En este momento necesitas más que nunca el consejo de tus padres -avisaba el libro-, porque tú atraerás al joven y el joven te atraerá a ti. Es natural. Si cometes un error, puede arruinarte la vida. Confía en tu madre. Hay unas cuantas normas que debes seguir en esta cuestión. No tengas nunca nada que ver con un joven que vaya por ahí esparciendo su simiente, o que lo haya hecho.

Will se frotó distraídamente el labio y echó una ojeada a Eleanor, que estaba ocupada con el cascanueces.

No te cases nunca con un hombre para reformarlo. Olvídate de los que necesitan reformarse. Hay hombres que no beben, pero que son más peligrosos para ti que un borracho. Un hombre que va por ahí esparciendo su simiente o que tiene una moral relajada padece enfermedades que pueden contagiar a una esposa inocente y pura, con el consecuente sufrimiento para toda la vida. El matrimonio es una lotería. Puede tocarte un premio o arruinarte la vida. Si un joven te atrae, cuéntaselo a tus padres para que ellos puedan averiguar si es un buen hombre, limpio de corazón, que lleva una vida sana. Es mucho mejor quedarse soltera que contraer un mal matrimonio.

Se preguntó cuántas vírgenes ignorantes habrían leído eso y habrían terminado más confundidas que nunca sobre las realidades de la vida.

Su mirada especulativa se posó en Elly. En ese momento, tiraba una pacana al cuenco, y los ojos de Will la siguieron. La barriga le había crecido tanto que apenas le quedaba espacio para ponerse el cuenco en el regazo. El pecho parecía haber doblado su tamaño durante los últimos tres meses. ¿Sería virgen cuando se casó con Glendon Dinsmore? ¿Habría esparcido Glendon su simiente por ahí como Will Parker había hecho? ¿Habría consultado Elly a sus padres, habrían comprobado éstos cómo era Dinsmore y habrían averiguado que era limpio de corazón y que llevaba una vida sana, a diferencia de su segundo marido?

Eleanor tomó otra pacana pelada y se la llevó a la boca. Will siguió otra vez sus movimientos con los ojos y se acarició sin darse cuenta los labios. Había algo seguro: Elly no se había casado con él para reformarlo. Si se había reformado era porque ella lo había aceptado y no al revés.

Pasó una página y llegó hasta un apartado en el cual la señorita Beasley había puesto un punto: «Cómo concebir y dar a luz hijos sanos.»

«Muy bien -pensó, secretamente divertido-, explícame cómo.»

La principal razón para contraer matrimonio es tener hijos y criarlos. La naturaleza ha provisto al hombre y a la mujer de órganos que están maravillosamente formados a tal efecto.

Fin de la explicación. Will contuvo otra carcajada y siguió ocultando la sonrisa con un dedo. No pudo evitar imaginarse a la señorita Beasley leyendo ese fragmento ni preguntarse cuál habría sido su reacción.

Del deleite que sentía por la formación de los órganos de reproducción humanos, el autor había pasado directamente a un consejo ridículo sobre la concepción:

Si los padres están borrachos en el momento en que se concibe el niño, no pueden esperar que éste sea sano física ni mentalmente. Si los padres se desagradan mutuamente, transmitirán algo de esa predisposición a su descendencia. Si alguno de los dos, o ambos, están muy preocupados en el momento de la concepción, el hijo sufrirá las consecuencias.

Sin previo aviso, Will se echó a reír.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó Eleanor.

– Escucha esto… -Se enderezó en la silla, dejó el libro plano sobre la mesa y leyó el último trozo en voz alta.

Eleanor lo miró sin pestañear con una pacana en el cascanueces que sujetaba con ambas manos.

– Creía que estabas leyendo cosas sobre electricidad.

– Oh, y lo estoy -dijo, serio al instante-. O, mejor dicho, lo estaba.

Elly alargó la mano hacia la mesa y, con la punta del cascanueces, levantó el libro.

– ¿El hogar moderno?

– Bueno, yo… Es que… -Notó que se ruborizaba y pasó las páginas al azar hasta que se abrieron por un diagrama de un teléfono hecho en casa-. Estaba pensando en hacer uno como éste -aseguró, y giró el libro para enseñárselo.

Eleanor echó un vistazo al diagrama y luego lo miró con escepticismo, antes de que la cáscara de la pacana se partiera y le cayera en la palma de la mano.

– ¿Y a quién crees que podríamos llamar?

– Oh, bueno. Nunca se sabe.

Ocultó su inquietud volviendo a concentrarse en la lectura.

Después de quedarte embarazada, te debes a ti misma y te debes a tu marido y a tu futuro hijo. Asegúrate de que éste llega al mundo dotado de todo lo que una madre abnegada y como Dios manda puede darle, tanto física como mentalmente. Para ello, mantente bien y feliz. Come sólo alimentos que sean fáciles de digerir y que favorezcan un tránsito intestinal regular. Lee sólo libros que te hagan sentir mejor y más contenta. Rodéate de personas que te levanten el ánimo. Los rumores no lo harán, así que no escuches a esos agoreros que tan dispuestos están a conversar contigo en este momento.

El libro seguía dando consejos igual de antojadizos, pero la diversión de Will terminó en cuanto encontró lo que había estado buscando: «Preparativos para el parto.» Empezaba con una lista de las cosas que había que tener a mano:

5 palanganas

1 botella de irrigación de 2 litros

15 metros de gasa esterilizada

6 empapadores, o

1 kilogramo de guata de algodón para hacerlos

1 hule de 1 por 2 metros

120 mililitros de permanganato de potasio

240 mililitros de ácido oxálico

120 mililitros de ácido bórico

1 tubo de jabón verde

1 tubo de vaselina

100 pastillas de bicloruro de mercurio (Bernay)

240 mililitros de alcohol

1,85 mililitros de ergotina

1 cepillo de uñas

1 kilogramo de algodón hidrófilo

Por Dios, ¿necesitaría todo aquello? Empezó a asustarse. Las primeras instrucciones rezaban:

La enfermera preparará los empapadores y los esterilizará una semana antes, junto con las toallas, los pañales, doscientos gramos de algodón hidrófilo y las compresas perineales de algodón suficientes.

¿Enfermera? ¿Quién tenía enfermera? ¿Y qué era un empapador? ¿Y qué significaba «perineal»? ¿Y a qué se refería con aquello de «suficientes»? ¿Cuántas eran las suficientes? ¡No entendía todas esas cosas y menos aún podía permitírselas! Pálido, pasó la página, y se desesperó aún más. Lo que leía le ponía los pelos de punta.

Dolores abdominales… rotura de la membrana… rotura de la bolsa de aguas… ganas de defecar… abultamiento del suelo pélvico… desgarro de la zona perineal… cabeza encajada… manipulación correcta para expulsar la placenta… hilo limpio y resistente… cortar de inmediato… salvo cuando el niño está casi muerto o no respira bien…

Cerró el libro de golpe y se levantó de un salto, pálido como un muerto.

– ¿Will?

Miró por una ventana, con las rodillas muy juntas, haciendo crujir los nudillos, sintiendo que el corazón le latía con fuerza.

– No puedo hacerlo.

– ¿Qué no puedes hacer?

El miedo se le atravesó en la garganta como un pedazo de pan seco. Tragó saliva con fuerza, pero no logró que desapareciera.

– No estaba leyendo sobre electricidad -explicó-. Estaba leyendo sobre partos.

– Oh… Eso.

– Sí, eso. -Se volvió hacia ella-. Elly, no hemos hablado nunca de ello desde la noche que acordamos casarnos. Pero sé que esperas que te ayude, y no sé si puedo hacerlo.

Eleanor dejó las manos en el cuenco y alzó los ojos hacia él, inexpresiva.

– Pues lo haré sola, Will. Estoy segura de poder.

– ¡Sola! -exclamó. Se abalanzó hacia el libro y pasó agitadamente las páginas hasta que encontró la que buscaba-. Escucha esto: «El cordón umbilical suele atarse antes de cortarlo, salvo cuando el niño está casi muerto y no respira bien. En ese caso, es mejor no atar el cordón umbilical para que sangre un poco y estimule la respiración del bebé.» -Dejó el libro y la miró con el ceño fruncido-. Supón que el bebé se muriera. ¿Cómo crees que me sentiría? ¿Y cómo voy a saber si respira bien o no? Y aún hay más: aquí pone todas las cosas que deberíamos tener a mano. ¡Hay algunas que ni siquiera sé qué son, joder! Y dice que puedes desgarrarte o tener una hemorragia. Por favor, Elly, déjame ir a buscar un médico cuando llegue el momento. Tengo el depósito del coche lleno de gasolina para poder ir al pueblo y traerlo corriendo para acá.

– Yo sé lo que necesitaremos, Will -aseguró Elly después de dejar con calma el cuenco, levantarse y cerrar el libro. Y lo miró resuelta a los ojos para añadir-: Y lo tendré todo a punto. No deberías leer estas cosas porque sólo sirven para que te asustes.

– Pero pone que…

– Ya sé lo que pone. Pero tener un hijo es algo natural. Por el amor de Dios, las mujeres indias se ponían en cuclillas en el bosque y lo hacían completamente solas. Luego, en cuanto terminaban, regresaban al campo a cultivar maíz.

– Tú no eres india -argumentó Will apasionadamente.

– Pero soy fuerte. Y estoy sana. Y, puestos a decir, también soy feliz. Me parece que eso es tan importante como todo lo demás, ¿no? La gente que es feliz tiene algo por lo que luchar.

Su apacible razonamiento acabó con el enfado de Will con una rapidez sorprendente. Y cuando hubo desaparecido, se quedó con algo que lo había impresionado: Eleanor había dicho que era feliz. Estaban cerca, tanto, que hubiese podido tocarla con sólo levantar una mano, acariciarle el cuello con los dedos, ponerle las palmas en las mejillas y preguntarle si lo era realmente. Porque quería oírlo otra vez, porque, por primera vez en su vida, parecía estar haciendo algo bien.

Pero Eleanor bajó el mentón y se volvió para recoger el cuenco con las pacanas y dejarlo en el armario.

– No todo el mundo tolera ver sangre, y tengo que admitir que en un parto hay sangre.

– No es eso. Ya te lo he dicho, se trata de los riesgos.

– No tenemos dinero para pagar un médico, Will -comentó Eleanor de modo realista.

– Podríamos reunir el suficiente. Podría ir otra vez a vender chatarra. Y está el dinero de la nata, y el de los huevos, y ahora el de la miel. Incluso tenemos las pacanas. Purdy las compraría. Lo sé.

Elly empezó a negar con la cabeza antes de que terminara.

– Tú no te preocupes por el bebé. Deja que yo me encargue de eso. Todo saldrá bien.

Pero ¿cómo no iba a preocuparse?

Los días siguientes observó cómo se movía por la casa cada vez con más lentitud. La barriga había empezado a bajarle, se le hinchaban los tobillos y tenía los pechos enormes. Y cada día acercaba más el momento del parto.

El diez de noviembre hubo algo que lo distrajo temporalmente de sus preocupaciones. Era el cumpleaños de Eleanor; no se había olvidado de ello. Cuando se despertó, ella seguía dormida, de cara a él. Se puso de costado y se colocó una almohada doblada bajo el cuello para permitirse observarla con atención. Las cejas claras y las pestañas doradas, los labios separados y una nariz agradable, una oreja que le asomaba entre el cabello rizado suelto y una rodilla doblada bajo las sábanas. Observó cómo respiraba, cómo movía la mano una, dos veces. Se fue despertando poco a poco, cerrando inconscientemente los labios, frotándose la nariz y, al final, abriendo los ojos, aún somnolientos.

– Buenos días, holgazana -bromeó Will.

– Mmm… -Cerró los ojos y se acurrucó, medio de lado-. Buenos días.

– Felicidades.

Abrió los ojos, pero no se movió, asimilando las palabras mientras una sonrisa perezosa le iluminaba la cara.

– Te has acordado.

– Pues claro. Veinticinco años.

– Veinticinco. Un cuarto de siglo.

– Tal como lo dices, eres mayor de lo que pareces.

– Oh, qué cosas dices, Will.

– Te he estado mirando mientras te despertabas. Me ha parecido algo digno de verse.

Se tapó la cara con las sábanas y Will sonrió contra la almohada.

– ¿Tendrás tiempo de preparar una tarta?

– Supongo, pero ¿por qué? -preguntó tras bajarse las sábanas hasta la nariz.

– Pues prepara una. Lo haría yo, pero no sé.

– ¿Por qué?

En lugar de contestar, apartó las sábanas y se levantó de un salto. De pie junto a la cama, con los codos levantados, se estiró de forma ostentosa. Eleanor lo contempló con un interés no disimulado: los músculos flexionados, la piel tersa, los lunares, las piernas largas cubiertas de vello negro. Con las piernas separadas, Will se estremeció y se inclinó hacia la izquierda, hacia la derecha y después, hacia delante para recoger la ropa y empezar a vestirse. Era fascinante ver vestirse a un hombre. Los hombres lo hacían mucho menos remilgadamente que las mujeres.

– ¿Vas a contestarme? -insistió.

– Es para tu fiesta de cumpleaños -sonrió Will sin mirarla.