– ¡Mi fiesta de cumpleaños! -exclamó, incorporándose en la cama-. ¡Oye, vuelve aquí!

Pero ya se había ido, abrochándose la camisa, sonriendo.

No hubiera sido nada fácil decir a quién le costó más ocultar su impaciencia ese día, si a Will, que lo había planeado todo hacía semanas, a Eleanor, cuyos ojos brillaron todo el rato que se pasó preparando su propia tarta, negándose a preguntar cuándo iba a ser la fiesta, o a Donald Wade, que preguntó por lo menos diez veces esa mañana: «¿Cuánto falta, Will?»

Will había planeado esperar hasta después de cenar, pero la tarta estaba lista a mediodía y, a última hora de la tarde, la paciencia de Donald Wade había llegado a su límite. Cuando Will fue a la casa a tomarse una taza de café, Donald Wade le dio unas palmaditas en la rodilla y le susurró por enésima vez:

– ¿Ahora? Will…, por favor…

– Muy bien, kemo sabe -cedió-. Thomas y tú id a buscar las cosas.

«Las cosas» resultaron ser dos objetos envueltos burdamente en papel de estraza blanco, arrugado y atado con un cordel. Cada niño llevó uno, con orgullo, y lo dejó junto a la taza de café de su madre.

– ¿Regalos? -Elly juntó las manos en el pecho-. ¿Para mí?

Donald Wade asintió con la energía suficiente como para que le saltara la cera de los oídos.

– Los hemos hecho Will, Thomas y yo.

– ¡Los habéis hecho vosotros!

– Uno de ellos -lo corrigió Will, que se sentó a Thomas en el regazo mientras Donald Wade se apoyaba en la silla de Eleanor.

– Éste -indicó Donald Wade, poniéndole el paquete más pesado en las manos-. Ábrelo primero -pidió, con los ojos puestos en las manos de su madre mientras ésta intentaba con torpeza desatar el paquete, fingiendo que le costaba.-¡Ay, qué nerviosa estoy! -exclamó-. Ayúdame a abrirlo, por favor, Donald Wade.

El niño la ayudó con ilusión a tirar del nudo y a apartar el papel para dejar al descubierto una bola de sebo sujeta con bramante y recubierta de trigo.

– ¡Es para tus pájaros! -anunció entusiasmado.

– Para mis pájaros. Madre míaaa… -exclamó Eleanor con los ojos relucientes de alegría mientras sujetaba la bola en el aire por un lazo de bramante-. ¡Les va a encantar!

– ¡Puedes colgarla y todo!

– Eso veo.

– Will consiguió el material y pasamos el sebo por el molinillo y yo le ayudé a girar la manivela y Thomas y yo le pusimos las semillas. ¿Lo ves?

– Lo veo. Caramba, creo que es la bola de sebo más bonita que he visto en mi vida. Oh, muchísimas gracias, cielo -dijo, y dio un fuerte abrazo a Donald Wade antes de inclinarse para levantar la barbilla del pequeño y darle un beso sonoro en las mejillas-. Y a ti también, Thomas. No sabía que erais tan hábiles.

– Abre el otro -pidió Donald Wade poniéndoselo en las manos.

– ¡Dos regalos, Dios mío!

– Éste es de Will.

– De Will… -Sus ojos, llenos de alegría, se encontraron con los de su marido mientras intentaba deshacer los nudos del paquete en forma de rollo.

Aunque por dentro se moría de la impaciencia, Will se obligó a seguir sentado tranquilamente con un brazo apoyado en el borde de la mesa y un dedo metido en el asa de una taza de café.

Mientras desenvolvía el regalo, Eleanor se lo quedó mirando. Tenía un tobillo sobre la rodilla contraria formando un triángulo con la pierna, donde Thomas estaba sentado. De repente, se le ocurrió que no hubiese cambiado a Will por diez Hopalong Cassidy.

– Will es increíble, ¿verdad? Siempre me está dando regalos -comentó.

– ¡Date prisa, mamá!

– Oh, sí… Claro. -Volvió a concentrarse en abrir el regalo. Dentro había un juego de tres tapetes (uno ovalado y dos semicirculares) de lino fino, embastados y con una cenefa estampada, preparados para bordar y tejer a ganchillo.

Eleanor se emocionó tanto que no encontró palabras:

– Oh, Will… -Ocultó los labios temblorosos tras el lino fino. Le escocían los ojos.

– En la tienda ponía que era un conjunto de tocador de Madeira. Sé que te gusta hacer labores.

– Oh, Will… -repitió Elly con los ojos brillantes-. Tienes unos detalles tan bonitos… -Tendió una mano por encima de la mesa, con la palma hacia arriba.

Cuando puso su mano en la de ella, Will notó que el corazón le saltaba del pecho.

– Gracias, cariño.

Jamás había creído que pudiera ser el cariño de nadie. La palabra hizo que una oleada de júbilo le recorriera el cuerpo. Entrelazaron los dedos y ambos se olvidaron un momento de regalos y de tartas, de embarazos y de pasados, e incluso de los dos niños que los miraban con impaciencia.

– Ahora toca la tarta, mamá -los interrumpió Donald Wade, y el momento de intimidad se terminó.

Pero después de aquello todo se había intensificado, era más eléctrico, más incitante. Mientras Eleanor deambulaba por la cocina, batiendo nata, cortando tarta de chocolate y sirviéndola, notaba que los ojos de Will se movían con ella, siguiéndola, buscándola. Y se encontró con que no se decidía a mirarlo.

De nuevo en la mesa, le pasó el plato, y él lo tomó sin tocarle ni la punta de un dedo. Notó que ese distanciamiento obedecía a la cautela, a la incapacidad de creer. Y lo comprendió porque ni siquiera en sus pensamientos más alocados hubiese creído que una locura así fuera a ocurrir. El corazón se le aceleraba tan sólo por estar en la misma habitación que él. Y sentía un dolor agudo entre los omoplatos. Y le costaba respirar.

– Ya me encargo yo del pequeño Thomas -dijo, intentando que no se le notara su estado.

– Puede quedarse en mi regazo. Tú disfruta de tu tarta.

Comieron, con miedo a mirarse, con miedo a haber interpretado mal lo sucedido, con miedo a no saber qué hacer cuando los platos estuvieran vacíos.

Antes de que lo estuvieran, Donald Wade miró por la ventana y señaló con el tenedor.

– ¿Quién es?

– ¡Por todos los santos! -exclamó Will al mirar. Se puso de pie de un salto.

– ¿Qué hace aquí? -preguntó Eleanor tras dejar el tenedor en el plato.

Antes de que Will pudiera hacer ninguna suposición, Gladys Beasley subió los peldaños del porche y llamó a la puerta.

Will se la abrió.

– ¡Señorita Beasley, qué sorpresa!

– Buenas tardes, señor Parker.

– Pase, por favor.

Tuvo la sensación de que lo hubiese hecho tanto si la invitaba a hacerlo como si no. Asomó la cabeza fuera.

– ¿Ha venido andando desde el pueblo? -se sorprendió.

– No tengo automóvil. No hubiese podido hacerlo de ningún otro modo.

Sorprendido, Will la hizo entrar en la cocina y se volvió para hacer las presentaciones. Pero Gladys le quitó el asunto de las manos.

– Hola, Eleanor. ¡Caramba, cómo has crecido!

– Buenas tardes, señorita Beasley -la saludó Eleanor desde detrás de una silla mientras se toqueteaba nerviosa la punta del delantal como si fuera a hacer una reverencia.

– Y supongo que éstos son tus hijos.

– Sí, son Donald Wade y el pequeño Thomas.

– Y otro en camino. Caramba, eres una muchacha muy afortunada.

– Sí -respondió Eleanor obedientemente.

Miró de reojo a Will.

«¿Qué quiere?», le preguntó en silencio.

Will no tenía ni idea y sólo pudo encogerse de hombros. Pero comprendía el pánico que Eleanor sentía. ¿Cuánto tiempo hacía desde que había charlado con alguien del pueblo? Lo más probable era que la señorita Beasley fuera el primer extraño al que Eleanor dejaba entrar en esa casa.

– Creo que también tengo que felicitarte por tu matrimonio con el señor Parker.

De nuevo, Eleanor dirigió una mirada rápida a Will. Luego se sonrojó y bajó la vista a la silla, pasando la uña del pulgar por la parte superior del respaldo.

– Parece que les he interrumpido mientras comían -comentó la señorita Beasley tras echar un vistazo a la mesa-. Lo…

– No, no -intervino Will-. Sólo estábamos tomando un poco de tarta.

Donald Wade, que no hablaba nunca con desconocidos, eligió inexplicablemente hacerlo con la mujer.

– Es el cumpleaños de mamá -explicó-. Will, el pequeño Thomas y yo le hemos hecho esta fiesta.

– ¿Quiere sentarse y probar la tarta? -la invitó Eleanor.

Will apenas daba crédito a sus oídos, pero antes de que pudiera reaccionar, la señorita Beasley había depositado su corpulento cuerpo en una silla y tenía delante un plato con un pedazo de tarta y nata batida. Aunque Will no echaba de menos tener visitas, su ausencia le parecía malsana. Y si había alguien ideal para sacar a Eleanor de su vida de ermitaña era la señorita Beasley. No era lo que se dice la mujer más alegre del mundo, pero sí extremadamente justa, y tampoco se trataba de la clase de persona que desentierra un pasado doloroso.

La señorita Beasley aceptó una taza de café, le añadió mucha nata y azúcar, probó la tarta y frunció la boca bigotuda.

– Mmm… Muy rica -afirmó-. Tan rica como la miel que me enviaste, Eleanor. Tengo que decirte que no estoy acostumbrada a que los usuarios de la biblioteca me hagan regalos. Gracias.

– ¿Quiere ver los que le hemos hecho hoy a mamá? -soltó entonces Donald Wade.

La señorita Beasley dejó el tenedor y dedicó toda su atención al niño.

– Por supuesto -dijo con deferencia.

Donald Wade rodeó la mesa, encontró la bola de sebo y se la llevó a la bibliotecaria.

– Éste de aquí es para los pájaros. Lo hicimos Will, el pequeño Thomas y yo con nuestras propias manos.

– Lo hicisteis vosotros… Mmm… -Lo examinó minuciosamente-. Qué mañosos que sois. Y un regalo hecho en casa está hecho con el corazón. Es, sin duda, la mejor clase de regalo, como la miel que tu madre y el señor Parker me dieron. Eres un niño afortunado -aseguró, y le dio unas palmaditas en la cabeza tal como hacen los adultos que no están acostumbrados a tratar con niños-. Te están enseñando las cosas que son realmente importantes.

– Y éste de aquí… -prosiguió Donald Wade, encantado de tener a alguien distinto a quien hacer partícipe de su entusiasmo, alargando la mano hacia los tapetitos-. Esto es de Will. Se lo compró con el dinero de la miel, y mamá puede bordarlos.

La señorita Beasley dedicó nuevamente la debida atención a lo que el pequeño le enseñaba.

– Ah, tu madre también es afortunada, ¿verdad?

De repente, Donald Wade cayó en la cuenta de que la mujer corpulenta era una desconocida, y aun así, conocía a su madre. Miró a la señorita Beasley con los ojos muy abiertos.

– ¿De qué conoce a mi mamá?

– Solía venir a mi biblioteca cuando era una niña no mucho mayor que tú. Podría decirse que fui maestra suya de vez en cuando.

– Oh -parpadeó Donald Wade. Luego, preguntó-: ¿Qué es una bliblo…?

– ¿Una biblioteca? Pues es uno de los sitios más maravillosos del mundo. Lleno de toda clase de libros. Libros ilustrados, libros de cuentos, libros para todo el mundo. Tú también tienes que venir a visitarla algún día. Pide al señor Parker que te traiga. Te enseñaré un libro sobre un niño que se parece mucho a ti. Se llama Timothy Totter. Mmm… -Se recostó en la silla y se dio golpecitos en los labios con el índice mientras observaba a Donald Wade como si estuviera decidiendo algo-. Sí, diría que Timothy Totter es el libro ideal para un niño de… ¿cuántos? ¿Cinco años?

Donald Wade asintió con tanta fuerza que el pelo le dio bandazos hacia delante y hacia atrás.

– ¿Tienes perro, Donald Wade?

Desconcertado, sacudió la cabeza despacio.

– ¿No? Bueno, pues Timothy Totter, sí. Y su nombre es Tatters. Cuando vengas, te presentaré tanto a Timothy como a Tatters. Y ahora, si me disculpas, tengo que hablar un momento con el señor Parker.

La señorita Beasley no hubiese podido elegir un método más delicado de convencer a Eleanor de enfrentarse de nuevo al mundo exterior. Si había una forma ideal de llegar a Eleanor era a través de sus hijos. Cuando el intercambio entre la señorita Beasley y Donald Wade terminó, Eleanor seguía sentada y ya no daba tanto la impresión de querer salir pitando.

– Es la mejor tarta de chocolate que he comido nunca. No me importaría nada tener la receta -comentó, antes de volverse hacia Will sin la menor pausa-. Traigo malas noticias. Anteayer falleció de un infarto Levander Sprague, que había estado haciendo la limpieza de mi biblioteca los últimos veintiséis años.

– Oh… Lo siento -dijo Will, que no había oído hablar nunca de Levander Sprague. ¿Por qué diablos había ido hasta allí para darle esa noticia?

– Extrañaremos mucho al señor Sprague. Sin embargo, tuvo una vida larga y fructífera, y deja nueve hijos robustos que cuidarán de su madre en sus últimos años. Pero yo me he quedado sin encargado. El sueldo es de veinticinco dólares a la semana. ¿Le gustaría el empleo, señor Parker?

El rostro de Will reflejó sorpresa. Miró a Elly y, de nuevo, a la bibliotecaria, que prosiguió rápidamente: