– Pues la recuerda.
– Ni siquiera creía que supiera mi nombre.
– Creo que no hay demasiadas cosas que esa mujer no sepa -comentó Will con ironía.
Eleanor soltó una carcajada al recordar a la bibliotecaria.
– Seguro que se estaría a gusto en la biblioteca, ¿verdad?
– Ya lo creo. Llena de luz -dijo Will, que hizo un gesto en el aire-. Con esas ventanas tan grandes. Y también olía bien.
– ¿Ha conseguido un carné de usuario?
– No he podido. No sin usted. La señorita Beasley dice que tendrá que confirmar que trabajo para usted.
– ¿Quiere decir que tengo que ir allí? -preguntó Eleanor. En su rostro y en su voz no quedaba el menor rastro de animación-. Oh, no creo que pueda hacerlo.
El día antes le hubiese preguntado por qué. Pero, entonces, se limitó a aclarar:
– Puede escribir una nota. Ha dicho que con eso bastaría, y que puedo llevarla la próxima vez. Tengo que volver la semana que viene. La señorita Beasley me ha encargado otra docena de huevos.
– ¿En serio? -Le había vuelto la alegría con la misma rapidez con que le había desaparecido.
– Sí. Y, ¿sabe qué? He estado pensando -comentó Will, que se echó el ala del sombrero hacia atrás, puso un pie en el peldaño inferior y se apoyó una mano en la rodilla-. Si metiera la nata que sobra en tarros de medio litro, creo que también podría venderla. Sacar algo de dinero extra.
– ¡Señor Parker, no irá a convertirse en uno de esos hombres a los que les encanta el dinero! -bromeó Eleanor.
Will sabía muy bien que el comentario no era una simple broma; tras él se ocultaba su aversión al pueblo. La señorita Beasley había dicho que era una ermitaña. ¿Lo era realmente? ¿Hasta el punto de evitar el contacto con la gente aunque eso significara ganar dinero? Ni siquiera se había molestado en contar el que le había entregado. Supuso que era algo que tendrían que solucionar con el tiempo.
– No, señora -aseguró, y quitó el pie del peldaño-. Es sólo que no me parece lógico desperdiciar la oportunidad de ganarlo.
Donald Wade vio la bolsa de papel marrón que Will llevaba y le tiró de la manga.
– Oye, Will -dijo-, ¿qué tienes ahí?
A regañadientes, Will dejó de prestar atención a Eleanor, hincó una rodilla en el suelo junto al carro de juguete y rodeó la cintura del niño con un brazo.
– Bueno, ¿tú qué crees? -preguntó, y cuando Donald Wade se encogió de hombros sin apartar los ojos de la bolsa, añadió-: Tal vez deberías mirar dentro para verlo.
A Donald Wade le brillaron los ojos de entusiasmo cuando se asomó a la bolsa. Entonces alargó la mano y sacó las dos barritas.
– Caramelo -dijo en voz baja, atónito.
– Chocolate -le corrigió Will con los codos sobre la rodilla y una sonrisa en los labios-. Una barrita para ti y otra para tu hermanito.
– Chocolate -repitió Donald Wade antes de dirigirse a su madre-: ¡Mira, mamá, Will nos ha traído chocolate!
Los ojos agradecidos de Eleanor buscaron los de Will, y éste se sintió como si acabaran de atarle un lazo alrededor del corazón.
– Es todo un detalle. Dale las gracias al señor Parker, Donald Wade.
– ¡Gracias, Will!
Will tuvo que esforzarse para prestar atención al niño.
– Quítale el envoltorio a la de Thomas, ¿quieres?
Con una sonrisa, observó cómo los niños se sentaban uno junto a otro en el peldaño y empezaban a formárseles unos cercos marrones alrededor de los labios.
– Le agradezco que haya pensado en ellos, señor Parker.
Se levantó despacio y alzó la mirada hacia el rostro de Eleanor. Tenía los labios ligeramente curvados hacia arriba. Llevaba el pelo recogido en una gruesa trenza del color del grano en otoño. Sus ojos eran tan verdes como el jade. ¿Cómo podía alguien haberla encerrado en una casa?
– Los niños tienen que disfrutar de alguna golosina de vez en cuando. También le he traído algo a usted.
– ¿A mí? -Se llevó una mano al pecho.
– No es gran cosa -aseguró Will tras alargarle la bolsa que sujetaba con dos dedos.
– Pero eso no importa… -Elly metió la mano, muy ilusionada, sin desperdiciar ni un segundo en disimular absurdamente. Tras sacar la figurita, la sostuvo a la altura del hombro-. ¡Madre mía! ¡Oh, señor Parker! -exclamó. Se tapó entonces la boca con la mano y parpadeó con fuerza-. ¡Madre mía! -repitió, mirando el ruiseñor azul que sujetaba con el brazo extendido, y contuvo el aliento-. ¡Caramba, es precioso!
– Tenía un poco de dinero mío -aclaró Will, puesto que ella no se había molestado en contar el dinero de los huevos y no quería que pensara que se había gastado nada del suyo.
Por su expresión, vio que ni siquiera se le había ocurrido la idea. Sonreía mientras admiraba, deleitada, el ojo pintado del ruiseñor azul.
– Un ruiseñor azul… Figúrate. -Apretó la figurita contra su corazón y sonrió encantada a Will-. ¿Cómo sabía que me gustan los pájaros?
Lo sabía. Lo sabía.
Se la quedó mirando, a punto de explotar de satisfacción mientras ella examinaba el pájaro desde todos los ángulos.
– Me encanta -aseguró, y le dirigió otra sonrisa afectuosa-. Es el regalo más bonito que me han hecho nunca. Gracias.
Will asintió.
– Mirad, niños. -Se agachó para mostrárselo-. El señor Parker me ha traído un ruiseñor azul. ¿No es la cosa más bonita que habéis visto? A ver, ¿dónde deberíamos ponerlo? Estaba pensando en la mesa de la cocina. No, tal vez en mi mesilla de noche. Aunque quedaría bien en cualquier parte, ¿no os parece? Venid y ayudadme a decidirlo. Usted también, señor Parker.
Se metió en la casa tan emocionada que se le olvidó sujetar la puerta abierta para que Thomas pudiera entrar. Will lo recogió del peldaño y se manchó la camisa de chocolate. Pero ¿qué era un poco de chocolate para un hombre tan feliz? Se quedó en el umbral de la cocina con el pequeño en brazos mientras Eleanor probaba el pájaro en todas partes: en la mesa, en el tablero, junto al bote de las galletas.
– ¿Dónde deberíamos ponerlo, Donald Wade?
Siempre hacía sentir importante al niño. Y ahora también a Will.
– En el alféizar de la ventana para que los demás pájaros lo vean y se acerquen.
– Mmm… En el alféizar de la ventana -repitió, antes de morderse el labio inferior y analizarlos todos: este, sur y oeste. La cocina sobresalía de la parte principal del edificio y disponía de mucha claridad-. Pues claro. ¿Cómo no se me había ocurrido?
Dejó el ruiseñor azul en el alféizar que daba al oeste, con vistas al patio trasero, donde Will había enderezado el tendedero, que una vez reparado era muy resistente. Se inclinó hacia atrás, dio una palmada y juntó las dos manos bajo el mentón.
– ¡Oh, sí! -exclamó-. ¡Es exactamente lo que le faltaba a este sitio!
Le faltaba mucho más que una figurita barata de cristal, pero cuando Eleanor empezó a bailar por la cocina y le pellizcó el brazo, Will se sintió como si acabara de comprarle una pieza de coleccionista.
Si Will había deseado hacer mejoras en la granja antes de su visita al pueblo, después de haber ido trabajaba con más ahínco todavía, impulsado por las ganas de expiar un pasado del que no era en absoluto responsable. Se pasaba horas pensando en las personas que la habían encerrado en esa casa con los estores verdes bajados. Y en cuánto tiempo se había pasado ahí y en el porqué. Y en el hombre que se la había llevado de allí, al que ella afirmaba seguir amando. Y en cuánto tiempo podría tardar ese amor en empezar a extinguirse.
Fue durante esos días cuando Will se percató de cosas en las que nunca antes se había fijado: que no tenía cortinas en ninguna ventana, que se paraba para disfrutar del sol cada vez que salía, que siempre encontraba motivos para elogiar el día, algo por lo que maravillarse tanto si llovía como si estaba despejado, y que, por la noche, cuando Will salía del establo a orinar, siempre, no importaba la hora que fuera, había luz en su habitación. Hasta que lo hubo visto varias veces no cayó en la cuenta de que no se trataba de que hubiera ido a ver a los niños, sino de que dormía con la luz encendida.
¿Por qué le habría hecho aquello su familia?
Pero si alguien respetaba el derecho a la intimidad de una persona, ése era Will. No necesitaba conocer la respuesta para aceptar que ya no estaba trabajando sólo para tener un techo que lo cobijara, sino para complacerla.
Arregló el camino: engrasó el arnés y enganchó a Madam una pesada traílla de acero en forma de pala gigante y con unos mangos como de carretilla con la que costaba mucho trabajar. Pero con Madam tirando y Will empujándola y dirigiendo la hoja de acero para que surcara la tierra, lograron llevar a cabo la ardua tarea. Rebajaron los montículos, llenaron los baches, apartaron las piedras hacia los lados y arrancaron las raíces que sobresalían del suelo.
Donald Wade se convirtió en el compañero inseparable de Will. Se sentaba en una protuberancia o en una rama para observarlo, para escucharlo, para aprender. Will le daba a veces una pala y le dejaba que apartara piedrecitas hacia los lados, y lo alababa después por su incipiente trabajo como había oído hacer a Eleanor.
– Mi padre no trabajaba demasiado -comentó Donald Wade un día-. No como tú.
– ¿Qué hacía, entonces?
– Cosillas aquí y allá. Así es cómo mamá lo llamaba.
– Cosillas aquí y allá, ¿eh? -Will reflexionó un momento y preguntó-: Pero trataba bien a tu madre, ¿no?
– Supongo. A ella le gustaba -respondió el niño y, pasado un segundo, añadió-: Pero él no le regalaba ruiseñores azules.
Mientras Will pensaba en ese comentario, Donald Wade le lanzó otra pregunta sorprendente.
– ¿Eres tú mi papá ahora?
– No, Donald Wade. Lamento decir que no.
– ¿Lo serás?
Will no tenía respuesta para eso. La respuesta dependía de Eleanor Dinsmore.
Ella iba dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde, tirando del pequeño Thomas y de una jarra de zumo de frambuesa fresco en el carro de juguete. Y se sentaban todos juntos a la sombra de su acedera arbórea preferida para deleitarse con la bebida mientras les iba señalando los pájaros que conocía. Y parecía conocerlos todos: palomas, halcones, gorriones y pinzones. Y también los árboles: la acedera arbórea bajo la que estaban, el tulipero, el árbol de Judas, el tilo americano, el sauce y muchos otros en los que Will jamás se había fijado. También conocía los arbustos: el viburno, la retama negra, el zumaque, el hinojo, y uno con un nombre precioso, el saúco negro. Cuando nombraba este último sus labios adoptaban una forma cautivadora, y él los observaba con más atención que a la planta.
Esos minutos pasados descansando bajo la acedera arbórea eran de los mejores de la vida de Will.
– Caramba -decía Eleanor-, qué bien quedará el camino.
Y eso era todo lo que Will necesitaba para volver a tomar la trailla y empujarla con más fuerza que antes.
El día que el camino estuvo terminado, Will dio las gracias a Madam susurrándole al oído, le ofreció una zanahoria estupenda del huerto y le dio un baño como recompensa. Después de comer, Eleanor y él llevaron a los chicos a dar un paseo en el carro de juguete por la tierra recién trabajada que se elevaba hacia los árboles antes de descender para unir su casa con la carretera secundaria que pasaba un poco más abajo.
– Es un camino precioso, Will -lo alabó, y éste sonrió satisfecho.
Al día siguiente, arregló un carro, le sustituyó dos tablas de la base, lo enganchó a Madam y llevó la primera carga de trastos viejos al vertedero de Whitney. También llevó una nota de Eleanor y los huevos a la señorita Beasley, así como unas cuantas docenas más y cinco tarros de nata, uno de los cuales no llegó a salir nunca de la biblioteca.
– ¡Nata! -exclamó la señorita Beasley-. Madre mía, últimamente me apetece muchísimo tomar tarta de fresas, ¿y qué es una tarta de fresas sin nata montada? -Soltó una risita y sacó el monedero negro.
Y, a pesar de que Will se llevaba prestados sus primeros libros con su carné de usuario, justo antes de que se fuera, recordó algo.
– Oh, finalmente encontré unos folletos sobre apicultura cuando estaba ordenando el despacho. No es necesario que me los devuelva -aseguró, y depositó en la mesa un sobre amarillo mostaza que llevaba escrito su nombre-. Los publica el Servicio de Extensión Agrícola del condado… cada cinco años, no se lo pierda, ¡cuando la abeja es el único ser de la creación que no ha cambiado de costumbres ni de habitat desde que el mundo es mundo! Pero cuando llegan los folletos nuevos, hay que tirar los viejos, tanto si son útiles como si no -protestó, indignada, ocupando las manos en algo y evitando mirar a los ojos a Will-. Tengo la intención de escribir a mi comisionado del condado para quejarme de que se desperdicie así el dinero de los contribuyentes.
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