En casa, Will realizó mecánicamente las tareas de la tarde, pensando en el dormitorio que no había visto nunca, en su primer beso, en lo cautelosos que habían sido el uno con el otro, en la noche, en una cama de verdad y en una mujer para compartirla. Pero era una mujer embarazada, lo bastante embarazada como para eliminar las posibilidades de cualquier contacto conyugal. Se preguntó qué aspecto tendría desnuda una mujer embarazada como Elly, y le afligió pensar que podría verla así y que estaría acostado con ella toda la noche sin tocarla.
De haber imaginado alguna vez su boda, no hubiera sido así: él en vaqueros, la novia embarazada de siete meses, una alianza de baratillo, cinco minutos en el despacho de un juez y una película de Hopalong Cassidy con dos niños bulliciosos. Pero los acontecimientos inusitados del día todavía no habían concluido.
Como volvieron tarde, la cena no fue ningún banquete de bodas. Huevos revueltos, judías verdes y un poco de carne de cerdo. Donald Wade berreó cuando Eleanor se negó a dejarle llevar el sombrero de Will en la mesa. El pequeño Thomas escupió las judías verdes sobre el vestido amarillo de Eleanor y, cuando ella lo riñó, lanzó el vaso de leche al otro lado de la cocina. Eleanor, con la falda empapada, se levantó de golpe y le golpeó la mano. Thomas bramó como una alarma contra incendios mientras Will seguía sentado sin saber qué hacer y se daba cuenta de que la vida familiar le deparaba algunas sorpresas. Eleanor fue a buscar un cubo y un trapo, y Will no pudo evitar pensar en lo probable que era que, si el día de su boda le estaba pareciendo algo triste a él, que no era nada sentimental, tenía que ser una decepción inmensa para ella. Cuando regresó al fiasco de la mesa, Will no le permitió que se arrodillara con su bonito vestido amarillo, más aún con lo que le costaba últimamente levantarse y agacharse.
– Dame, ya lo haré yo -dijo, y le tomó el cubo de la mano mientras trataba de imaginarse cómo sería cruzar la puerta de una suite nupcial del vigésimo piso del Hotel Ritz con una novia en brazos. Deseó poder hacer eso con ella. Pero lo único que podía hacer era sugerirle-: Ve a quitarte la mancha.
Cuando levantó la cara hacia él, vio en sus ojos verdes las mismas dudas que él tenía, la misma tensión, intensificada por el inusitado mal comportamiento de los niños esa noche, cuando era lo último que necesitaban. Ver que estaba a punto de echarse a llorar lo conmovió más aún.
– Gracias, Will.
– Ve -insistió, y la giró hacia el dormitorio antes de darle un empujoncito suave.
Era curioso cómo una ayuda daba pie a otra. Media hora después se encontró junto a ella, lavando platos, y media hora más tarde, acostando a los niños.
Los dos pequeños habían tenido un día agotador y se abandonaron a sus almohadas con una docilidad sorprendente. Mientras Eleanor los arropaba, él recorría la habitación recogiendo la ropa que se habían quitado: prendas pequeñas que olían a leche derramada, a primer viaje a la ciudad, a palomitas de maíz y a vaqueros montados en palos de escoba. Situado junto a una cómoda rayada, Will observó con una sonrisa en los labios cómo Eleanor los besaba para darles las buenas noches. Dos niños con pijama y la cara recién lavada a quienes su madre les aseguraba que los quería a pesar de su mala conducta reciente. Eleanor se había cambiado de ropa y llevaba un vestido ancho de color marrón que le marcó la tripa cuando se agachó para besar a Donald Wade en la mejilla. Tras acariciarle la nariz con la suya, le murmuró algo al oído. Y, a continuación, se inclinó hacia el pequeño Thomas, en la cuna, para besarlo y ayudarlo a tumbarse. Cuando el pequeño se aferró a su manta favorita y se metió el pulgar en la boca, le acarició el pelo hacia atrás.
Will, que observaba la escena con un codo apoyado en la cómoda, sonreía con ternura. Volvió a ansiar las cosas que no había tenido, pero verlas era casi tan bueno como participar en ellas. En esos momentos, su amor por Eleanor creció, se convirtió en algo más que el amor de un marido por una esposa. Eleanor pasó a ser la madre que jamás había conocido, los niños pasaron a ser él mismo: protegidos, seguros, bien cuidados.
Asombrado, se percató de que todas las noches formaría parte de aquella escena. Podría lavar caras pecosas, meter bracitos en mangas de pijama, recoger prendas sucias y presenciar sus cariñosos besos de buenas noches. Podría vivir a través de ellos una parte de lo que no había tenido nunca.
El ritual terminó. Eleanor levantó la barandilla de la cuna y movió dos dedos hacia Donald Wade. De repente, el pequeño se incorporó.
– Quiero dar un beso de buenas noches a Will -exigió.
A Will se le resbaló el codo de la cómoda; tenía la sorpresa reflejada en el rostro. Eleanor se volvió para mirarlo a la luz de la lámpara.
Notó que Will vacilaba, pero detectó que la expectativa era más fuerte.
– Donald Wade quiere darte las buenas noches -repitió. -¿A mí?
Se sentía como un intruso, pero le hacía muchísima ilusión. Donald Wade levantó los brazos. Will miró de nuevo a Eleanor, soltó una risita, se rascó el mentón y cruzó la habitación sintiéndose extraño y fuera de lugar. Se sentó en el borde de la cama, y los brazos del niño le rodearon el cuello sin moderación. La boquita, húmeda y con un vago olor de leche, se posó sobre la mejilla de Will un instante. Fue tan inesperado, tan… tan… auténtico. No había besado nunca a un niño para darle las buenas noches, no había imaginado nunca lo que te hacía sentir por dentro, ni lo reconfortante que era.
– Buenas noches, Will.
– Buenas noches, kemo sabe.
– Soy Hopalong.
– Oh, perdona, qué fallo -rio Will-. Tendría que haber comprobado qué caballo está atado en la puerta.
Cuando Will se levantó de la cama de Donald Wade, el pequeño Thomas ya no estaba tumbado. Estaba de pie tras la barandilla de la cuna con los mofletes hinchados y los ojos muy abiertos, observando. El pequeño Thomas…, que había tardado más en aceptarlo. El pequeño Thomas…, al que el hombre adulto seguía intimidando a veces. El pequeño Thomas…, que imitaba todo lo que hacía su hermano mayor. Su beso fue sin abrazo, pero su boquita estaba cálida y húmeda cuando Will se agachó para recibirlo.
Por Dios santo, no había imaginado nunca cómo un par de besos de buenas noches podían hacer sentir a un hombre. Querido. Amado.
– Buenas noches, Thomas.
Thomas lo miró con sus grandes ojos castaños.
– Di buenas noches a Will -lo animó su madre en voz baja.
– Benas notes, Ui.
Era la primera vez que Thomas decía su nombre. La mala pronunciación le llegó al alma mientras miraba cómo Eleanor volvía a acostarlo una segunda vez antes de reunirse con él en el umbral.
Se quedaron ahí un momento, codo con codo, contemplando a los niños. Surgió entre ellos una intimidad que los unió con una armonía que terminó con las muchas deficiencias de ese día y les hizo confiar en que llegarían cosas mejores.
Dejaron la puerta de los niños entreabierta y entraron en el salón. Estaba a oscuras, salvo por la luz que llegaba de la lámpara de los niños y de la que había en la mesa de la cocina.
Will se pasó una mano por el pelo, se rodeó el cuello con ella y sonrió al suelo. Pasado un momento, soltó una risita de felicidad.
– No lo había hecho nunca.
– Ya lo sé.
Buscó una forma de expresar la plenitud que sentía. Pero no la había. No había ninguna forma de expresar lo que esos últimos cinco minutos habían significado para él, un huérfano que se había convertido en vagabundo, un vagabundo que se había convertido en reo, un reo que se había convertido en jornalero, un jornalero que se había convertido en padre sustituto. Sólo pudo mover la cabeza maravillado.
– Es estupendo, ¿verdad? -alcanzó a soltar.
Eleanor lo comprendió. Su sorpresa y su asombro lo decían todo. No había esperado que tener derecho a su casa implicara tener derecho a sus hijos. Pero Eleanor veía el cariño creciente que Will sentía por ellos, veía claramente la clase de padre que sería: tierno, paciente, la clase de padre que no da por sentado ninguno de los pequeños placeres.
– Sí que lo es -contestó.
Will dejó caer la mano y levantó la cabeza con una sonrisa dulce en los labios.
– Me gustan mucho esos dos críos, ¿sabes?
– ¿A pesar de cómo se han portado durante la cena?
– Oh, eso… No ha sido nada. Han sido muchas emociones para un solo día. Me imagino que los muelles todavía les seguían vibrando.
Eleanor sonrió.
Él también lo hizo durante un instante, pero acabó poniéndose serio.
– Quiero que sepas que me portaré bien con ellos.
– Oh, Will… -Eleanor había suavizado la voz-. Eso ya lo sé.
– Bueno -prosiguió Will casi con vergüenza-. Son muy especiales.
– Yo también lo creo.
Sus miradas se encontraron un momento. Ambos buscaban algo que decir, algo que hacer. Pero era la hora de acostarse; sólo había una cosa que hacer. Y, sin embargo, tanto ella como él eran reacios a sugerirla. En la cocina, la radio emitía Chattanooga Choo Choo. Los compases de la canción llegaban desde la puerta iluminada hasta las sombras, donde se detuvieron, indecisos. Frente a la habitación de los niños, la puerta de su dormitorio estaba abierta y dejaba ver una sombra que los estaba aguardando en su seno. Tras esa puerta los esperaban la inseguridad y la timidez.
Eleanor se toqueteaba las manos mientras buscaba un tema para posponer la hora de acostarse.
– Gracias por la película, Will. Los niños no lo olvidarán nunca, y yo tampoco.
– Yo también me lo he pasado bien.
Fin del tema.
– También me han gustado las palomitas de maíz -añadió enseguida.
– A mí también.
De nuevo, fin del tema.
Esta vez fue Will quien encontró un modo de llenar el silencio: la ropa de los niños, que todavía llevaba hecha una pelota en las manos.
– ¡Oh, ten! -La puso en las de ella-. Se me había olvidado que la llevaba -comentó, y se metió las manos con fuerza en los bolsillos.
– Gracias por ayudarme a acostarlos -dijo Eleanor con la mirada puesta en la camisa manchada de leche de Thomas.
– Gracias por dejarme hacerlo.
Un intercambio rápido de miradas, dos sonrisas nerviosas y otro silencio, inmenso y abrumador, mientras seguían ahí de pie, cerca, observando las prendas que Eleanor tenía en las manos. Era la casa, la habitación de Elly. Will se sentía como una visita que está esperando a que la inviten a quedarse a dormir, pero ella seguía sin mencionar que fuera hora de acostarse. Oyó su propio pulso martilleándole en los oídos y se sintió como si llevara puesta una camisa prestada cuyo cuello le iba demasiado pequeño. Alguien tenía que romper el hielo.
– ¿Estás cansada? -preguntó.
– ¡No! -respondió Elly, demasiado rápido, con los ojos demasiado desorbitados. Luego agachó la cabeza-. Bueno…, sí, un poco.
– Saldré un momento, entonces.
Cuando se hubo ido, Elly dejó caer los hombros, cerró los ojos y hundió las mejillas ruborizadas en las prendas sucias.
«¡Qué tonta eres! ¿A qué viene estar tan nerviosa? Va a compartir tu colchón y tus sábanas, ¿y qué?»
Se soltó el pelo, se lavó la cara y se preparó para acostarse en un tiempo récord. Para cuando oyó que Will volvía a entrar en la cocina, ya estaba bien metida en la cama con un camisón de muselina blanca y las sábanas hasta los sobacos. Yacía rígida, escuchando el ruido que Will hacía al lavarse para acostarse. Oyó que apagaba la radio, comprobaba que el fuego estuviera extinguido y ponía el último aro en la cocina. Luego, todo quedó en silencio. Sólo oía su propio pulso en los oídos y el tictac del reloj despertador junto a la cama. Pasaron minutos antes de que oyera cómo cruzaba el salón y se detenía. Se quedó mirando la puerta, imaginándolo allí, armándose de valor mientras a ella el corazón le latía con tanta fuerza que parecía el triquitraque del tractor de Glendon aquella vez que había ido en él.
Will se detuvo frente a la puerta del dormitorio e inspiró hondo para darse ánimo. Cruzó el umbral y se encontró con que Eleanor yacía boca arriba con un recatado camisón blanco de manga larga. Tenía el pelo suelto extendido sobre la almohada blanca, y las manos cruzadas sobre el elevado montículo que formaba su barriga bajo las sábanas. Aunque su expresión era cuidadosamente insulsa, tenía dos manchas coloradas en las mejillas, como si un angelito hubiera entrado volando en la habitación y le hubiera dejado un pétalo de rosa sobre cada una.
– Pasa, Will.
Recorrió lentamente con la mirada el dormitorio: una ventana sin cortina, una alfombra de retales hecha en casa, una colcha de retazos hecha a mano, el cabecero de hierro de la cama pintado de blanco, un armario con la puerta entreabierta, una mesilla de noche y una lámpara de queroseno, una cómoda alta cubierta con un tapete donde descansaba el retrato de un hombre medio calvo con las orejas grandes.
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