– Sí, señor -respondieron a la vez.

– Llegar a acuerdos es la piedra angular de un matrimonio. ¿Saben resolver las cosas y llegar a acuerdos en lugar de enojarse?

– Sí, señor.

– Sí, señor. -Eleanor fue incapaz de mirar al juez al recordar el huevo que había lanzado a la cara de Will. Al final, la sinceridad pudo más que ella y añadió-: Lo intentaré con todas mis fuerzas.

El juez sonrió y asintió en señal de aprobación.

– Y usted, ¿trabajará mucho para Eleanor, Will? -quiso saber entonces.

– Sí, señor. Ya lo hago.

– ¿Y proporcionará usted un buen hogar a Will, Eleanor?

– Sí, señor. Ya lo hago.

El juez no pestañeó, lo que hablaba mucho en su favor.

– Deduzco que los niños son de un matrimonio anterior, ¿me equivoco? -preguntó a Eleanor.

Esta asintió.

– Y, con el que está esperando, son tres. -Se dirigió entonces a Will-. Tres hijos son una responsabilidad enorme, y puede que en el futuro haya más. ¿Acepta esa responsabilidad, junto con la de ser el marido y el sostén de Eleanor?

– Sí, señor.

– Los dos son jóvenes todavía. Puede que, en su vida, conozcan a otras personas que los atraigan. Cuando eso ocurra, les exhorto a recordar este día y lo que sentían el uno por el otro al estar aquí, delante de mí; a recordar asimismo su juramento de fidelidad y a cumplirlo. ¿Les será difícil hacerlo?

– No -contestó Will tras pensar en Lula.

– No, en absoluto -dijo Eleanor tras pensar en lo que se burlaban de ella los chicos del colegio y en cómo Will era el único hombre, aparte de Glendon, que la había tratado bien.

– Sellémoslo entonces con una promesa: la de amarse mutuamente, la de serse fieles, la de velar por el bienestar muto así como por el de todos los niños que tengan a su cargo, la de trabajar el uno para el otro, la de hacer gala de la paciencia, voluntad de perdón y comprensión, y la de tratarse mutuamente con respeto y dignidad lo que les queda de vida. ¿Lo promete, William Lee Parker?

– Sí.

– ¿Lo promete usted también, Eleanor Dinsmore?

– Sí.

– ¿Tienen los anillos?

– Sí, señor -respondió Will mientras se buscaba la alianza del baratillo en el bolsillo de la camisa-. Sólo uno.

Al juez no pareció sorprenderlo lo evidentemente barato que era.

– Póngalo en el dedo de Eleanor y unan sus manos derechas.

Will tomó la mano de Eleanor y le deslizó parcialmente la alianza por el anular. Se miraron un instante antes de bajar los ojos mientras él le sujetaba la mano sin apenas apretársela.

– Que esta alianza sea un símbolo de su constancia y su devoción -prosiguió el juez Murdoch-. Que le recuerde a usted, Will, que lo ofrece, y a usted, Eleanor, que lo lleva, que a partir de hoy serán uno solo hasta que la muerte los separe. Y ahora, por el poder que me otorga el estado soberano de Georgia, yo los declaro marido y mujer.

Había sido tan rápido, tan discreto, que no parecía que estuviera hecho. Y, si lo estaba, no parecía real. Will y Eleanor siguieron plantados delante del juez como un par de tocones de árbol.

– ¿Ya está? -preguntó Will.

– Sólo falta el beso -sonrió el juez Murdoch. Entonces, se volvió para firmar el certificado de matrimonio en la mesa que tenía detrás.

La pareja se miró, pero no se movió. En la silla, los niños masticaban caramelos de goma. Desde la sala les llegaba un murmullo de voces. La pluma arañaba ruidosamente el papel mientras el secretario Ewell lo observaba todo expectante.

El juez dejó la pluma y, cuando se volvió, se encontró que los recién casados estaban hombro con hombro, muy tiesos.

– Bien… -los animó.

Ruborizados, Will y Eleanor se giraron para quedar de frente. Ella levantó la cara tímidamente y él bajó la mirada del mismo modo.

– La sala me está esperando -les advirtió el juez Murdoch en voz baja.

Con el corazón acelerado, Will puso las manos con suavidad en los brazos de Eleanor y se agachó para rozarle brevemente los labios. Los tenía cálidos y separados, como si estuviera asombrada. Le vio los ojos de cerca: abiertos, como los suyos. Luego, se enderezó y puso fin así al incómodo momento antes de que ambos se volvieran de nuevo hacia el juez con timidez.

– Felicidades, señor Parker -dijo el juez Murdoch mientras estrechaba enérgicamente la mano de Will-. Señora Parker. -Estrechó la de Eleanor.

Al oír pronunciado su nuevo nombre, el desasosiego de Eleanor se intensificó. Notó que se sofocaba y se sonrojó más todavía.

El juez Murdoch entregó el certificado de matrimonio a Will.

– Les deseo muchos años de felicidad, y ahora será mejor que vuelva a la sala antes de que empiecen a golpear la puerta -indicó, y cruzó el despacho con tanto ímpetu que la toga le ondeó hasta que se detuvo con una mano en el pomo-. Tienen un par de hijos magníficos. ¡Adiós, chicos!

Los saludó con la mano y se marchó. Darwin Ewell, que también tenía que regresar a la sala, les deseó suerte y los acompañó a toda prisa hasta el pasillo.

Habían pasado menos de cinco minutos desde que habían entrado en el despacho del juez hasta que se encontraron de nuevo en el pasillo, unidos para toda la vida. El ritmo vertiginoso del juez los había dejado a ambos desorientados; no se sentían casados. El enlace no había sido nada ceremonioso; ni siquiera se habían percatado de que las primeras preguntas formaban parte del rito poco ortodoxo del juez. Había terminado de modo muy parecido: sin pompa ni esplendor; unas meras palabras con las manos unidas y ¡zas!, de vuelta al pasillo. De no haber sido por el beso, ni tan sólo hubiesen creído que se había celebrado el matrimonio.

– Bueno -soltó Will entrecortadamente con una carcajada de perplejidad-. Listos.

– Supongo que sí-dijo Eleanor, cuya mirada perpleja seguía fija en la puerta cerrada-. Pero ha sido… tan rápido.

– Rápido, pero legal.

– Sí…, pero… -Alzó unos ojos indecisos hacia Will y echó la cabeza hacia delante-. ¿Tienes la sensación de estar casado?

– No exactamente -rio Will de repente-. Pero debemos de estarlo. Te ha llamado señora Parker.

– Pues sí -dijo Elly tras levantar la mano izquierda para mirarse, incrédula, el anillo-. Ahora soy la señora Parker.

Adquirieron entonces plena conciencia de lo que habían hecho. Eran el señor y la señora Parker. Asimilaron ese hecho con todas las implicaciones que conllevaba mientras se miraban fijamente como si los atrajera un imán. Will pensó en volver a besarla, de la forma en que deseaba hacerlo. Y Eleanor se preguntó cómo sería. Pero ninguno de los dos se atrevió a hacerlo. Al final, se dieron cuenta de que llevaban mirándose mucho rato. Eleanor se puso nerviosa y bajó los ojos. Will soltó una risita y se rascó la nariz.

– Creo que deberíamos celebrarlo -anunció.

– ¿Cómo? -preguntó Eleanor a la vez que se agachaba para recoger al pequeño Thomas. Will la empujó suavemente y cargó al pequeño en brazos.

– Bueno, si los cálculos no me fallan, todavía me quedan cinco dólares y cincuenta y nueve centavos. Creo que deberíamos llevar a los niños al cine.

– ¿De veras? -preguntó Eleanor con la ilusión reflejada en el semblante.

Donald Wade empezó a saltar arriba y abajo dando palmadas.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Al cine! ¡Vamos al cine, mami, por favor! -Se aferró a la mano de su madre.

Will tomó el codo libre de Eleanor y la guio pasillo abajo.

– No sé, Donald Wade -lo chinchó Will mientras dirigía una sonrisa torcida al rostro ansioso de su mujer-. Tengo la impresión de que tal vez nos cueste un poco convencer a tu mamá.

Y entonces, el señor y la señora Parker, y familia, salieron sonrientes del juzgado.

Capítulo 10

El olor de palomitas de maíz los recibió en el vestíbulo del cine. Con los ojos abiertos como platos y fascinados, los niños alzaron la vista hacia la máquina expendedora roja y blanca, y suplicaron después a su madre:

– ¿Podemos comprar unas cuantas, mamá?

A Will se le ablandó el corazón. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa antes de que Eleanor tuviera tiempo de negarse. Dentro de la sala en penumbras, Donald Wade y Thomas se sentaron en sus regazos, masticando, hasta que la pantalla se iluminó con los trailers de los próximos estrenos. Cuando proyectaron varias escenas de Lo que el viento se llevó, tanto sus manos como sus mandíbulas dejaron de funcionar. Y también las de Eleanor. Will la miró de reojo y vio que un sinfín de emociones se le reflejaban en la cara: sorpresa, sobrecogimiento, éxtasis.

– ¡Oh, Will! -exclamó sin aliento-. ¡Oh, Will, mira!

Lo hizo a ratos. Pero le resultaba mucho más fascinante observar sus caras, especialmente la de Eleanor, ya que se veían transportados por primera vez al mundo imaginario del celuloide.

– ¡Oh, Will, mira qué vestido!

Dirigió su atención un momento a la prenda, con su espléndida falda con aros, antes de devolverla al rostro de su mujer y percatarse de algo que desconocía sobre ella: podía encapricharse con ciertas galas. No lo hubiese dicho nunca a la vista de la sencillez con la que vestía. Pero le brillaban los ojos y daba la impresión de estar a punto de hablar a las imágenes que aparecían en pantalla.

La película de color desapareció y empezó un noticiario en blanco y negro: soldados alemanes que marchaban a paso de ganso, bombas, proyectiles de mortero, el frente de la guerra en Rusia, soldados heridos: un brusco salto de la fantasía a la realidad.

Will miró la pantalla absorto, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerse Estados Unidos fuera de la guerra, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerse él mismo fuera de ella si ocurría lo inevitable. Ahora tenía familia; a diferencia de antes; de repente su bienestar importaba mucho. Darse cuenta de ello lo dejó estupefacto.

Cuando el noticiario terminó, se volvió y pilló a Eleanor observándolo por encima de las cabezas de los niños. Le había desaparecido la alegría de los ojos y tenía el ceño fruncido de preocupación. Era evidente que la cruda realidad de la guerra había calado en ella. Sintió un gran remordimiento por haber sido él quien la había expuesto a ella, quien había propiciado que sus ilusiones se hicieran añicos al llevarla allí. Quiso pasar la mano por encima del par de cabecitas rubias para tocarle los párpados y decirle que cerrara los ojos un momento e imaginara que no pasaba nada. Que volviera a ser la feliz ermitaña que era.

Pero, como él, Eleanor no podía ignorar las batallas en Europa, y el cada vez mayor apoyo de Estados Unidos a Inglaterra y Francia. No podía seguir escondiendo la cabeza bajo el ala toda la vida y menos ahora que estaba casada con un hombre en edad militar y que, como tenía antecedentes penales, iba a ser de los primeros en ser reclutados.

El noticiario terminó, y empezó la película.

Vigilantes de la frontera resultó ser una película de Hopalong Cassidy, y la reacción de los niños hizo que los setenta y cinco centavos que Will se había gastado hubieran valido la pena. Él también se lo pasó bien, y Eleanor recuperó su entusiasmo. Pero los niños… ¡Oh, esos dos pequeños! ¡Había que verles las caras embelesadas con los ojos puestos en la gran pantalla mientras el protagonista luchaba por hacer cumplir la ley e impartir justicia a lomos de su corcel blanco, Topper. Donald Wade se quedó boquiabierto cuando Topper apareció por primera vez galopando y se empinó majestuoso mientras su jinete de pelo plateado blandía un sombrero negro como el de Will. El pequeño Thomas lo señaló con los ojos desorbitados y formó una «O» con los labios. Luego, chilló, aplaudió, y tuvieron que hacerle callar. A medida que las escenas se iban sucediendo, la expresión de maravillado asombro de Eleanor pasó a ser de placer infantil.

Al final, Hopalong se quedaba con la chica y, cuando la besó, Will miró a su mujer. Como si notara su mirada, ella se volvió de nuevo hacia él. Sus perfiles, iluminados por la luz parpadeante, parecían medias lunas en la sala oscura del cine mientras recordaban su primer beso, lo que les llevó a pensar en la noche. En ese breve instante, los invadió la ansiedad. Entonces sonó la música del final, Hopalong se marchó a caballo hacia el ocaso y los niños empezaron a hablar entusiasmados.

– ¿Ya se ha terminado? ¿Adónde iba Hopalong? ¿Podemos volver, Will, podemos?

Una vez en el coche, Will y Eleanor no charlaron como habían hecho por la mañana. El pequeño Thomas dormía acurrucado en el regazo de su madre. Donald Wade, con el sombrero de Will puesto, estaba apretujado contra el hombro de Will y comentaba eufórico las maravillas de Hopalong y de Topper. Aunque Will contestaba, tenía la cabeza puesta en la noche. En el momento de acostarse. Dirigió alguna que otra mirada disimulada a Eleanor, pero ella seguía con la vista al frente. Se preguntó si estaría pensando lo mismo que él.