– Son seis tardes a la semana, después de cerrar la biblioteca. Consiste en limpiar el suelo, sacar el polvo a los muebles, quemar la basura, abastecer la caldera en invierno, llevar alguna que otra caja de libros al sótano, montar estantes nuevos cuando los necesitemos.
– Bueno… -El asombro de Will se había convertido en una sonrisa torcida. Soltó una risita y se pasó una mano por el pelo-. Es una oferta muy buena, señorita Beasley.
– Pensé en hacérsela a alguno de los hijos del señor Sprague pero, francamente, preferiría tenerlo a usted. Me gusta cómo respeta la biblioteca. Y me enteré de que lo habían despedido sumariamente del aserradero, lo que irritó mi sentido de la justicia.
Will estaba demasiado sorprendido para sentirse ofendido. Las ideas se le agolpaban en la cabeza. ¿Qué diría Elly? ¿Y debería irse por las tardes cuando faltaba tan poco para que saliera de cuentas? Pero veinticinco dólares a la semana, cada semana, ¡y seguiría teniendo los días libres!
– ¿Cuándo quiere que empiece?
– De inmediato. Mañana. Hoy si es posible.
– Hoy… Bueno…, me gustaría pensármelo -respondió, ya que era consciente de que Elly tenía derecho a opinar.
– Muy bien. Esperaré fuera.
¿Iba a esperarse fuera? Pero necesitaba tiempo para tantear a Elly. Tendría que haberse imaginado que la señorita Beasley no toleraría ninguna vacilación. Cuando la puerta mosquitera se cerró tras la bibliotecaria, él se estaba rascando la mandíbula, consternado, y Eleanor se levantaba muy rígida de la silla para empezar a retirar los platos de la mesa.
– ¿Elly? -preguntó.
– Acéptalo, Will. Es evidente que quieres hacerlo -respondió sin mirarlo.
– Pero tú no quieres que lo haga, ¿verdad?
– No digas tonterías.
– Podría comprar las cosas para instalar un cuarto de baño y seguiría teniendo los días libres para trabajar para ti.
– Ya te he dicho que lo aceptes.
– Pero no te gusta que pase tiempo en el pueblo, ¿verdad?
Dejó los platos en el barreño y se volvió hacia él.
– Lo que yo piense del pueblo sólo me afecta a mí. No tengo derecho a mantenerte alejado de él si tú quieres ir.
– Pero la señorita Beasley es justa. No te menospreció nunca, ¿verdad?
– Acéptalo.
– ¿Y qué pasará cuando te pongas de parto?
– Lo sabré con la antelación suficiente.
– ¿Estás segura?
Asintió, aunque Will notó que le costaba muchísimo dejarlo ir.
Cruzó la cocina dando cuatro zancadas, le sujetó la cara y le dio un beso rápido y contundente en una mejilla.
– Gracias, preciosa -dijo, y se marchó a toda velocidad.
«¿Preciosa?» Cuando Will se hubo ido, se puso las manos donde habían estado las de él. Era probable que fuera la mujer menos preciosa en ochenta kilómetros a la redonda, pero la palabra la había hecho sonrojar, emocionada. Antes de que la sensación remitiera, Will volvió a entrar igual de rápido.
– ¿Elly? Voy a llevar a la señorita Beasley de vuelta al pueblo y, de paso, me enseñará qué tengo que hacer en la biblioteca. Lo más probable es que me quede a limpiar el suelo antes de regresar. No me esperes para cenar.
– De acuerdo.
Cuando estaba a medio cruzar la puerta, cambió de opinión y volvió a su lado.
– ¿Vas a estar bien?
– Perfectamente.
Al ver la expresión ansiosa de Will, Eleanor se calló todas sus dudas. Ella nunca le diría lo mucho que deseaba que estuviera en casa hasta que llegara el bebé. Ni lo mucho que temía que estuviera trabajando en el pueblo, donde todos decían que estaba chiflada, donde seguro que había mujeres más bonitas y más inteligentes que harían que terminara lamentando haberse casado con ella. Pero ¿cómo iba a retenerlo cuando él apenas podía estarse quieto de la emoción?
– Estaré bien -insistió.
Will le apretó con cariño el brazo y se fue.
Capítulo 12
Will tomó el coche, por deferencia a la señorita Beasley. De camino al pueblo, hablaron de los niños, del cumpleaños y, finalmente, de Elly.
– Es una mujer terca, señorita Beasley. Vale más que lo sepa, la razón por la que le pedí ese libro sobre partos humanos es que se niega a que la atienda ningún médico. Quiere que yo traiga el bebé al mundo.
– ¿Y usted lo hará?
– Supongo que tendré que hacerlo. Si no, lo hará sola. Es así de terca.
– Y usted tiene miedo.
– ¡Joder, si lo tengo! -De repente, recobró la compostura-. Oh, perdone. Lo que quiero decir es que cualquiera lo tendría.
– No lo estoy culpando, señor Parker. Pero, al parecer, sus otros dos hijos nacieron en casa, ¿no?
– Sí.
– Sin complicaciones.
– Ya está hablando como ella.
Él le contó lo del libro y cómo lo había asustado. Ella le habló de cuando iba a la universidad y de cómo la había asustado, pero que la experiencia la había vuelto una persona más fuerte. Él le habló de los niños y de lo extraño que se había sentido al principio estando con ellos. Ella le dijo que ella también se había sentido extraña al estar con ellos esa tarde. Él le explicó el miedo que Elly tenía a las abejas y lo mucho que a él le gustaba trabajar con ellas. Ella le dijo lo mucho que le gustaba trabajar entre libros y que, con el tiempo, Elly se daría cuenta de que era cuidadoso y diligente, pero que debía tener paciencia con ella. Él le preguntó qué clase de hombre era Glendon Dinsmore y ella le respondió que era tan distinto de él como el aire lo era de la tierra. Él quiso saber si él era el aire o la tierra. Ella rio y contestó: «Eso es lo que me gusta de usted; no se sabe.»
Hablaron todo el trayecto hasta llegar al pueblo, discutieron un poco, y ninguno de los dos se planteó la extraña pareja que hacían: Will, con sus antecedentes penales y su educación chapucera; la señorita Beasley con su estimable cargo y su título universitario. Will con su larga experiencia en vagar de un lugar a otro, la señorita Beasley con su larga experiencia en permanecer en un solo sitio. Él con sus casi tres hijos, ella, solterona. Ambos se habían sentido solos a su propia manera. Will, debido a su pasado de huérfano; Gladys, debido a su intelecto superior. Él era un hombre que rara vez se confiaba a nadie; ella una mujer a la que rara vez alguien se confiaba. Él se sentía afortunado de tenerla como mentora y, ella, halagada de haber sido elegida como tal.
Diametralmente opuestos, encontraron el uno en el otro el complemento perfecto para sus conversaciones, y cuando llegaron al pueblo se había cimentado su respeto mutuo.
Esa tarde la biblioteca estaba cerrada en memoria de Levander Sprague, que había trabajado en ella casi un tercio de su vida. Era un día nublado, pero el interior del edificio era cálido y había mucha luz. Al entrar, Will lo miró con otros ojos: madera reluciente, ventanas inmensas y un orden perfecto. Era increíble poder trabajar en semejante sitio.
La señorita Beasley le enseñó todo el edificio, le explicó sus obligaciones, le mostró los materiales y el horno, le pidió que llegara todos los días cinco minutos antes de cerrar para poder darle cualquier instrucción especial y le tendió una llave.
– ¿Para mí? -preguntó mirándola como si fuera el reloj de oro del abuelo de la señorita Beasley.
– Tendrá que cerrar cada noche al irse.
La llave. ¡Dios santo, esa mujer estaba dispuesta a confiarle la llave! Nunca había tenido nada. Ahora tenía una casa y una biblioteca en la que podía entrar siempre que quisiera.
– Esta biblioteca es de propiedad pública, señorita Beasley -le dijo en voz baja, sin apartar la vista del metal frío que tenía en la mano-. Puede que haya gente que ponga objeciones a que le dé la llave a un ex presidiario.
La señorita Beasley hinchó el pecho y entrelazó las manos bajo él.
– Que lo intenten, señor Parker. Estaría encantada de librar pelea -aseguró y, tras cerrarle los dedos alrededor de la llave, añadió-: Y la ganaría.
Will no tenía la menor duda de que así sería. El metal le ardía en la mano mientras esbozaba una sonrisa. Pensó que algún pobre diablo hubiese podido tener a aquella mujer toda la vida con él pero había dejado escapar la oportunidad. El pueblo tenía que estar lleno de hombres realmente idiotas.
Entonces lo dejó solo y se fue a casa a pasar lo que le quedaba de su poco habitual día libre. Will recorrió las salas silenciosas, maravillado con la idea de que no iba a tener ningún supervisor, capataz ni carcelero; podría hacer las cosas a su manera, a su propio ritmo. Le gustaban el silencio, el olor, la amplitud y la utilidad de aquel lugar. Representaba una faceta de la vida que él se había perdido. Lo visitaba gente formal, responsable. A partir de ahora, él sería uno más de ellos: dejaría su confortable hogar para ir allí a trabajar cada día, cobraría su sueldo cada semana, sabiendo que haría lo mismo la siguiente semana, y la otra, y la otra. Rebosante de sentimientos que no sabía cómo expresar, apoyó las dos manos abiertas en una de las mesas de lectura, resistente, útil, necesaria; como lo sería él ahora. Mesas hechas de roble macizo, de madera de calidad, para que duraran. Él también duraría en aquel trabajo porque en la señorita Beasley había encontrado una persona que juzgaba a un hombre por lo que era, no por lo que había sido. Se plantó delante de una de las ventanas y miró abajo, hacia la calle.
«Gracias, Levander Sprague, dondequiera que estés.»
El cuarto del encargado olía a aceite de limón y a líquido de limpiar. Le encantaba la idea de que aquel lugar fuera territorio suyo. Reunió el material que necesitaba y se dirigió ilusionado al espacio público para levantar las sillas y limpiar el suelo de madera noble con una mopa. Sacó el polvo de los marcos de las ventanas, de los muebles, de la ordenada mesa de la señorita Beasley, vació la papelera, quemó los papeles en la incineradora y se sintió como si acabaran de elegirlo gobernador.
A las seis y media, regresó a casa.
A casa.
La palabra jamás había sido tan prometedora. Ahí lo estaba esperando ella, la mujer que lo había llamado «cariño». Aquella a la que había besado en la mejilla. Aquella cuya cama compartía. Al pensar que regresaba con ella, empezó a imaginar cosas: que se acercaba y ella lo estrechaba entre sus brazos mientras él le hundía la cara en el cuello. Que lo abrazaba como si le importara.
Ahora que tenía un trabajo se sentía distinto. Más atrevido, más digno. Quizás esa noche la besara y a la mierda las consecuencias.
Cuando llegó, la cocina estaba vacía, pero la cena lo esperaba en una fiambrera, encima del depósito para el agua. La tarta de cumpleaños estaba en el centro de la mesa recogida. Desde el dormitorio de los niños le llegaba un poco de luz y un murmullo de voces. Se llevó el plato y el tenedor hasta la puerta y vio que Elly estaba metida en la cama de Donald Wade, sentada con un brazo alrededor de cada niño.
– … rodeó corriendo el gallinero gritando al zorro, preparado para disparar, y cuando… -se interrumpió al verlo en la puerta-. Oh… Will… Hola. -Su semblante expresó alegría-. Estaba contando un cuento a los niños.
– No pares.
Sostuvieron la mirada unos instantes eléctricos mientras Eleanor se sonrojaba y se ponía un mechón de pelo tras la oreja. Finalmente, prosiguió el cuento. Will se apoyó en el marco y empezó a comerse el picadillo de carne con patatas y judías escuchando y riendo entre dientes mientras ella entretenía a los niños con un cuento alegre lleno de bichos peludos. Cuando terminó de contar la historia, dio un beso a cada uno de sus hijos, se levantó de la cama y tendió las manos hacia Thomas.
Will se acercó.
– No deberías cargarlo. Ten, aguanta esto.
Le dio el plato y llevó a Thomas a la cuna. Después siguió el ritual de los besos de buenas noches y, al final, dejaron la puerta de los niños entreabierta y se dirigieron tranquilamente a la cocina.
– ¿Cómo te ha ido en la biblioteca?
– ¿Sabes qué ha hecho la señorita Beasley? -preguntó Will, atónito.
– ¿Qué?
– Me ha dado la llave. Figúrate. Yo, con la llave de algo.
Eso la conmovió. No sólo el asombro de Will, sino el hecho de que la señorita Beasley confiara en él. Mientras él enjuagaba el plato y le describía sus obligaciones, se sentó en una mecedora y puso uno de los tapetitos de Madeira en un tambor de bordar. Will acercó una silla a ella para tomarse una taza de café mientras miraba cómo creaba flores de colores donde antes sólo había habido tinta azul. Hablaron en voz baja, tranquilos en apariencia, pero con una creciente tensión subyacente a medida que el reloj se iba acercando a la hora de acostarse.
Cuando llegó el momento, Will arqueó el cuerpo y lo estiró mientras Eleanor guardaba su labor. Hicieron sus salidas, cerraron la casa para la noche y se retiraron a su cuarto para desvestirse, dándose la espalda, como era su costumbre. Cuando se hubo quedado en ropa interior, Will volvió la cabeza y captó un momento la espalda desnuda y el costado de un pecho de Eleanor, que se estaba pasando un camisón blanco por la cabeza.
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