Así que se quedó en su lado de la cama con una muñeca pegada a la cadera y la otra doblada bajo una oreja. Pero lo que no podía transmitirle con las manos, lo expresó con la voz.
– ¿Elly? -Lo dijo con suavidad, de tal modo que la forma abreviada del nombre le salió de los labios como si fuera una palabra cariñosa. Sus miradas se encontraron, los ojos verdes de Eleanor, todavía brillantes por las lágrimas contenidas, los castaños de él llenos de comprensión-. Ahora nadie se burla de ti.
De repente, toda ella lo anheló.
«Tócame -pensó-. Hazlo como nadie lo ha hecho nunca, como yo toco a los niños cuando se sienten mal. Haz que no tenga importancia que sea poco atractiva y que esté más embarazada de lo que desearía en este momento. Tú eres el hombre, Will. ¿No lo comprendes? El hombre tiene que dar el primer paso.»
Pero él no podía. No el primero.
«Tócame -pensó Will-. El brazo, la mano, un dedo. Hazme saber que está bien que sienta lo que siento por ti. Nadie me quiso lo suficiente como para tocarme en todos estos años. Pero tú tienes que dar el primer paso. ¿No lo comprendes? Por lo que sentías por él y por lo que soy, por lo que hice, por lo que acordamos el primer día cuando llegué aquí.»
Al final, ninguno de los dos se movió. Eleanor yacía con las manos sobre la voluminosa tripa mientras el corazón le martilleaba frenético en el pecho, temiendo el rechazo, el ridículo, las cosas que la vida le había enseñado que podía esperar.
Will yacía sintiendo que era incapaz de despertar el amor de nadie debido a su pasado mancillado y al hecho de que ninguna mujer, incluida su propia madre, había creído que valiera la pena hacerlo. ¿Por qué iba a ser Elly distinta?
De modo que la chiflada de Eleanor y su marido ex presidiario se pasaron esas noches en que se iban conociendo mejor hablando y mirándose a la luz de la lámpara, aprendiendo a respetarse, preguntándose si se produciría ese acercamiento y cuándo, sin que ninguno de los dos se decidiera a tender la mano hacia lo que ambos necesitaban.
Toda la miel estaba embotellada. Las colmenas recibieron una capa nueva de pintura blanca y, sus bases, como se sugería en las publicaciones que había consultado, pintura de distintos colores para guiar a las obreras cuando volvieran de sus incursiones. La última vez que Will se marchó del colmenar, los panales contenían miel suficiente para alimentar a,las abejas todo el invierno.
Guardó el extractor en un cobertizo. Allí se quedaría hasta que empezara la temporada de miel de la primavera.
Esa noche anunció algo durante la cena.
– Mañana iré al pueblo a vender la miel -dijo-. Si necesitas algo, haz una lista.
Sólo le pidió dos cosas: franela blanca para hacer pañales y un rollo de guata de algodón.
Al día siguiente, cuando Will cruzó las puertas de la biblioteca, Gladys Beasley estaba absorta explicando a un grupo de colegiales el funcionamiento del catálogo de fichas. De espaldas a Will, parecía un dirigible con patas. Enfundada en un vestido de punto verde, calzada con unos zapatos planos y tocada con sus ondas, gesticulaba con la cabeza y hablaba con su inimitable tono didáctico.
– La clasificación decimal Dewey se llama así desde hace más de setenta años por el bibliotecario americano Melvil Dewey. James -hizo un paréntesis-, deja de hurgarte la nariz. Si tienes algún problema con ella, pide permiso para ir al lavabo, por favor. Y, en el futuro, no te olvides de llevar un pañuelo al colegio. En la clasificación decimal Dewey, los libros están divididos en diez grupos… -La explicación siguió como si la regañina no la hubiera interrumpido nunca.
Mientras tanto, Will lo miraba todo con un codo apoyado en la mesa de préstamos, esperando, pasándoselo bien. Una niña giraba a la izquierda y a la derecha, mirando las luces del techo como si fueran cometas. Un niño pelirrojo se rascaba el trasero. Otra niña hacía equilibrios apoyada sobre una pierna mientras se sujetaba el tobillo de la otra lo más cerca que podía de la nalga. Desde que vivía con Elly y los pequeños, Will había empezado a valorar a los niños por su naturalidad.
– …cualquier tema. Si me seguís, niños, empezaremos con los del grupo cien -comentó la señorita Beasley, que se volvió para reunir a los rezagados y vio que Will estaba aguardando junto a la mesa. Sin querer, se le iluminó la cara, y se llevó la mano al corazón. Al darse cuenta de lo que había hecho, dejó caer la mano y recuperó su habitual expresión remilgada. Pero era demasiado tarde; ya se había sonrojado.
Will se enderezó y se tocó el sombrero a modo de saludo, agradablemente sorprendido por su reveladora reacción, reconfortado más de lo que hubiera creído posible por el hecho de aturrullar a una mujer así. Había hecho todo lo que estaba en su mano por conseguir que su mujer reaccionara de aquella forma, pero nunca lo hubiera esperado de la bibliotecaria.
– Perdonad, niños. -La señorita Beasley tocó dos cabecitas al pasar-. Echad un vistazo al grupo de los cien y de los doscientos -sugirió.
Al acercarse a Will el rubor de sus mejillas fue inconfundible, y este se asombró aún más.
– Buenos días, señorita Beasley.
– Buenos días, señor Parker.
– La veo muy ocupada hoy -comentó, con los ojos puestos en los niños.
– Sí. Es el segundo curso de la señorita Gardner.
– Le he traído algo -dijo, a la vez que le pasaba un tarro de miel.
– ¡Caramba, señor Parker! -exclamó, y volvió a llevarse la mano al pecho.
– De nuestras propias colmenas, extraída esta semana.
– ¡Qué clara y pálida es! -comentó la señorita Beasley tras aceptar el tarro y levantarlo hacia la luz.
– Tenemos muchas acederas arbóreas cerca. La miel de acedera arbórea es así de clara. Aunque tiene un poco de color debido al túpelo.
Agachó un poco la cabeza, satisfecho.
– Se ha preparado bien, ¿verdad? -comentó la señorita Beasley con cara de alegría.
– Quería darle las gracias por los folletos y los libros -sonrió Will, con los brazos cruzados y los pies separados-. No podría haberlo hecho sin ellos.
La señorita Beasley sujetó el tarro con las dos manos y pestañeó.
– Gracias a usted, señor Parker. Y dé las gracias también a la señora Dinsmore de mi parte.
– Ah… -Will se frotó la parte inferior de la nariz-. Ya no es la señora Dinsmore. Ahora es la señora Parker.
– Oh. -La sorpresa y la decepción tiñeron esa palabra.
– Nos casamos en Calhoun a finales de octubre.
– Oh -repitió la señorita Beasley, que enseguida se repuso-. ¡Bueno, pues, felicidades.
– Muchas gracias, señorita Beasley. -Cambió el peso de un pie al otro, nervioso-. No quiero entretenerla más; tengo miel que vender y no dispongo de demasiado tiempo. Me refiero a que quedan muchas cosas por hacer en la granja antes de… -Volvió a cambiar el peso de un pie al otro, inquieto-. Bueno, verá, me gustaría instalar un generador eléctrico y un baño para Eleanor. ¿Le importaría comprobar si tiene algún libro sobre electricidad y fontanería? Si pudiera preparármelos, vendría a recogerlos dentro de una hora más o menos, cuando haya vendido la miel.
– Electricidad y fontanería. Por supuesto.
– Muchas gracias. -Se quitó el sombrero con una sonrisa y se acercó a la puerta. Pero se volvió con una estudiada indiferencia-. Oh, y ya puestos, añada algún libro sobre partos, si puede.
– ¿Partos?
– Sí.
– ¿Partos de qué?
Will notó que se ruborizaba y se encogió de hombros para fingir despreocupación.
– Oh… pues… caballos, vacas… -comentó con un gesto vago-. Ya sabe. -Desvió la mirada, nervioso, antes de volver a fijarla en ella-. También de personas, si encuentra algo. No he leído nunca nada al respecto. Puede ser interesante.
La señorita Beasley le dirigió una mirada penetrante con la que pareció poder leerle el pensamiento, pero dejó el tarro en un sitio de honor, junto a la placa con su nombre, y le dijo con su habitual tono seco:
– Tendrá los libros preparados dentro de una hora, señor Parker. Y gracias otra vez por la miel.
Calvin Purdy le compró la mitad de la miel y, después de regatear un poco, intercambió cuatro tarros más por diez metros de franela blanca y un rollo de guata. En la gasolinera, intercambió dos tarros más de miel por un depósito lleno de gasolina; había decidido tener el depósito siempre lleno hasta que el bebé naciera, por si acaso. Mientras esperaba junto al surtidor, pensó en el Café de Vickery, en la esquina. Suponía que servirían bollos con mantequilla por la mañana y bollos con miel por la tarde. Pero era probable que, para hacer la venta, tuviera que volver a ver a Lula Peak, y era imposible saber si esta vez decidiría recorrerlo con su garra escarlata. Se rascó el pecho y alejó la mirada con desagrado. La miel no se estropearía.
Con el depósito lleno de gasolina, regresó a la biblioteca. El segundo curso de la señorita Gardner se había ido, y el edificio había quedado vacío y en silencio.
– ¿Hola?
La señorita Beasley salió del despacho, limpiándose los labios con un pañuelo floreado.
– ¿Interrumpo su almuerzo?
– Pues sí. Me ha pillado probando su miel con un bollo. Deliciosa. Absolutamente deliciosa.
– Las abejas hicieron la mayor parte del trabajo -sonrió Will, asintiendo con la cabeza.
La señora Beasley soltó una risita, como si las carcajadas fueran ilegales. Pero Will se percató de lo contenta que estaba con su regalo. A primera vista no era una mujer demasiado agradable. Era combativa, inflexible; seguramente no tenía demasiados amigos. Puede que fuera por eso que se sentía tan unido a ella, porque él tampoco había tenido nunca demasiados. Tenía bastante bigote, y una gotita de miel se le había quedado pegada en el vello del labio superior. De no haberle caído tan bien, seguramente no le hubiera dicho nada. Pero, dada la situación, se lo indicó brevemente.
– Tiene algo aquí -le advirtió, y se metió el pulgar en el bolsillo trasero.
– ¡Oh! Oh, gracias -dijo. Se limpió la boca, pero logró dejarse lo que se quería quitar.
– Aquí. ¿Puedo? -Le tomó la mano con pañuelo incluido y se la guio al sitio correcto.
Era, sin duda, uno de los contactos más personales que había tenido nunca la señorita Beasley. Su forma de ser desanimaba a los hombres, siempre lo había hecho, especialmente en la universidad, donde había demostrado ser muchísimo más inteligente que cualquiera que pudiera haberse interesado por ella. Los hombres de Whitney estaban casados o eran demasiado tontos para convenirle. Aunque hacía tiempo que había aceptado su soltería, le sobresaltaba encontrar a un hombre que, en otro momento y en otras circunstancias, hubiese podido ser ideal para ella tanto en cuanto a temperamento como en cuanto a intelecto. Cuando Will Parker la tocó, Gladys Beasley olvidó que era como un tonel y lo bastante mayor para ser su abuela. Su corazón de solterona se agitó como una brema recién pescada.
El contacto fue breve y nada indecoroso. Rápidamente, casi con timidez, Will apartó la mano y dejó que su pulgar encontrara de nuevo el bolsillo trasero de su pantalón. Cuando Gladys bajó el pañuelo, estaba nerviosa, pero él fingió elegantemente no darse cuenta.
– ¿Qué? ¿Me ha encontrado algo? -quiso saber.
La señorita Beasley sacó cinco libros, algunos de ellos con pedacitos de papel a modo de punto. Lleno de curiosidad, intentó leer los títulos cabeza abajo mientras ella sellaba cada ficha. Pero era muy eficiente con su «¡abre, sella, cierra! ¡abre, sella, cierra!». Cuando empujó el montón hacia él con su carné de usuario puesto cuidadosamente encima, no había logrado distinguir ni un solo título.
– Muchas gracias, señorita Beasley.
– Sólo hago mi trabajo, señor Parker.
Will esbozó despacio una sonrisa, se tocó el ala del sombrero y se apoyó los libros en la cadera.
– Muchas gracias de todos modos. Hasta la semana que viene.
«La semana que viene», pensó Gladys, y el corazón se le aceleró. Juntó meticulosamente las fichas de los libros para disimular su inusitado nerviosismo.
Le había elegido El manual del fontanero, Nociones básicas de electricidad, El invento de Edison, Cría de animales para el ganadero, y otro titulado El hogar moderno.
Esa noche, después de cenar, mientras Eleanor pelaba pacanas en la mesa de la cocina, Will se sentó perpendicular a ella, pasando páginas. Se pasó media hora leyendo las partes señaladas de tres de los libros y, entonces, tomó el cuarto: El hogar moderno. Abarcaba varios temas, algunos fundamentales y otros, a juicio de Will, ridículos. Sonrió divertido al ver algunos como «Elección de un criado» o «Limpieza de una plancha de hierro frotándola con sal». Había una receta para preparar «Gelatina de carne», otra para tomates fritos y muchas otras, un tratado sobre el insomnio titulado «La ciencia del sueño» y un consejo sobre el lavado del interior de la tetera hirviendo en ella la valva de una ostra. Dejó de recorrer la hoja con el dedo al llegar al capítulo dedicado a las mujeres jóvenes. Leyó rápidamente lo que seguía a continuación y retrocedió después hasta el apartado titulado «Elección de un marido». Al empezar a leerlo, se fue hundiendo cada vez más en la silla hasta que tuvo la columna curvada y el libro apoyado en el borde de la mesa mientras se tapaba la sonrisa con un dedo.
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