Se tragó el orgullo, cruzó la cocina a medio fregar y se puso en cuclillas junto a ella, con los codos apoyados en las rodillas.

– No quiero irme…, pero no vine aquí para traer niños al mundo -argumentó en voz baja, con toda la razón-. Es algo un poco… personal, ¿no te parece? -sentenció después de tragar saliva con fuerza.

– Supongo que eso te molestaría -replicó Eleanor con firmeza, sin dejar de fregar, atacando una zona distinta del suelo para evitar su mirada.

Will reflexionó un buen rato con la atención puesta en la parte superior de la cabeza de Elly.

– Sí… Sí, me molestaría.

– Glendon lo hizo… dos veces.

– Eso era distinto. Él era tu marido.

– Tú también podrías serlo -comentó sin dejar de fregar.

La sorpresa lo dejó anonadado. Pero ¿y si lo había entendido mal? Sopesó las palabras que acababa de oír mientras observaba cómo ella se balanceaba sobre el trapo mientras extendía el agua enjabonada por el suelo.

– Bueno -aclaró ruborizada-, lo he estado pensando y me parecería bien que diéramos el paso y nos casáramos. Creo que nos llevamos bien, les gustas mucho a los niños y eres muy bueno con ellos y… y tampoco es que lance huevos demasiado a menudo -terminó sin alzar la vista hacia él.

Will contuvo una sonrisa mientras el corazón le repiqueteaba con fuerza en el pecho.

– ¿Es eso lo que quieres? -preguntó.

– Supongo.

«Pues mírame, entonces. Deja que te lo vea en los ojos.»

Pero cuando por fin lo miró, sólo vio vergüenza por habérselo pedido. Así que no estaba enamorada, sino sólo en un apuro… y él le venía bien. Bueno, al fin y al cabo, eso lo había sabido desde el principio, ¿no?

El silencio entre ambos era tenso. Will se puso de pie y se dirigió a una ventana desde donde vio el patio trasero que él había limpiado, con el tendedero que él había reforzado, pensando en lo mucho más que quería hacer por ella.

– ¿Sabes qué, Eleanor? Es absurdo que lo hagamos sólo porque tú pusiste un anuncio en el aserradero y sólo porque yo respondí a él. Ése no es motivo suficiente para que dos personas se unan para toda la vida, ¿no crees?

– ¿No quieres hacerlo?

Volvió la cabeza y vio que lo estaba mirando coloradísima.

– ¿Y tú?

«Estoy embarazada, no soy demasiado inteligente ni nada bonita», pensó.

«Estuve en la cárcel por asesinar a una mujer», pensó Will a su vez.

Y ninguno de los dos expresó sus sentimientos en voz alta.

Al final, Will miró de nuevo por la ventana.

– Me parece que debería haber algún… algún sentimiento o algo entre dos personas -dijo, y se ruborizó aunque no permitió que ella lo viera.

– Me gusta cómo eres, Will. ¿No te gusta cómo soy yo?

Por lo inexpresivo que había sido su tono de voz, podría haber estado comentando qué clase de rastrillo había que comprar.

– Sí -dijo Will con voz gutural pasado un momento-. Me gusta cómo eres.

– Entonces, creo que deberíamos hacerlo.

Así, sin más. Sin música de violín que llegara del cielo, sin beso bajo las estrellas. Sólo Elly, embarazada de siete meses, levantándose con dificultad del suelo y secándose las manos en el delantal. Y Will, de pie a dos metros de ella, mirando en dirección contraria. En la forma en que lo expusieron, daba la impresión de ser tan apasionante como la Ley de Préstamo y Arriendo del presidente Roosevelt. Bueno, todo tenía un límite. Antes de aceptar, Will iba a averiguar en qué se estaba metiendo exactamente. Se volvió para mirarla con decisión.

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Adelante.

– ¿Dónde dormiría?

– ¿Dónde querrías dormir?

En realidad, no estaba seguro. Sería duro dormir con ella, yacer junto a su cuerpo embarazado y no tocarlo. Pero se sentía muy solo en el establo por la noche. Decidió no revelar ni más ni menos de lo necesario.

– Empieza a hacer mucho frío en ese establo por la noche.

– Pues el único sitio que hay en toda la casa es donde dormía Glendon.

– Ya lo sé -afirmó y, pasado un momento, soltó-: ¿Y?

– Serías mi marido.

– Sí -dijo, inexpresivo, al darse cuenta de que la idea no entusiasmaba demasiado a Eleanor.

– Es que… duermo con la luz encendida.

– Ya lo sé.

– ¿Lo sabes? -Arqueó las cejas.

– Me he levantado por la noche y lo he visto.

– Lo más seguro es que no te dejara dormir.

¿Qué hacía poniendo pegas cuando la idea la dejaba sin aliento?

Después de reflexionar mucho, Will confió lo suficiente para dejar ver una grieta en sus defensas.

– En la cárcel tampoco estaba nunca oscuro del todo.

Notó cómo la expresión de Eleanor se suavizaba y se preguntó si algún día podría confiarle sus demás vulnerabilidades.

– Bueno, en ese caso…

El silencio los envolvió mientras intentaban pensar qué decir o hacer a continuación. Si hubiera sido una propuesta normal con las emociones esperadas en las dos partes, el momento habría sido, sin duda, íntimo. Como no lo era, la tensión se multiplicó.

– Bueno… -dijo Will, y se frotó la nariz y soltó una risita nerviosa.

– Sí… Bueno. -Eleanor extendió las manos y las juntó después bajo su protuberante panza.

– No sé cómo se casa uno.

– Tenemos que hacerlo en el juzgado de Calhoun. Podemos conseguir la licencia allí mismo.

– ¿Quieres que vayamos mañana, entonces?

– Mañana estaría bien.

– ¿A qué hora?

– Tendríamos que salir temprano. Tendremos que ir en carro, porque los niños vendrán con nosotros. Y, como sabes, Madam es bastante lenta.

– ¿Te parece a las nueve?

– A las nueve estaría bien.

Se miraron un momento, en el que se percataron de lo que acababan de acordar. Qué embarazoso. Qué increíble. La timidez los asaltó a ambos a la vez. Will levantó una mano para calarse más el sombrero, pero resultó que se lo había dejado colgado en la estaca de la valla. Así que se metió el pulgar en el bolsillo trasero y retrocedió un paso.

– Bueno…, tengo que acabar de trabajar -indicó a la vez que señalaba hacia atrás con el pulgar.

– Yo también.

Retrocedió dos pasos más pensando qué haría Eleanor si cambiara de dirección y la besara. Pero, al final, siguió su propio consejo y se marchó sin intentarlo.

Capítulo 8

Esa noche, al acostarse, Eleanor estuvo un rato despierta, pensando en ese día, en el día siguiente, en los años que le esperaban. ¿Vivirían apaciblemente Will y ella o discutirían a menudo? Discutir era algo nuevo para ella. Los años que había estado casada con Glendon, no se habían peleado nunca, quizá porque Glendon era demasiado perezoso para hacerlo.

Donde había crecido tampoco había peleas. Ni risas. Pero había tensión, una tensión inagotable. Ya estaba presente en sus primeros recuerdos, acechando siempre como un monstruo que amenazaba con abatirse sobre ella y llevársela en sus alas negras. Estaba ahí en la forma en que la abuela se movía, como si agachar un poco los hombros fuera a disgustar al Señor. Estaba ahí en el cuidado con que su madre andaba para no hacer ruido, con que cumplía las órdenes sin quejarse y con que evitaba siempre mirar a los ojos a la abuela. Pero era mayor cuando el abuelo estaba en casa. Entonces, los rezos se intensificaban. Entonces, empezaba la «purificación».

Eleanor se arrodillaba en el suelo duro del salón, como le ordenaban, mientras el abuelo levantaba las manos hacia el techo y, con la rala barba gris temblando y los ojos en blanco, pedía el perdón de Dios. Junto a ella, la abuela gemía y actuaba como un perro al que le da un ataque antes de empezar a decir incoherencias mientras el cuerpo le temblaba. Y su madre, la pecadora, se arrodillaba, cerraba los ojos, entrelazaba los dedos con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos y se balanceaba lastimosamente mientras movía los labios en silencio. Y ella, Eleanor, la hija del pecado, apoyaba la frente en las manos juntas y miraba de reojo el espectáculo, preguntándose qué habrían hecho su madre y ella.

Parecía imposible que su madre hubiera hecho algo malo. Era mansa como un corderito y casi nunca hablaba nada, salvo cuando el abuelo le ordenaba que rezara en voz alta y pidiera perdón por su depravación. La pequeña Eleanor se preguntaba qué sería la depravación. Y por qué sería ella hija del pecado.

Mientras fue pequeña, su madre hablaba a veces con ella, en voz baja, en la intimidad del dormitorio que compartían. Pero a medida que pasó el tiempo, se volvió más taciturna y retraída. Trabajaba mucho; la abuela se encargaba de ello. Hacía todas las tareas del jardín mientras la abuela se retiraba a la sombra y montaba guardia. Si alguien pasaba por la calle, la abuela corría hacia la puerta trasera y susurraba por una rendija: «¡Entra enseguida, Chloe!» Hasta que, con el tiempo, Chloe ya no esperaba la orden, sino que se metía a toda prisa en la casa en cuanto veía que alguien se acercaba.

Sólo podían hacerlo tres personas, por pura necesidad: el lechero, que dejaba las botellas en el peldaño trasero, el hombre de Raleigh al que compraban todo lo que necesitaba su despensa, y un hombre mayor llamado Dinsmore, que les repartía hielo para el refrigerador hasta que su hijo, Glendon, se hizo cargo del negocio. Si alguien más llamaba a su puerta, ya fuera el director del colegio, algún que otro vagabundo en busca de comida gratis o el encuestador del censo, sólo veía que un estor delantero se levantaba un poco a hurtadillas desde el interior.

Al final, empezó a ir a la casa un agente del orden que golpeaba la puerta de manera autoritaria y exigía que se le abriera. Quería saber si vivía ahí una niña. En caso afirmativo, tenía que asistir al colegio: lo ordenaba la ley.

La abuela se mantenía alejada de los estores bajados con una expresión cadavérica en el rostro y susurraba a Eleanor que guardara silencio, que no dijera ni una palabra.

Pero una vez el agente del orden fue cuando el abuelo estaba en casa.

– ¿Albert See? -gritó entonces-. Sabemos que en su casa vive una niña en edad escolar. ¡Si no abre la puerta, obtendré una orden judicial que me dará derecho a derribarla y a llevármela! ¿Quiere que haga eso, See?

Y así fue como Eleanor empezó a ir al colegio. Pero fue una experiencia dolorosa para la niña gris que ya era un año mayor y una cabeza más alta que el resto de alumnos de primer curso. Los demás niños la trataban como el bicho raro que era: una excéntrica desgarbada y silenciosa que ignoraba la mayoría de juegos básicos, no sabía desenvolverse en grupo y miraba todas las cosas y a todas las personas con unos enormes ojos verdes. Siempre titubeaba, y las pocas veces que mostraba su regocijo por algo, saltando y dando palmadas ante alguna diversión, lo hacía con una brusquedad inquietante y, después, se quedaba quieta como si alguien la hubiera apagado. Cuando las maestras intentaban ser amables, retrocedía como si la amenazaran. Cuando los niños se reían, les sacaba la lengua. Y los niños se reían con una regularidad cruel.

Para Eleanor, el colegio era como cambiar una cárcel por otra. De modo que empezó a hacer novillos. La primera vez temió que Dios se enterara y se lo contara a la abuela. Pero cuando no lo hizo, volvió a intentarlo y se pasó el día en el bosque y en el campo, lo que le permitió descubrir por fin lo maravillosa que era la auténtica libertad. Sabía estarse quieta y en silencio: lo hacía mucho en esa casa con los estores verdes bajados. Y, por primera vez, obtuvo algo a cambio. Se ganó la confianza de los animales, que seguían su rutina diaria como si fuera uno de ellos: serpientes, arañas, ardillas y pájaros. Sobre todo, los pájaros. Para Eleanor, esos seres maravillosos, los únicos que no estaban ligados a la tierra, eran los más libres de todos.

Empezó a estudiarlos. Cuando el quinto curso de la señorita Buttry fue a la biblioteca, Eleanor encontró un libro de John James Audubon con láminas de colores y descripciones de los habitats, los nidos, los huevos y las voces de los pájaros. Empezó a identificarlos en el campo: los reyezuelos, con su alegre y delicado canto; los ampelis americanos, que volaban en bandadas, parecían siempre afectuosos y se emborrachaban a veces de fruta demasiado madura; los arrendajos azules, pomposos y arrogantes, pero más bonitos aún que los mansos cardenales y las tangaras.

Una vez llevó migas en los bolsillos y las dispuso en círculo a su alrededor. Luego, se sentó tan quieta como su amigo, el cárabo, hasta que un pinzón purpúreo se acercó, se posó en la rama de un pino cercano y le dio una serenata con su dulce trino. Al cabo de un rato, el pinzón descendió hacia una rama inferior, donde ladeó la cabeza para observarla y Elly esperó hasta que el pinzón avanzó y se comió el pan. Encontró el pinzón un segundo día (estaba convencida de que era el mismo ejemplar), y también un tercer día, y cuando aprendió a imitar su canto, lo llamaba con la misma facilidad con que los demás niños le silbaban a su perro. Y un día se quedó de pie, como la Estatua de la Libertad, con las migajas en la palma, y el pinzón se le posó en la mano para comer de ella.