba mucho el lomo. Y tampoco se humedecía el dedo con saliva antes de pasar la página; esa costumbre tan asquerosa que sólo servía para propagar gérmenes.

Normalmente, si alguien se le acercaba para pedirle lápiz y papel, la señorita Beasley le echaba una reprimenda sobre la responsabilidad y la previsión. Pero la conducta y la concentración de Will Parker le hicieron sentir remordimientos por haber tenido que negarle el carné de usuario de la biblioteca. Así que se saltó su propia norma.

– Me ha parecido que podría necesitar esto -susurró mientras le dejaba un lápiz y unas hojas junto a un codo.

– Se lo agradezco mucho, señora -dijo Will tras levantar la cabeza de golpe y enderezar los hombros.

– Ah -comentó Gladys, con las manos juntas sobre su portentosa tripa-, se está informando sobre las abejas.

– Y las manzanas. Sí, señora.

– ¿Con qué objeto, señor Parker?

– Me gustaría cultivarlas.

La bibliotecaria arqueó una ceja y pensó un momento.

– Puede que tenga algún folleto del Servicio de Extensión Agrícola que le sirva.

– Tal vez la próxima vez, señora. Ya tengo material suficiente por hoy.

Le dirigió una sonrisa tensa y lo dejó trabajar, dejando tras de sí un rastro oloroso lo bastante fuerte como para atravesar el hormigón.


Era media tarde. Lo único que se movía en el pueblo eran las moscas que sobrevolaban la pala del helado. Lula Peak estaba de lo más aburrida. Sentada en el taburete de la punta del Café de Vickery, agradecía incluso cuando se le resbalaba el tirante del sujetador y tenía que meterse la mano por debajo del uniforme negro y blanco para volver a colocárselo bien. ¡Por Dios, ese pueblo iba a convertirla en un cadáver antes de que estirara la pata! Hubiese podido morirse de aburrimiento allí mismo, en el taburete de la barra, y los clientes habrían entrado para cenar y dicho: «Buenas noches, Lula. Ponme lo de siempre.» Ni siquiera se darían cuenta de que la había palmado hasta que, treinta minutos después, todavía no les hubiera servido la comida.

Bostezó y dejó la mano bajo el uniforme para frotarse distraídamente el hombro. Como era una persona muy sensual, le gustaba tocarse. Nadie más en aquel maldito pueblo de mala muerte sabía hacerlo bien. Harley, el muy tonto del culo, no tenía ni la más remota idea de lo que era el refinamiento al tocar a una mujer. Refinamiento. A Lula le gustaba esa palabra. La había leído hacía poco en un artículo sobre cómo superarse. Sí, refinamiento, eso era lo que ella necesitaba: un hombre con cierto refinamiento, un hombre mejor en la cama que el tonto del culo de Harley Overmire.

Contuvo un bostezo, estiró los brazos y sacó pecho mientras se volvía despreocupadamente hacia la luna del local. Y se levantó disparada del taburete.

¡Dios santo, era él! Bajaba por la calle tirando de un carro de juguete. Le recorrió especulativamente con los ojos las caderas estrechas y la pelvis en movimiento mientras cruzaba despacio la plaza del pueblo y saludaba con la cabeza a Norris y a Nat MacReady, aquellos dos decrépitos hermanos solterones que se pasaban los años de chochez tallando madera en el banco que había a la sombra del magnolio. Lula se acercó corriendo a la puerta mosquitera y posó tras ella.