– No había visto nunca esta habitación.

– No es gran cosa.

– Es cálida y está limpia -la contradijo, antes de avanzar sólo dos pasos para obligar a sus ojos a vagar un poco más por ella hasta que volvieron, en contra de su voluntad a fijarse en el retrato-. ¿Es Glendon?

– Sí.

Se acercó a la cómoda, tomó la foto enmarcada y la sostuvo en la mano, sorprendido por la edad y la falta de atractivo físico del hombre. Tenía una nariz bastante grande y una cara huesuda con los ojos hundidos y los labios finos.

– Era algo mayor que tú.

– Cinco años.

Will observó la fotografía en silencio, pensando que el hombre parecía mucho mayor.

– No era demasiado guapo. Pero era un buen hombre.

– Estoy seguro de ello. -Un buen hombre. A diferencia de él, que había violado las leyes tanto de Dios como del hombre. ¿Podría una mujer olvidar semejantes transgresiones? Dejó el retrato en su sitio.

– ¿Te importaría que dejara la fotografía ahí… para que los niños no lo olviden? -quiso saber Eleanor.

– No, en absoluto. -¿Sería un recordatorio de que Glendon Dinsmore todavía ocupaba un lugar especial en su corazón? ¿De que, aunque Will Parker pudiera compartir su cama esa noche, no tenía ningún derecho a esperar compartir nada más… nunca?

Se sacó los faldones de la camisa de los pantalones de cara a la pared, para no imponerle nada, ni siquiera una breve imagen de su piel desnuda.

Eleanor observó cómo se desabrochaba la camisa, cómo se la quitaba y la colgaba del pomo de la puerta del armario. Su fascinación la sorprendió. Tenía lunares en la espalda, y una piel firme, morena. Era ancho de espaldas, y en los dos meses que llevaba allí le habían engordado bastante los brazos. Aunque se sentía como una mirona, siguió contemplándolo. Vio cómo se desabrochaba el cinturón y bajó los ojos hacia sus caderas, delgadas, puede que incluso huesudas bajo los vaqueros. Cuando se sentó en la cama, el colchón se hundió bajo su peso y a ella se le aceleró el corazón; después de tener la cama para ella sola más de medio año, hasta eso le parecía íntimo. Will levantó un pie, se quitó la bota campera y la dejó en el suelo, seguida de su pareja. Se levantó para dejar caer los pantalones al suelo y se metió en la cama con un movimiento ágil, sin revelar nada más que un instante unos muslos recubiertos de vello oscuro y un viejo par de calzoncillos de Glendon antes de que las sábanas lo taparan y se echara junto a ella con los brazos debajo de la cabeza.

Ambos miraban el techo, acostados como sujetalibros a juego, asegurándose de que ni siquiera el vello de sus brazos se rozara, escuchando el tictac del reloj, que sonaba como si se estuviera disparando un rifle.

– Puedes bajar un poco la luz. No es necesario que esté tan fuerte.

Will se volvió y alargó la mano, con lo que tiró de las sábanas.

– ¿Qué tal así? -preguntó, mirándola por encima del brazo extendido mientras la luz se reducía y realzaba las sombras.

– Bien.

Se colocó de nuevo boca arriba. El silencio los envolvía. Ninguno de los dos se arriesgaba a efectuar los movimientos que se suelen hacer los primeros minutos que se pasan en la cama para ponerse cómodo. En lugar de eso, yacían con las manos remilgadamente juntas sobre la colcha, intentando asimilar la idea de que iban a compartir el lugar donde dormían, encontrando temas de conversación y descartándolos, poniéndose tensos en lugar de relajándose.

Entonces, Will se rio entre dientes.

– ¿Qué? -preguntó Eleanor, que lo miró con recelo. Y cuando Will volvió la cara hacia ella, se apresuró a mirar de nuevo al techo.

– Esto es raro.

– Sí.

– ¿Vamos a acostarnos cada noche en esta cama y a fingir que el otro no está?

Eleanor soltó el aire con fuerza y lo miró. Will tenía razón. Era un alivio admitir sencillamente que había otra persona en la cama.

– No me hacía demasiada ilusión esto. Creía que sería violento, ¿sabes?

– Lo ha sido. Lo es -admitió Will por ambos.

– He estado hecha un manojo de nervios desde la cena.

– Desde esta mañana, querrás decir. Lo más difícil que he tenido que hacer en mi vida ha sido entrar en la cocina esta mañana.

– ¿Quieres decir que tú también estabas nervioso?

– ¿No se me notaba?

– Un poco, pero creía que yo lo estaba mucho más que tú.

Reflexionaron en silencio un rato antes de que Will comentara:

– Ha sido un día de boda bastante raro, ¿verdad?

– Bueno, supongo que era de esperar.

– Siento lo del juez y el beso, ya sabes.

– No ha estado tan mal. Hemos sobrevivido, ¿no?

– Sí, hemos sobrevivido. -Cruzó las manos bajo la cabeza y contempló el techo, de modo que la obsequiaba con una axila peluda que olía a jabón de olor.

– Me sabe mal lo de la lámpara. No te dejará dormir, ¿verdad?

– Puede que un rato, pero da igual. Si llevaras tanto tiempo como yo sin dormir en una cama de verdad, tú tampoco te quejarías por una lámpara encendida -aseguró y, tras bajar una mano y pasarla por la burda sábana limpia que olía a jabón de sosa y a aire fresco, añadió-: Esto es un auténtico lujo. Sábanas de verdad. Almohadas. De todo.

A Eleanor no se le ocurrió ninguna respuesta, así que no dijo nada mientras se adaptaba a la sensación de tenerlo cerca y a su olor. Fuera de la casa, un chotacabras cantó, y de la habitación de los niños les llegó el ruido de la cuna al darse la vuelta Thomas.

– ¿Eleanor?

– ¿Sí?

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Por supuesto.

– ¿Te da miedo la oscuridad?

Tardó en contestar.

– No es que me dé miedo exactamente… Bueno, no lo sé. Puede. -Reflexionó un momento-. Sí, puede que sí. Llevo tanto tiempo durmiendo con la lámpara encendida que ya no lo sé.

– ¿Por qué? -preguntó Will, que había vuelto la cabeza para mirarle el perfil.

Lo miró a los ojos, y pensó en sus fanáticos abuelos, en su madre, en todos aquellos años detrás de los estores verdes. Pero si le hubiera hablado de ello le habría parecido una excéntrica, y no quería que eso sucediera. Tampoco quería arruinar el día de su boda con recuerdos dolorosos.

– ¿Acaso importa? -dijo.

Will le examinó minuciosamente los ojos verdes, deseando que confiara en él, que le contara la verdad que se ocultaba tras las habladurías de Lula. Pero fueran cuales fueran los secretos que Eleanor guardaba, no iba a oírlos esa noche.

– Háblame de Glendon -pidió entonces.

– ¿De Glendon? ¿Quieres hablar de él… esta noche?

– Sí tú quieres.

Pensó un momento antes de preguntar:

– ¿Qué quieres saber?

– Lo que quieras contar. ¿Dónde lo conociste?

Sin dejar de mirar el tenue círculo de luz en el techo, empezó a recordar.

– Cuando era pequeña, Glendon traía hielo a nuestra casa. Mi madre, mis abuelos y yo vivíamos entonces en el pueblo. El abuelo era predicador y solía seguir una ruta que lo tenía fuera de casa varias semanas seguidas. -Miró a Will con el rabillo del ojo y esbozó una sonrisa extraña-. El fuego eterno y todo eso, ya sabes. Con una voz como un ciclón que zarandeaba la casa.

Eligió lo que le contaba, suprimiendo cualquier referencia a su juventud penosamente solitaria, a la verdad sobre su familia, a los malos recuerdos del colegio. Le habló con más franqueza de Glendon, de quien le contó sus encuentros en el bosque cuando todavía era una niña, y del respeto que ambos sentían por los animales salvajes.

– Lo primero que me regaló fue un saco de maíz para los pájaros, y a partir de ese momento, fuimos amigos. Me casé con él cuando tenía diecinueve años y llevo viviendo aquí desde entonces -terminó.

Cuando Eleanor terminó su relato, Will estaba decepcionado. No había averiguado nada de la casa del pueblo ni de por qué la tenían encerrada en ella; ninguno de los secretos de Eleanor Dinsmore Parker. Era extraño: aunque era su esposa, sabía menos de ella que de algunas de las prostitutas que había frecuentado en su día. Quería que le explicara lo de esa casa para poder asegurarle que no le importaba en absoluto. Tal vez, con el tiempo, le contara más cosas. Por el momento respetaría su intimidad. Él también tenía penas secretas que todavía le dolían demasiado para revelarlas.

– Ahora te toca a ti -comentó Eleanor.

– ¿A mí?

– Háblame de ti. ¿Dónde viviste de niño? ¿Cómo terminaste aquí?

Empezó por cosas asépticas.

– Viví básicamente en Tejas, pero en tantos pueblos que no podría mencionarlos todos. A veces en orfanatos, a veces con gente que me recogía. Nací cerca de Austin, según me dijeron, pero todo lo que recuerdo de allí es de una vez que regresé, más adelante, cuando me dedicaba a los rodeos.

– ¿Qué recuerdas de entonces?

– ¿Te refieres a mis primeros recuerdos?

– Sí.

Will se lo pensó bien. Le vino a la cabeza despacio, dolorosamente.

– Se me cayó comida de un plato, cereales del desayuno, creo, y me dieron tantos azotes que se me olvidó que tuviera hambre.

– Oh, Will…

– Me daban muchos azotes. En todos los sitios menos en uno. Viví en él medio año tal vez…, no consigo recordarlo exactamente. Y jamás he podido recordar sus nombres, pero la mujer solía leerme libros. Tenía uno con una historia real muy triste que me encantaba y que se titulaba El perro de Flandes, y había dibujos de un niño y de su perro. Recuerdo que solía pensar: «Caramba, tiene que ser estupendo tener perro.» Un perro siempre estará a tu lado, ya me entiendes. -Will reflexionó un momento. Luego, carraspeó y siguió contando-: Bueno, en cualquier caso, lo que más recuerdo de esa mujer es que tenía los ojos verdes. Eran los ojos verdes más bonitos a este lado del río Pecos. ¿Y sabes qué?

– ¿Qué? -preguntó Elly mirándolo.

Will sonrió y se lo dijo:

– La primera vez que vine a esta casa, eso fue lo que más me gustó de ti. Tus ojos verdes. Me recordaron los suyos, y ella siempre era amable. Y fue la única que me hizo pensar que los libros eran buenos.

Se miraron un momento hasta que sus sentimientos estuvieron a punto de aflorar.

– Cuéntame más -pidió Elly.

– En el último sitio en que viví, lo hice con una familia apellidada Tryce. Fue en un rancho cerca de un lugar de mala muerte llamado Cistern. Un día desapareció el reloj del marido y, en cuanto me enteré, me imaginé que me echarían la culpa; así que me largué antes de que pudieran azotarme. Tenía catorce años y decidí que, si no dejaba de desplazarme de un sitio a otro, no podrían meterme en ningún otro colegio en el que todos los alumnos con padre y madre me miraban como si fuera una chuleta de cerdo que llevaba cuatro días olvidada sin que nadie se la comiera. Me subí a un tren de mercancías y me fui a Arizona, y no he parado de viajar desde entonces. Salvo cuando estuve en la cárcel, y ahora.

– Catorce años. Pero… eras muy pequeño.

– No lo eres cuando empiezas tu vida como yo la empecé.

Examinó el perfil de Will, los ojos castaños puestos en el techo, la nariz recta, los labios serios.

– ¿Te sentías solo? -preguntó, y vio cómo la nuez le subía por la garganta y después le bajaba. No respondió de inmediato y, cuando lo hizo, se había vuelto para mirarla.

– Sí. ¿Y tú?

Nadie se lo había preguntado nunca. De haber sido cualquiera del pueblo, no hubiese podido admitirlo, pero se sintió muy bien al contestarle que sí.

Se quedaron mirándose. Ambos sabían que habían derribado una primera barrera.

– Pero tú tenías familia.

– Familia, pero no amigos. Seguro que tú tenías amigos.

– ¿Amigos? No -aseguró; aunque, después de pensarlo un poco más, se corrigió-: Bueno, puede que uno.

– ¿Quién?

– ¿Seguro que quieres saberlo? -preguntó con una ceja arqueada en su dirección.

– Seguro. ¿Quién era?

No hablaba nunca de Josh. Con nadie. Y la historia tenía un final que podía inducir a Eleanor Parker a reconsiderar su decisión de invitarlo a compartir su cama con ella. Pero Will descubrió que, por primera vez, quería desahogarse.

– Se llamaba Josh -empezó a explicar-. Josh Sanderson. Trabajábamos juntos en un rancho, cerca de un lugar llamado Dime Box, en Tejas. Cerca de Austin. -Se rio entre dientes-. Dime Box era otro mundo. Era como… Bueno, puede que como ver una película en blanco y negro después de ver los trailers en color. Un lugar de mala muerte. Aquello estaba prácticamente muerto, o esperando la muerte. La gente, el ganado, la artemisa. Y no había nada que hacer cuando tenías una noche libre. Nada.

Se detuvo un momento mientras sus pensamientos retrocedían en el tiempo.

– ¿Y qué hacías? -quiso saber Eleanor. Will le dirigió una mirada rápida.

– No es un tema demasiado apropiado para una noche de bodas, Eleanor.

– La mayoría de esposas ya saben esta clase de cosas sobre sus maridos cuando llega la noche de bodas. Dímelo. ¿Qué hacías?