– Todo este tiempo y jamás dijiste nada. Oh, Will…

De repente, se puso posesivo. Le reclamó de nuevo la boca y le exploró el interior con la lengua mientras Eleanor le rodeaba el cuello con los brazos. Le mordió los labios y ella hizo lo mismo. Levantó una rodilla para presionarle las piernas y ella las separó y le apretó el muslo. Le rodeó la inmensa cintura y la abrazó como si no quisiera soltarse nunca.

– Dímelo otra vez -pidió, insaciable.

– ¿Qué? -lo provocó.

– Ya sabes qué. Dímelo.

– Te amo.

– Otra vez. Tengo que oírlo una vez más.

– Te amo.

– ¿No te cansarás nunca de que te pida que me lo digas?

– No tendrás que pedírmelo.

– Ni tú a mí. Te amo. -Otro beso, un breve momento de posesión y, después, una pregunta llena de impaciencia infantil-. ¿Cuándo lo supiste?

– No lo sé. Fue sin darme cuenta.

– ¿Cuando nos casamos?

– No.

– ¿Cuando embotellamos la miel?

– Puede.

– Bueno, desde luego no fue cuando me lanzaste ese huevo.

– Pero ese día me fijé por primera vez en tu tórax desnudo y me gustó -rio Elly.

– ¿Mi tórax?

– Sí.

– ¿Te gustó mi tórax antes que yo?

– Cuando te estabas lavando junto a la bomba de agua.

– Tócalo -pidió exultante a la vez que le ponía la mano en él-. Tócame lo que quieras. Dios mío, ¿sabes cuánto hace que una mujer no me toca?

– Will -lo reprendió con timidez.

– ¿Te da vergüenza? No te dé vergüenza. A mí también me la daba pero, de golpe, siento que tenemos que recuperar mucho tiempo perdido. Tócame. No, espera. Levántate. Antes tengo que verte. -Se puso de rodillas y tiró de ella para que se pusiera igual delante de él. Entonces, la observó mientras le apartaba las manos de los costados-. Dios mío, eres preciosa. Deja que te mire.

Eleanor bajó el mentón tímidamente y él se lo levantó, le apartó el pelo despeinado de las sienes, se lo ahuecó con los dedos y se lo dispuso por las clavículas.

– ¿Así que ya no tendré que mirarte a escondidas cuando quiera verte? Tienes los ojos más verdes que he visto. El verde es mi color favorito, pero eso ya lo sabías.

Abrumada por este Will tan exuberante y expresivo, juntó las manos entre las piernas.

– Siempre pensé que cuando tuviese una mujer, tendría que tener los ojos verdes. Y ahora estás aquí. Tú y tus ojos verdes… y tus mejillas sonrosadas… y tu preciosa boquita… -Se la tocó con los pulgares y, luego, bajó las manos hacia sus hombros y sus brazos, donde se detuvo-. No te muevas, Elly -susurró.

Deslizó las palmas hacia los costados de sus pechos y Eleanor, ruborizada, buscó un lugar seguro donde fijar la vista. La tenue luz se fue reflejando en los pliegues de su camisón cuando Will le tomó los pechos con las manos, demasiado pequeñas para contenerlos dada su plenitud prenatal. Los movió y los levantó con cuidado y luego los soltó para deslizarle una mano hacia la parte más voluminosa de la barriga, donde la dejó con los dedos extendidos. Se miró la mano, a la que pronto unió la otra para alisar la tela hacia las caderas de Eleanor y mantenerla tirante de modo que se le marcara el ombligo hinchado. Se agachó para besarla. Ahí. En la tripa que ella creía lo bastante fea como para ahuyentarlo.

– Will -dijo a la vez que le sujetaba el mentón e intentaba levantárselo-. Estoy gorda como una foca. ¿Cómo puedes besarme ahí?

– No estás gorda -replicó Will tras enderezarse-, sólo embarazada. Y si voy a traer a este bebé al mundo, más vale que empiece a conocerlo.

– Creía que me había casado con un hombre tímido y tranquilo.

– Yo también lo creía.

Sonrió durante tres latidos alegres de corazón y, entonces, soltó una carcajada. Y se preguntó si la vida volvería a ser así de buena. Y decidió que el día siguiente, y el otro y el otro serían mejores aún.


Tenía razón. Jamás había imaginado una felicidad como la que conoció los días y las noches posteriores. Dar vueltas medio dormido y atraerla hacia sí para volver a dormirse extasiado. O, mejor aún, girarse hacia el otro lado y notar que ella lo seguía y se acurrucaba contra él. Notar su mano en la cintura, sus pies bajo los de él, su respiración en la espalda. Despertarse y encontrársela con un codo bajo la mejilla, observándolo. Besarla entonces a la luz vaga de primera hora de la mañana y saber que podía hacerlo en cualquier momento. Despedirse de ella con un beso y regresar ansioso. Entrar en la cocina y encontrarla haciendo algo en el fregadero con la cabeza vuelta tímidamente antes de bajar la vista hacia sus manos hasta que él cruzaba la habitación, le metía las manos en los bolsillos del delantal y le apoyaba el mentón en el hombro. Besarla, por encima del hombro, a la espera de ese momento exquisito en que ella se volvía y lo rodeaba con los brazos para darle la bienvenida. Comer pastel de su tenedor, hacerle una trenza, llenarle la taza de café, verla bordar. Inclinarse sobre el fregadero y estremecerse mientras ella le lavaba el pelo, relajarse después en una silla de la cocina mientras ella se lo secaba, se lo peinaba y se lo cortaba. A veces le besaba la oreja y otras se burlaba de él, porque se quedaba dormido y tenía que despertarlo con un beso en los labios. Bajar el camino tomados de la mano, tirando del carro de juguete con los niños encima.

Durante esos días serenos, sólo había algo que lo inquietaba: Lula Peak. No había tardado mucho en saber que Will era el encargado de la biblioteca. Una tarde, al cabo de una semana de empezar a trabajar en ella, se acercó a la puerta trasera y encontró a Will en el almacén encolando el travesaño suelto de una silla.

– Hola, encanto, ¿dónde te habías metido?

Will dio un brinco y se dio la vuelta, sobresaltado al oír su voz.

– Perdone, pero la biblioteca está cerrada.

– Ya lo sé, hombre. Y también el café, porque acabo de apagar la luz. Me pareció que tenía que acercarme para felicitarte por tu nuevo empleo -comentó, apoyada en el marco de la puerta con una mano en la cintura y la otra holgazaneando cerca del escote blanco de su uniforme-. Eso es lo que hacen los buenos vecinos, ¿no?

– Se lo agradezco mucho. Y ahora, si me disculpa, tengo trabajo que hacer.

Se agachó de nuevo, de espaldas a ella, para arreglar la silla. Pero Lula entró en la habitación sin ventanas para situarse detrás de él y ponerle la rodilla en la espalda.

– ¿Pensaste en lo que te dije, encanto? -preguntó, acariciándole el cuello-. Un hombre como tú le quita el sueño a una chica por la noche. Me imaginé que tú tampoco podrías dormir con eso de que tu mujer está embarazada. No tiene sentido que ninguno de los dos no pueda conciliar el sueño, ¿no crees?

Will se giró a la vez que se incorporaba, la sujetó por los hombros y la empujó hacia atrás.

– No quiero tener problemas; ya se lo dije una vez. -La soltó y metió las manos en los bolsillos, sintiéndose sucio por haberla tocado-. Soy un hombre felizmente casado, señorita Peak. Ahora me temo que tendré que pedirle que se vaya porque tengo trabajo que hacer.

Pero, en lugar de moverse, Lula dejó que sus ojos vagaran por el cuerpo de Will, desde la frente hasta las caderas y de vuelta hacia arriba.

– Te has sonrojado, encanto, ¿lo sabías? Eso significa que estás caliente… Veamos. -Alargó la mano para tocarle la cara, pero Will le sujetó la muñeca con fuerza para mantenerla alejada de él.

– ¡Maldita sea, Lula, te he dicho que te largues!

– Bueno -dijo con los ojos centelleantes, desbordantes de entusiasmo-, algo es algo. Por lo menos ya me tuteas.

– No quiero volver a verte aquí.

– Algunos hombres no saben lo que quieren.

Lo atacó como una cobra: le mordió los nudillos y retrocedió con un movimiento rapidísimo de la cabeza.

– ¡Ay, maldita sea! -exclamó Will, que vio que la mano le sangraba.

– ¿Qué tengo que hacer, Parker? -lo desafió desde la puerta, con los hombros hacia atrás, los brazos en jarras y un brillo demoníaco en los ojos-. Sé hacer cosas que esa chiflada mujer tuya jamás ha soñado. Piénsalo. -Se volvió y se fue corriendo.

Will se sintió violentado. Y enojado. Y culpable. E impotente, porque era una mujer y no podía combatirla con los puños como había hecho con los hombres que habían intentado seducirlo en la cárcel. Aquella noche, cuando volvió con Elly, se lo quedó todo dentro, porque tenía miedo de contarle lo de Lula, porque tenía miedo de poner en peligro su relación, cada vez más íntima, con ella.

En la biblioteca siempre había cerrado la puerta principal. Después de la intromisión de Lula, también cerraba la trasera. Pero una noche lo acorraló cuando iba a quemar la basura en la incineradora situada en la parte posterior del edificio. Se le acercó sigilosamente por detrás en la oscuridad y lo tocó antes de que se hubiera dado cuenta de que estaba ahí. Esa vez la empujó con más fuerza, de modo que chocó con la incineradora, y levantó el puño diciendo un taco para detenerse justo a tiempo.

– Hazlo -lo incitó-. Hazlo, Parker.

Y Will se percató de que estaba enferma, que la impulsaba una necesidad extraña que lo asustaba.

– No te acerques a mí, Lula -gruñó antes de recoger el cubo de la basura y marcharse corriendo.

Intentó olvidarse del incidente, pero cada vez que salía de la biblioteca, cada vez que la cerraba al terminar de trabajar, volvía la cabeza para mirar hacia atrás. Se acercó más a Elly, la valoró más, se reconfortó con su bondad.

Por la noche, cuando volvía a casa, ella se despertaba, se desperezaba y miraba cómo se quitaba la ropa y se metía en la cama junto a ella. Y le abría los brazos, y estaban acostados besándose y susurrando hasta que eran las tantas y la luna empezaba a descender por el cielo. Aunque eran marido y mujer, sus abrazos seguían siendo castos. A veces, Will le acariciaba el pecho; pero, un día, cuando la fecha del parto estaba más cerca, Elly se estremeció, y eso le hizo sentir culpable.

– Lo siento, cariño. ¿Te he hecho daño?

– Siempre están algo sensibles cuando falta tan poco.

Después de eso la besaba y la abrazaba, pero nada más. Eleanor siempre llevaba el largo camisón blanco, y sabía que era porque le daba vergüenza que le viera el cuerpo deformado. Aunque estaba tentado de hacer más, jamás la presionó, sino que se conformaba con besarla. Permanecían con las extremidades entrelazadas y las manos alejadas de las zonas íntimas.

Hasta que una noche, a principios de diciembre, encontró una nota de Lula en la puerta trasera al salir del trabajo. Era gráfica, obscena, sugiriendo cómo podría satisfacerlo cuando por fin cediera y aceptara su invitación. Esa noche tuvo un sueño. Andaba por el lecho de un arroyo seco de Tejas. Era mediodía y hacía tanto calor que el suelo le quemaba bajo las suelas de las botas. Tenía los labios agrietados y un dolor sordo lo obligaba a andar algo encorvado. Subía con dificultad una colina, jadeante y cansado, y se detenía sorprendido al ver lo que había al otro lado. El valle brillaba tanto que era como si una capa de cielo le hubiera caído encima. Lleno de altramuces azules, parecía reflejar el color cobalto de la bóveda celeste. Una cinta brillante de agua dividía el campo cubierto de flores, altas como las botas de un hombre. Al llegar junto al río se arrodillaba para beber, y el agua le resbalaba por la cara y el cuello de modo que se mojaba la camisa y el chaleco de cuero. Volvía a llenarse la mano de agua y, mientras la sorbía, todavía arrodillado, veía aparecer un par de pies bajo su nariz. Una vaporosa falda amarilla flotaba en la superficie. Alzaba la mirada y se encontraba con unos ojos tan negros como la obsidiana, y con un cabello igual de negro.

– Hola, Will, ¿me buscabas? -Era Carmelita, una de las mujeres del burdel de La Grange. Tenía sangre mexicana, lo bastante como para que su piel fuera oscura y sus labios rojos como una ciruela madura.

Se sentaba en cuclillas y cerraba la boca despacio mientras ella ponía los brazos en jarras y se mecía seductora. Tenía los pies muy separados y los muslos se le marcaban bajo la vaporosa falda amarilla. Carmelita metía las manos en el agua y se mojaba perezosamente los brazos. Después, se inclinaba hacia delante hasta que los pechos le colgaban flácidos bajo la blusa de estilo campestre.

– Oye, Will Parker, ¿qué estás mirando?

Se enderezaba, todavía con las piernas separadas, y se remangaba la falda para tentarlo con su piel desnuda y su vello púbico. Soltaba una carcajada gutural y se acercaba a la orilla. Con el agua hasta los tobillos, empezaba a lavarse la cara con la falda mojada. Will le sujetaba las caderas con las manos. Ella lo apartaba de inmediato de un empujón y retrocedía corriendo hacia la parte honda del río, sin dejar de reír.

– ¿Quieres a Carmelita? Ven a buscarla.