– No da la impresión de que vaya a hacerlo, y no sé qué haré con los niños si llueve. ¿Deberíamos esperar a mañana si lo hace?
– ¿Quieres esperar? -preguntó con la cabeza vuelta para mirarla, y sus ojos se encontraron un instante.
– No.
Su respuesta le hizo sonreír para sus adentros mientras iba a encargarse de sus tareas. Pero la tensión aumentó durante el desayuno. Después de todo, era el día de su boda, y cuando terminara, compartirían una cama. Pero había algo más que preocupaba a Will. Pospuso abordar el tema hasta que terminaron de desayunar, y empezó cuando Elly ya corría la silla para empezar a retirar la mesa.
– Elly… Yo… -tartamudeó, pero no pudo seguir y se secó las manos en los muslos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Elly con un plato en cada mano.
No era un hombre codicioso, pero de repente supo con una claridad pasmosa lo que era la avaricia. Se presionó los muslos con las manos y soltó:
– No sé si tengo el dinero suficiente para comprar una licencia matrimonial.
– Está el dinero de los huevos y el que ganaste vendiendo la chatarra.
– Ése es tuyo.
– No digas tonterías. ¿Qué importará eso a partir de hoy?
– La licencia debería comprarla el hombre -insistió Will-. Y una alianza.
– Oh… Una alianza.
Elly tenía las manos a la vista porque seguía de pie junto a la mesa, sujetando los platos sucios. Vio entonces cómo Will le dirigía la mirada a la mano izquierda y se sintió idiota por no haber pensado en quitarse el anillo de boda para dejarlo en un cajón de la cómoda.
– Bueno… -empezó a decir, pero guardó silencio mientras reflexionaba y se le ocurría una posible solución-. Podría usar la misma.
Will se levantó con una expresión de terquedad en la cara, se caló el sombrero y cruzó la cocina con rapidez hacia el fregadero.
– Eso no estaría bien -sentenció.
Elly observó cómo recogía el jabón, unos paños para lavarse y el agua caliente, y se dirigía a la puerta con los hombros erguidos y el paso firme, lleno de orgullo.
– ¿Qué más da, Will?
– No estaría bien -repitió mientras abría la puerta trasera. A medio cruzarla, se volvió-. ¿A qué hora quieres salir?
– Tengo que arreglarme yo y arreglar a los niños, y tengo que lavar los platos. Y supongo que debería preparar unos cuantos bocadillos.
– ¿En una hora?
– Bueno…
– ¿Hora y media?
– Sí, con eso bastará.
– Vendré a recogerte. Espérame aquí.
Se sentía como un imbécil. Menudo noviazgo. Menuda mañana de la boda. Pero tenía exactamente ocho dólares y sesenta y un centavos a su nombre, y los anillos de oro costaban muchísimo más que eso. No era sólo la alianza. Era todo lo que le faltaba a la mañana. Caricias, sonrisas, ansias.
Besos. ¿No deberían unos novios tener problemas para controlarse en un momento así? Así era como se lo había imaginado siempre. Pero ellos apenas se habían mirado, y habían comentado el día que hacía y la embarazosa situación financiera de Will Parker.
En el establo, se frotó la piel con ganas, se peinó y se puso ropa limpia: unos vaqueros, una camisa blanca, una chaqueta tejana, unas botas recién engrasadas y su sombrero de vaquero deformado, cepillado para la ocasión. Una vestimenta poco apropiada para una boda, pero no tenía nada mejor que ponerse. Se oyó un trueno a lo lejos. Bueno, por lo menos, Elly no tendría que preocuparse por la lluvia. Tenía eso que ofrecerle a su novia esa mañana, aunque gran parte del júbilo que sentía antes por darle esa sorpresa se había desvanecido.
En el interior de la casa, Eleanor estaba arrodillada buscando un zapato de Donald Wade bajo la cama mientras él y Thomas imitaban a Madam, dando patadas y rebuznando.
– Estaos quietos, niños. No querréis que hagamos esperar a Will.
– ¿Vamos a ir de verdad de paseo en el carro grande?
– Es lo que he dicho, ¿no? -Le sujetó un pie y empezó a ponerle el zapato marrón-. Hasta Calhoun. Pero cuando lleguemos al juzgado, tendréis que portaros bien. Durante las bodas, a los niños pequeños hay que verlos pero no oírlos, ¿comprendéis?
– Pero ¿qué son las bodas, mamá?
– Pero si ya te lo he dicho, cielo; Will y yo vamos a casarnos.
– ¿Pero qué es eso?
– Pues es… -Se detuvo, pensativa, sin saber muy bien qué sería exactamente ese matrimonio-. Casarse es cuando dos personas dicen que quieren vivir juntas todo lo que les quede de vida. Eso es lo que Will y yo vamos a hacer.
– Oh.
– Te parece bien, ¿verdad?
Donald Wade esbozó una sonrisa y asintió vigorosamente con la cabeza.
– Me gusta Will -aseguró.
– Y a Will también le gustas tú. Y tú también, cariño -dijo a la vez que le tocaba a Thomas la puntita de la nariz-. Después de que nos casemos, nada va a cambiar, salvo que… -Los niños esperaban mirando a su madre-. Salvo que, bueno, ya sabéis que a veces os dejo dormir conmigo por la noche. Pues, a partir de ahora, no habrá sitio porque Will dormirá conmigo.
– ¿Ah, sí?
– Sí.
– ¿No podremos venir ni siquiera cuando haya truenos y relámpagos?
Se imaginó a los cuatro bajo las sábanas y se preguntó cómo se adaptaría Will a las exigencias de la paternidad.
– Bueno, puede que entonces sí. -En ese momento se oyó un trueno, y Eleanor frunció el ceño al echar un vistazo por la ventana-. Venga, vamos. Will estará aquí en cualquier momento -comentó, y distraídamente, añadió-: Dios mío, me da la impresión de que vamos a llegar empapados al juzgado.
Ayudó a los niños a ponerse la chaqueta, se puso el chaquetón y, cuando acababa de recoger la fiambrera roja con los bocadillos del armario de la cocina, se oyó otro trueno, largo y contundente. Se volvió, miró hacia la puerta y ladeó la cabeza. ¿O no era ningún trueno? Era demasiado seguido, demasiado agudo y se acercaba. Se dirigió a la puerta trasera justo cuando Donald Wade la estaba abriendo y un Ford modelo A oxidado avanzaba por el claro con Will al volante.
– ¡No me lo puedo creer! -exclamó Eleanor.
– ¡Es Will! ¡Tiene un coche! -gritó Donald Wade, que salió disparado tras soltar la puerta-. ¿De dónde lo has sacado, Will? ¿Vamos a ir en él?
Will detuvo el automóvil al principio del camino y salió con su burdo traje de novio. Una vez fuera, esperó con una mano sobre la parte superior de la puerta del coche sin prestar atención a Donald Wade, pendiente sólo de Eleanor, que salió al porche con el vestido amarillo, el que más le gustaba a él, y con un chaquetón marrón que no podía abrocharse a la altura de la barriga. Llevaba el pelo recogido en una coleta, y se la veía encantada con la sorpresa.
– Bueno, no tienes un anillo, pero sí un coche para llevarte a tu boda -soltó Will-. Vamos.
Elly bajó del porche con la fiambrera en una mano y el pequeño Thomas en el brazo libre.
– ¿Dónde lo has conseguido? -preguntó, avanzando hacia Will como una sonámbula, cada vez más deprisa.
– Del campo -respondió Will con una sonrisa-. He trabajado en él siempre que podía escabullirme un rato.
– ¿Quieres decir que es uno de los que estaban ahí tirados?
– Bueno…, no exactamente uno -aclaró. Se tocó la parte posterior del ala del sombrero para inclinarlo hacia delante y siguió a Elly con los ojos cuando ésta llegó al Ford y lo rodeó con una expresión de admiración en la cara-. Más bien ocho o diez de los que estaban ahí tirados: un poquito de este de aquí y un poquito de ese de allá, unidos con lo que he podido encontrar, pero creo que nos llevará de ida y vuelta sin problemas.
Tras dar una vuelta entera alrededor del coche, Elly le dirigió una sonrisa espléndida.
– ¿Hay algo que no puedas hacer, Will Parker?
Él le tomó la fiambrera roja de la mano y se la entregó a Donald Wade antes de quitarle a Thomas de los brazos.
– Sé algo de motores -explicó con modestia, aunque, por dentro, estaba feliz: le había devuelto la alegría con esas pocas palabras-. Vamos, sube.
– ¡Pero si está en marcha! -rio Elly, y pasó del asiento del piloto al contiguo mientras el motor al ralentí lo hacía vibrar todo.
– Claro que está en marcha. Y no tendremos que preocuparnos por la lluvia. Ten, toma al pequeñín.
Le pasó a Thomas. Luego, dejó a Donald Wade en el asiento trasero y se subió al coche para situarse al volante. Donald Wade estaba de pie en el asiento, lo más apretujado que podía a Will. Le puso una mano posesiva en el hombro.
– ¿Vamos a ir al pueblo en esto?
– Sí, kemo sabe -contestó Will a la vez que ponía la primera-. Sujetaos.
Cuando empezaron a circular, los niños rieron encantados y Eleanor se aferró al asiento.
Will observaba satisfecho sus expresiones con el rabillo del ojo.
– ¿Pero de dónde has sacado la gasolina?
– Sólo hay bastante para llegar al pueblo. La encontré en los depósitos de los coches y le quité el óxido con un trapo.
– ¿Y has hecho todo esto tú solo?
– Había muchos coches de los que sacar piezas.
– Pero ¿dónde aprendiste a hacerlo?
– Una vez trabajé en una gasolinera de El Paso. Un tipo me enseñó algo de mecánica.
Dieron una vuelta por un patio que estaba mucho más arreglado que dos meses antes. Bajaron por un camino que estaba intransitable dos meses antes. Viajaban en un coche que, dos semanas antes, formaba parte de una colección de chatarra. Will no podía evitar sentirse orgulloso. Los niños estaban embelesados. La sonrisa de Elly, que sujetaba a Thomas en su regazo, era tan ancha como una tajada de melón.
– ¿Te gusta?
Volvió unos ojos brillantes a Will.
– Oh, es una sorpresa espléndida. Y mi primera vez, también.
– ¿No habías ido nunca en coche? -preguntó Will, incrédulo.
– Nunca. Glendon no llegó a arreglar nunca ninguno. Pero una vez fui en el tractor hasta el huerto y de vuelta a la casa. -Le dirigió una sonrisa juguetona-. ¡Y no veas qué triquitraque!
Rieron, y el día dejó de ser sombrío. Sus carcajadas le confirieron una alegría que, hasta ese momento, no tenía. Mientras se miraban más rato del previsto, fueron conscientes de lo que estaban haciendo: iban al juzgado a casarse. Casarse. Serían marido y mujer para siempre. Si hubieran estado solos, Will hubiese podido decir algo adecuado para la ocasión, pero Donald Wade se movió y le tapó a Eleanor.
– Hicimos un buen trabajo en el camino, ¿verdad, Will? -El niño había tomado la mandíbula de Will con la mano para obligarlo a mirarlo.
– Verdad, renacuajo -contestó Will alborotándole el pelo-. Pero tengo que mirar por dónde vamos.
Sí, habían hecho un buen trabajo. Mientras conducía, Will se sentía igual que el día que había comprado las barritas de chocolate y el ruiseñor azul: acalorado y bien por dentro, optimista. En unas horas, serían su «familia». Alegrarles la cara alegraba la suya. Y, de repente, ya no le importó tanto no tener ningún anillo de oro que ofrecerle a Eleanor.
El júbilo de Eleanor disminuyó, no obstante, cuando se aproximaban a Whitney. Pasaron por delante de la casa con los estores bajados y miró hacia delante, negándose a dirigir la vista hacia ella. Había apretado los labios y sujetado las caderas de Thomas con más fuerza.
Will quiso decirle que sabía lo de esa casa. Que a él no le importaba. Pero al ver lo rígida que estaba, se mordió la lengua.
– Tengo que parar en la gasolinera -comentó para distraerla-. Sólo será un minuto.
El encargado miraba especulativamente a Eleanor sin disimulo, pero ella continuó con la vista al frente, como si estuviera recorriendo un cementerio en plena noche.
– Parece que va a hacer mal tiempo -comentó el hombre, que también había echado un par de ojeadas a Will.
Will se limitó a echar una ojeada al cielo.
– Se agradece tener coche en un día así -intentó de nuevo el encargado a la vez que dirigía los ojos rápidamente a Eleanor.
– Sí -contestó Will.
– ¿Van lejos? -quiso saber el hombre, que, evidentemente, estaba menos interesado en llenar el depósito que en contemplar boquiabierto a Eleanor e intentar descifrar quién sería Will y por qué estaban juntos.
– No -respondió Will.
– ¿Van en dirección a Calhoun?
Will dirigió una larga mirada al hombre y, después, desvió los ojos hacia el surtidor.
– Veinte litros -anunció.
– ¡Oh! -El surtidor emitió su chasquido de aviso, Will pagó ochenta y tres centavos y volvió a subirse al coche sin aclarar nada al encargado.
Cuando estuvieron de nuevo en la carretera, una vez hubieron salido ya de Whitney, Eleanor se relajó.
– ¿Lo conoces? -preguntó Will.
– Los conozco a todos, y todos me conocen a mí. He visto cómo me miraba boquiabierto.
– Es probable que fuera porque esta mañana estás preciosa.
Sus palabras cumplieron su función. Se volvió a mirarlo con los ojos como platos y las orejas coloradas, y también las mejillas, antes de concentrarse de nuevo en lo que tenían delante.
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