Poco después, en el colegio, un grupo de niños presumía de sus hazañas. Una niña con trenzas negras y unos prominentes dientes superiores afirmaba que podía hacer treinta y siete volteretas sin marearse. Otra, con la panza más oronda de la clase, se jactaba de que podía comerse catorce tortitas de una sentada. Y un niño, el más mentiroso de la clase, afirmaba que el año siguiente su padre iba a ir de safari a África y que él lo iba a acompañar.
Eleanor se acercó a su exclusivo círculo y comentó con timidez: «Yo sé llamar a los pájaros para que coman de mi mano.»
Se la quedaron mirando boquiabiertos como si estuviera loca. Luego, se rieron y cerraron filas de nuevo. Después de eso, susurraban sus pullas en voz lo bastante alta como para que las oyera aunque no quisiera: «La chiflada de Elly See habla con los pájaros y vive en esa casa con los estores bajados con la chalada de su madre y sus todavía más chalados abuelos.»
Fue durante una de sus escapadas de clase cuando habló por primera vez con Glendon Dinsmore. Volvía tarde a casa y salió corriendo de entre los árboles para bajar con estruendo un escarpado terraplén. Se deslizaron piedras hacia la carretera de más abajo y el carro de Dinsmore casi volcó porque la mula, sobresaltada, rebuznó y se movió hacia un lado.
– ¡So! -gritó Dinsmore mientras el animal casi partía el balancín de una coz portentosa. Una vez hubo controlado al animal, se quitó el polvoriento sombrero de fieltro y golpeó con él, nervioso, el asiento del carro-. ¡Por el amor de Dios, niña, cómo se te ocurre salir así del bosque!
– Es que tengo prisa. Tengo que llegar a casa antes de que los niños del colegio pasen por delante de ella.
– ¡Bueno, pues le has dado un susto tremendo a la pobre Madam! Deberías tener más cuidado cuando estás cerca de un animal.
– Perdón -dijo, aplacada.
– Ah… -Volvió a ponerse el sombrero y pareció sosegarse-. Supongo que no te has parado a pensarlo. Pero ve con más cuidado la próxima vez, ¿me oyes? -pidió mientras dirigía una mirada especulativa a los árboles y, después, de nuevo a la niña-. Has hecho novillos, ¿no? -Cuando ésta no respondió, adoptó una expresión más sagaz y echó la cabeza hacia delante para preguntar-: Oye, ¿no te conozco?
– Solía llevar hielo a nuestra casa cuando yo era pequeña -respondió Elly con los brazos cruzados a la espalda mientras balanceaba el cuerpo a derecha y a izquierda.
– ¿Ah, sí? -se sorprendió Dinsmore. Cuando ella asintió, se rascó la sien, con lo que se ladeó el sombrero-. ¿Y cómo te llamas?
– Elly See.
– Elly See… -Hizo memoria-. Pues claro que sí. Ya me acuerdo. Yo soy Glendon Dinsmore.
– Ya lo sé.
– ¿Lo sabías? -Le dirigió una sonrisa torcida de sorpresa-. Vaya, ¿qué te parece? Pero ahora ya no voy a tu casa.
– Ya lo sé -dijo Elly, marcando una raya en la tierra con la puntita del pie-. El abuelo se compró un refrigerador eléctrico para que no nos tuvieran que traer más el hielo a casa. No les gusta que venga gente.
– Oh… Ahora lo entiendo -comentó, antes de señalar la carretera con un dedo-. Voy en tu misma dirección. ¿Quieres que te lleve?
Negó con la cabeza y se sujetó las manos con más fuerza a la espalda, de modo que la parte delantera de su vestido quedó como si llevara dos bellotas debajo. Dinsmore ya era, para entonces, un hombre. Elly calculó que tendría unos diecisiete o dieciocho años. Si la abuela la veía llegar a casa en su carro, terminaría pasando horas de rodillas.
– ¿Por qué no? A Madam no le importa llevar a dos personas.
– Tendría problemas. Tengo que ir directamente a casa al salir del colegio y no puedo hablar con desconocidos.
– Bueno, no quiero que tengas problemas. ¿Vienes por aquí a menudo?
– Pues… a veces -aclaró, mirándolo con recelo.
– ¿Qué haces en el bosque?
– Estudio a los pájaros -contestó y, por si acaso, añadió-: Para el colegio, ¿sabes?
Dinsmore levantó el mentón y asintió con aire de sapiencia, como si quisiera dar a entender que sabía a qué se refería.
– Los pájaros son bonitos -comentó antes de sujetar las riendas-. Bueno, tal vez volvamos a encontrarnos algún día, pero ahora será mejor que no te entretenga más. Hasta la vista, Elly.
Observó, perpleja, cómo se marchaba. Era la primera persona que, en sus doce años de existencia, la había tratado como si no estuviera loca ni fuera hija del pecado. Después de eso, pensaba en él mientras rezaba para olvidarse de lo mucho que le dolían las rodillas. Era un joven más bien desaliñado, con su pantalón con peto y sus botas grandes, y con sólo cuatro pelos en la barba. Pero a ella no le importaba su aspecto, lo único que le importaba era que la había tratado como si no fuera rara.
La siguiente vez que se escapó al bosque, encontró un sitio elevado del terraplén rocoso, justo detrás de un enebro, desde donde podía observar la carretera sin ser vista. Desde aquel escondite esperó a que volviera a aparecer. Cuando no lo hizo, le sorprendió darse cuenta de que estaba decepcionada. Fue allí tres días más antes de rendirse, sin saber muy bien qué esperaba que ocurriera si él pasaba por la carretera como la otra vez. Suponía que quería hablar con él. Era agradable hablar con alguien.
Pasó casi un año antes de que se lo encontrara de nuevo. Era otoño, pero hacía un día caluroso, las hojas tenían un color intenso y el cielo estaba oscuro. Elly seguía los pasos a los colines que señoreaban en las franjas de tierra sin cultivar, a los lados y debajo de las cercas, y cuyo canto le encantaba. Como no había conseguido acercarse a ninguno, se había dirigido al bosque para ocultarse mejor e intentarlo con los que estaban entre los arbustos. Los estaba llamando con un claro: «cuoi-li, cuoi-li», cuando vio que no atraía a ninguno de los colines que había en el zumaque sino a Glendon Dinsmore, que bajaba de la cima de la colina. Se detuvo en seco y lo observó acercarse con una escopeta en un brazo.
– ¡Hola, Elly! -gritó levantando el otro para saludarla con la mano.
Esperó, seria, a que llegara.
– Hola, Elly -repitió cuando estuvo delante de ella.
– Hola, Glendon.
– ¿Cómo estás?
– Bien, supongo.
Se quedaron un momento en blanco. Ella lo miraba sin sonreír, mientras que él parecía contento de habérsela encontrado. Tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez: llevaba el mismo pantalón con peto, la misma barba desaliñada, el mismo sombrero polvoriento. Finalmente, cambió de postura y se frotó la nariz.
– ¿Qué tal tus pájaros? -preguntó entonces.
– ¿Qué pájaros? -Los pájaros eran cosa suya y de nadie más.
– Dijiste que los estudiabas. ¿Qué estás aprendiendo?
¿Después de un año entero recordaba que estudiaba a los pájaros?
– Estoy intentando llamar a los colines para que se me acerquen -explicó, ablandada.
– ¿Los llamas y vienen? ¡Caray! -soltó, y parecía impresionado, no como los niños del colegio.
– A veces. A veces no funciona. ¿Qué haces con esa arma?
– Cazar.
– ¡Cazar! ¿Quieres decir que matas animales?
– Ciervos.
– Yo no podría disparar a ningún animal.
– Mi padre y yo nos comemos los ciervos que cazamos.
– Bueno, espero que no encuentres ninguno.
– Eres increíble, muchacha -dijo tras retroceder y soltar una breve carcajada-. Ya me acordaba de que lo eras. ¿Y qué? ¿Has visto algún colín?
– No, aún no. ¿Has visto algún ciervo?
– No, aún no.
– Yo he visto uno, pero no te diré dónde. Lo veo casi todos los días.
– ¿Vienes aquí todos los días?
– Casi.
– Yo también, durante la temporada de caza.
Elly reflexionó un momento, pero le pareció ridículo sugerir que volvieran a encontrarse. Después de todo, ella sólo tenía trece años y él era cinco años mayor.
Como la mera idea la asustó, se dio la vuelta de golpe.
– Tengo que irme -anunció, y se marchó corriendo.
– ¡Espera, Elly!
– ¿Qué?
Se paró a unos seis metros de distancia, mirándolo.
– Puede que volvamos a vernos algún día. La temporada de caza dura un par de semanas más, ¿sabes?
– Puede -coincidió. Lo observó en silencio y, después, repitió-: Tengo que irme. Si no estoy en casa a las cuatro y cinco, tendré que rezar media hora más.
Se volvió de nuevo y corrió todo lo que pudo, asombrada de que fuera tan simpático con ella y de que no le importara en absoluto su locura. Después de todo, había estado en esa casa; sabía de dónde procedía, conocía también a su familia. Y, aun así, quería ser amigo suyo.
Al día siguiente regresó al mismo sitio, pero se escondió donde no pudiera verla. Al cabo de un rato, Glendon se acercó por la misma colina con el arma de nuevo en un brazo y un saco lleno en el otro. Se sentó bajo un árbol, dejó el arma en su regazo y el saco junto a su cadera. Empujó hacia atrás el sombrero polvoriento, se sacó del peto una pipa hecha con mazorca de maíz seca, la llenó con el contenido de una bolsita fruncida con un cordón y la encendió con una cerilla de madera. Elly tuvo la impresión de no haber visto nunca a nadie tan contento.
Se fumó toda la pipa con las botas viejas cruzadas y un brazo apoyado sobre la barriga. Cuando sacudió la pipa para hacer caer el tabaco a medio fumar al suelo y apagarlo con la bota, Elly se puso nerviosa. ¡Se iba a ir enseguida!
Así que salió de su escondite y se quedó quieta para que la viera. Y, cuando lo hizo, se le iluminó el rostro con una sonrisa.
– ¡Hola!
– Hola.
– Bonito día, ¿no te parece?
Un día era bastante parecido al siguiente para ella. Entornó los párpados mirando al cielo y se quedó callada.
– Te traigo una cosa -dijo Glendon, y se levantó.
– ¿Para mí? -Lo miró con recelo. De donde ella era, nadie tenía detalles con nadie.
– Para tus pájaros -aclaró Dinsmore, que se agachó para recoger el saco atado con cordel.
Se lo quedó mirando, sin habla.
– ¿Cómo va tu estudio de los pájaros?
– Oh, bien. Muy bien.
– El año pasado los estudiabas para el colegio. ¿Por qué los estudias éste?
– Por diversión. Me gustan los pájaros.
– A mí también -comentó Glendon a la vez que le dejaba el saco cerca de los pies-. ¿En qué curso estás?
– En séptimo.
– ¿Te gusta?
– No tanto como el año pasado. Entonces tenía a la señorita Natwick.
– Yo también la tuve. Aunque no me gustaba demasiado el colegio. Dejé de ir después de octavo. Hacía la ruta del hielo y ayudaba a mi padre en la granja -le explicó, y luego señaló con la cabeza para añadir-: Él y yo vivimos ahí detrás, en el camino de Rock Creek.
Elly miró en esa dirección, pero sus ojos descendieron enseguida hacia el saco que yacía en el suelo del bosque.
– ¿Qué hay dentro?
– Maíz.
Tal vez a los huraños picogruesos azules les gustara el maíz. Quizá con él pudiera acercarse más a ellos. Hubiese debido darle las gracias, pero no le habían enseñado nunca a hacerlo. Así que hizo otra cosa: le dio un poco de su valiosa información sobre los pájaros.
– Las oropéndolas son los pájaros que más me gustan. Pero no comen maíz. Sólo insectos y uvas. Aunque es probable que a los picogruesos azules les encante.
Glendon asintió, y Elly vio que no necesitaba más agradecimiento. Cuando él le hizo más preguntas sobre el colegio, le contó que a veces estudiaba cosas sobre los pájaros en los libros de la biblioteca. Algunas veces llevaba esos libros al bosque. Otras, sólo un bloc y lápices de colores y hacía dibujos con los que, una vez en la biblioteca, identificaba a los pájaros.
Él le explicó que, en su casa, colgaba calabazas secas a modo de pajareras.
– ¿Calabazas secas?
– A los pájaros les encantan. Hazles un agujero y se instalan en ellas enseguida.
– ¿De qué tamaño tiene que ser el agujero?
– Depende del tamaño del pájaro. Y de la calabaza. -Al cabo de un rato, tras mirar el reloj, dijo-: Son casi las cuatro. Será mejor que te vayas.
No llegó más allá de la siguiente colina antes de arrodillarse y desatar el cordel con dedos temblorosos. Echó un vistazo al interior del saco y se le aceleró el corazón. Hundió las manos en los dorados granos secos y dejó que le cayeran entre los dedos. Aquel entusiasmo era algo nuevo para ella. Nunca antes había tenido ninguna ilusión.
Al día siguiente Dinsmore no apareció. Pero cerca de los zumaques donde se habían encontrado dos veces había dejado tres calabazas con rayas verdes y amarillas, cada una con un agujero de distinto tamaño y provistas de un alambre para colgarlas.
Un regalo. ¡Le había hecho otro regalo!
La temporada de caza pasó sin que volviera a verlo hasta el último día. Llegó por la colina con la escopeta, y ella se quedó esperándolo a plena vista, erguida como un palo: una chica sosa, poco atractiva, cuyos ojos parecían más oscuros de lo que eran en realidad debido a la palidez de su rostro pecoso. No le sonrió ni vaciló, sino que lo invitó directamente:
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