«Mira aquí, Parker. Esto es mejor que esos dos carcamales.»

Pero Parker siguió adelante sin dirigir la vista hacia el Café de Vickery. Lula salió con una escoba en la mano para fingir de manera muy poco convincente que barría la acera mientras contemplaba cómo él continuaba su camino por la plaza. Hasta que dejó el carro de juguete a la sombra, junto a la escalinata del Ayuntamiento, y entró.

Lula hizo lo mismo. Y una vez dentro del Café de Vickery, dejó la escoba y echó un vistazo impaciente al reloj. Las dos y media. Repiqueteó con sus largas uñas rojas en la barra, se sentó en el taburete de la punta y esperó cinco minutos. Nerviosa. Irritada. No iba a entrar nadie a tomar algo más que un vaso de té helado, y ella lo sabía. No hasta las cinco y media por lo menos. El viejo Vickery se pondría hecho un basilisco si se enteraba de que había dejado el local desatendido. Pero podría decirle que había ido un momento a la biblioteca a buscar una revista y que sólo había estado fuera un minuto.

Decidida, se levantó del taburete y se quitó el delantal y la cofia a juego. Acto seguido, sacó a toda velocidad la polvera. Se retocó los labios, repasó las costuras de las medias y salió del local.


Gladys Beasley alzó la vista cuando la puerta se abrió por segunda vez aquella tarde. Frunció la boca y se le marcó la papada.

– Buenas tardes, señorita Beasley -canturreó Lula, y su voz rebotó en el techo de tres metros y medio de altura.

– ¡Shhh! -se quejó la señorita Beasley, señalando la parte delantera de su mesa.

Lula dirigió la mirada hacia ahí y vio un letrerito que indicaba: «El silencio es oro.»

– Oh, perdón -susurró antes de taparse la boca para reírse como una tonta.

Echó un vistazo a su alrededor (techo, paredes, ventanas) como si no hubiera visto nunca la biblioteca, lo que no estaba demasiado lejos de la verdad. Lula era la clase de mujer que leía revistas femeninas de cotilleos, y Gladys no se rebajaba a gastar el dinero de los contribuyentes en inmundicias como ésa. Lula se adentró más en la sala.

¡Taconazos!

– ¡Shhh!

– Oh, perdón, iré de puntillas.

Will Parker alzó los ojos, observó con indiferencia a Lula y siguió leyendo.

La biblioteca tenía forma de «U» alrededor de la escalera de entrada. La mesa de la señorita Beasley, con su despacho detrás, separaba la enorme sala en dos partes diferenciadas. A la derecha estaba la sección de ficción. A la izquierda la de ensayo. Lula no había estado nunca en la parte izquierda, donde estaba sentado Parker en ese momento. Acordándose de lo del refinamiento, avanzó hacia la derecha primero para recorrer los estantes mirando hacia arriba y hacia abajo, como si estuviera repasando los títulos en busca de alguno interesante. Sacó un libro con las cubiertas de color verde esmeralda, del tono exacto de un vestido que había estado mirando en los almacenes de la cadena Federated en Cartersville. Un color elegante que combinaría bien con su nuevo esmalte de uñas Llama Tropical. Extendió las manos sobre el libro y ladeó la cabeza a modo de aprobación. Se le tendría que ocurrir algo bueno para convencer a Harley de que le comprara esa prenda. Devolvió el libro a su lugar y pasó a otro. Melville. ¡Espera, había oído hablar de ese tipo! Tenía que haber hecho algo bien. Pero el lomo era demasiado gordo y la letra demasiado pequeña, de modo que lo dejó de nuevo en el estante y siguió buscando.

Dedicó diez minutos a recorrer con «refinamiento» la sección de ficción antes de pasar finalmente de puntillas por delante de la señorita Beasley hacia el otro lado. Mientras lo hacía la saludó moviendo dos dedos, se puso después las manos en la base de la columna e irguió la espalda para lucir al máximo los pechos.

Gladys, muy tensa, se dirigió entonces a la sección de ficción. Tuvo que empujar hasta once libros que Lula había dejado medio salidos en sus estantes.

Mientras tanto, Lula observó que la parte izquierda estaba dispuesta como la derecha. Era una sala espaciosa con una hilera de ventanas en la pared que daba a la calle. Los estantes ocupaban el espacio entre las ventanas y el suelo de esa pared, y cubrían las restantes. El centro de la sala estaba ocupado por mesas y sillas de roble macizo. Lula recorrió el perímetro de la habitación sin echar ninguna ojeada a Will. Recorrió el borde de un estante con la yema de un dedo y luego se lo metió en la boca de forma calculadamente provocativa. Dobló una esquina hacia un grupo de estantes dispuestos perpendicularmente a la pared y avanzó entre ellos, de perfil respecto a Will por si éste quería volver la cabeza para mirarla. Juntó las manos a la espalda para ofrecerle su mejor silueta, pendiente con el rabillo del ojo de si él la observaba. Pasados varios minutos sin que lo hiciera, tomó una biografía de Beethoven y, mientras pasaba las páginas, contempló disimuladamente a Will.

¡Por Dios, qué guapo era! ¡Y qué sensaciones le provocaba ese sombrero de vaquero, esa forma de llevarlo tan calado que los ojos le quedaban a la sombra, protegidos del resplandor del sol de la tarde!

«Aguas mansas», pensó, fascinada con el modo en que estaba sentado, con un dedo bajo una página, tan quieto que hubiese querido ser una mosca para posarse en su nariz. ¡Qué nariz! Larga, en lugar de chata como la de alguien que ella conocía. Bonita boca, también. ¡Oh, cómo le hubiese gustado ahondar en ella!

Will se inclinó hacia delante para escribir algo y ella le recorrió todo el cuerpo con la mirada, desde el tórax esbelto y las caderas delgadas hasta las botas camperas bajo la mesa, y de vuelta hasta la entrepierna. Cuando Will dejó el lápiz y se incorporó un poco, pudo verle mejor el perfil.

Y empezó a arder de deseo.

Estaba leyendo el libro como solían hacerlo en el colegio los «cerebritos» mientras Lula pensaba en cómo superarse. Cuando no pudo soportarlo más, se acercó a la mesa y dejó caer su Beethoven delante de él.

– ¿Está libre este asiento? -preguntó arrastrando las palabras.

Apoyó las manos con las muñecas invertidas, de modo que los botones del pecho se le tensaron. Will levantó despacio el mentón. Y cuando el ala del sombrero de vaquero ascendió, Lula pudo ver unos preciosos ojos castaños con unas pestañas largas como espaguetis y una boca para la que tenía muchos planes.

– Sí, señora -contestó Will en voz baja. Y, sin mover nada más que la cabeza, reanudó la lectura.

– ¿Le importa si me siento aquí?

– Adelante -dijo él, sin apartar la atención del libro.

– ¿Qué está estudiando?

– Las abejas.

– No me diga. Pues yo estoy con Beethoven -comentó, levantando el libro. Como en el colegio le había gustado la música, lo conocía-. Era compositor, cuando los hombres llevaban peluca y esas cosas, ¿sabe?

– Sí, lo sé. -Will se negó de nuevo a alzar la vista.

– Bueno… -La silla chirrió cuando Lula la corrió. Se sentó, cruzó las piernas, abrió el libro y empezó a pasar las páginas siguiendo el ritmo con el que agitaba la pantorrilla-. No lo he visto por ahí. ¿Dónde se había metido?

La observó sin comprometerse, preguntándose si contestar o no. Desde luego, era una mujer de cuidado. Tenía tanto pelo acumulado en la frente que daba la impresión de que iba a necesitar un collarín. Llevaba los labios pintados del color de una guindilla y demasiado colorete, demasiado arriba de las mejillas y con una forma demasiado definida. Lula descansó las muñecas en el borde de la mesa y apoyó en ellas los pechos, que sobresalieron y le dejaron ver claramente el escote. A Will le satisfizo dejarle saber que no quería nada de ella.

– En casa de la señora Dinsmore.

– ¿Con la chiflada de Elly? Madre mía, ¿cómo está? -Cuando Will no respondió, se inclinó más hacia él y preguntó-: Sabe por qué dicen que está chiflada, ¿verdad? Supongo que se lo habrá contado.

Will, a pesar suyo, sintió curiosidad, pero como le parecía que animar a Lula sería como ofender a la señora Dinsmore, siguió callado. Pero Lula no necesitaba que nadie la animara.

– Cuando era pequeña, la encerraron en esa casa con todos los estores bajados y no la dejaron salir hasta que las autoridades les obligaron a hacerlo para que fuera al colegio, y entonces sólo se lo permitían seis horas al día y volvían a encerrarla por la noche. -Se recostó en la silla con aire de suficiencia-. Ah, de modo que no lo sabía -dijo con una sonrisa cómplice-. Bueno, pregúnteselo algún día. Pregúntele si no vivía en esa casa abandonada que hay cerca del colegio. Ya sabe, la que tiene la valla alrededor y los murciélagos volando en la ventana del desván. -Lula se inclinó entonces hacia delante para añadir-: Yo, de usted, no me quedaría en su casa más tiempo del necesario. Le dará mala reputación, no sé si me entiende. Quiero decir que a esa mujer le falta un tornillo.

Lula se recostó entonces como si estuviera sentada en una tumbona y le hizo una caída de ojos mientras jugueteaba distraídamente con la cubierta del libro sobre Beethoven: la levantaba y la dejaba caer con un repetido ruido sordo.

– Sé que es difícil ser un recién llegado. Debe de estar aburridísimo si tiene que pasar el tiempo en un sitio como éste -comentó mientras recorría los estantes con los ojos antes de fijarlos en él-. Pero si necesita que alguien le enseñe el pueblo, estaré encantada de ayudarlo. -Bajo la mesa, acarició la pantorrilla de Will con un dedo de un pie-. Tengo una casita muy cerca de la plaza del pueblo, en la calle Pecan…

– Disculpe, señora -la interrumpió Will a la vez que se levantaba-. Tengo que vender unas docenas de huevos que he dejado fuera, al sol. Será mejor que me ocupe de ello.

Lula sonrió satisfecha mientras observaba cómo se acercaba a los estantes. Había captado el mensaje. Oh, ya lo creo que sí, perfectamente. Lo había visto pegar un brinco al tocarle la pierna con el pie. Observó cómo devolvía un libro a su sitio y se ponía en cuclillas para hacer lo mismo con otro. Antes de que se le pudiera escapar, se situó sigilosamente en el pasillo detrás de él para acorralarlo entre las dos hileras de estantes. Cuando se enderezó y se volvió, le gustó ver que se ruborizaba de inmediato al verla ahí.

– Si le interesa mi oferta, la mayoría de días trabajo en el Café de Vickery. Pero salgo a las ocho -comentó. Metió un dedo entre los botones de la camisa de Will y lo movió arriba y abajo, tocándole la piel y el vello. Con su mejor carita de ángel, susurró-: Ya nos veremos, Parker.

Cuando se marchaba contoneando de modo exagerado las caderas, Will dirigió la mirada al otro lado de la sala y se encontró con los ojos censuradores de la bibliotecaria, que habían captado toda la escena. La mujer desvió de inmediato la atención, pero incluso desde esa distancia, Will vio lo fruncida que tenía la boca. Temblaba por dentro, se sentía casi violado. Las mujeres como Lula sólo te daban problemas. Hubo un tiempo en que hubiese aceptado encantado su oferta. Pero ya no. Ahora lo único que quería era que le dejaran vivir en paz, y esa paz significaba estar en casa de Eleanor Dinsmore. De repente, tuvo muchas ganas de volver a ella.

Cuando llegó a la mesa de Gladys, Lula ya se había ido dando taconazos.

– Muchas gracias por el papel y el lápiz, señora.

Gladys Beasley levantó la cabeza de golpe. El desagrado se le reflejaba en la cara.

– De nada -contestó a Will.

Le dolió su desaire silencioso. No era necesario que un hombre tomara la iniciativa con una mujer ardiente como ésa, bastaba con que estuviera cerca de ella. Y supuso que eso era especialmente cierto si ese hombre había estado en la cárcel por matar a una prostituta en un burdel de Tejas y la gente del pueblo lo sabía.

Enrolló las hojas con las notas que había tomado y se mantuvo firme.

– Estaba pensando…

– ¿Sí? -soltó Gladys con aspecto desafiante.

– Tengo un empleo. Trabajo como jornalero para la señora Dinsmore. Si ella viniera y le dijera que trabajo para ella, ¿sería eso suficiente para que yo obtuviera un carné de usuario de la biblioteca?

– No vendrá.

– ¿No?

– No creo. Vive como una ermitaña desde que se casó. Lo siento pero no puedo saltarme las normas. -Señaló algo en una lista con la pluma y, luego, se ablandó-. Sin embargo, dependiendo del tiempo que lleve trabajando para ella y del que tenga previsto quedarse, si ella lo confirmara por escrito, creo que bastaría como prueba de residencia.

Will Parker esbozó una sonrisa de alivio, se metió un pulgar en el bolsillo trasero y retrocedió con aire juvenil, con lo que derritió el corazón de Gladys Beasley.

– Le pediré que lo confirme por escrito. Muchas gracias, señora. -Se acercó a la puerta, pero se detuvo y se volvió-. ¿Hasta qué hora está abierta la biblioteca?

– Hasta las ocho los días laborables, hasta las cinco los sábados, y, por supuesto, los domingos cerramos.