– Quiero que vayas al establo y traigas un par de tirantes.
– ¿Tirantes?
– Tirantes, sí. De los arreos de Madam.
– ¿Para qué?
– Y también podrías empezar a traer agua. Llena el caldero, el depósito de la cocina y la tetera. Tenemos que tener agua caliente y fría a mano. Ve.
– ¿Para qué? ¿Para qué necesitas los tirantes?
– Will…, por favor -le insistió, procurando ser paciente.
Corrió al establo, maldiciéndose por no haber instalado aún el agua corriente, por no haber conectado la caldera con el generador eólico, por no haber caído en la cuenta de que, a veces, los niños llegan antes de tiempo. Tomó los arreos de la pared y toqueteó el cuero para quitarles los tirantes. En menos de tres minutos estuvo jadeando en la puerta del cuarto de baño, donde se la encontró sentada en el borde de una silla de madera con la espalda arqueada, los ojos cerrados y las manos aferradas al asiento.
– ¡Elly! -gritó, y soltó los tirantes para hincar una rodilla en el suelo delante de ella.
– Tranquilo -logró decir Elly, sin aliento, con los ojos todavía cerrados-. Ya se me pasa.
– Siento haberte gritado antes, Elly -se disculpó mientras le tocaba las rodillas, asustado-. No quería hacerlo. Es que estaba asustado.
– No pasa nada, Will. -Abrió los ojos cuando remitió el dolor y se arrellanó despacio en la silla-. Escúchame. Quiero que extiendas esos tirantes en el suelo del porche y los friegues bien con un cepillo y jabón duro. Por ambos lados. Frota bien alrededor de las hebillas y los agujeros. Y lávate también las manos y las uñas. Luego, hierve los tirantes en un cacharro. Mientras, hierve las tijeras y dos trozos de cordel en otro. Encontrarás las dos cosas en la cocina, en una taza que hay cerca del azucarero. Luego, en cuanto esté caliente el agua, trae un poco aquí, con el jabón duro, para que pueda bañarme.
– De acuerdo, Elly -respondió sumiso. Se levantó y retrocedió vacilante.
– Y acuesta a los niños para que hagan la siesta en cuanto acaben de comer.
Siguió sus instrucciones hasta el último detalle, corriendo porque temía que pasara algo mientras no estaba con ella. Cuando le llevó el barreño grande a la habitación para que se bañara, se la encontró sacando ropa blanca para el bebé de un cajón del tocador: un pelele, una mantita, una camiseta, un pañal. Se quedó mirando cómo catalogaba cada prenda y la ponía cariñosamente en su correspondiente montón. A continuación, sacó la mantilla rosa que había hecho ella misma a ganchillo, y un par de patucos increíblemente pequeños a juego. Se volvió y vio que la observaba.
Su sonrisa era tan apacible, tan exenta de miedo, que lo tranquilizó un poco.
– Sé que será una niña -aseguró.
– A mí también me gustaría.
Vio cómo Elly recogía el cesto de la ropa sucia, que estaba detrás de la puerta del dormitorio, lo vaciaba y lo preparaba con una guata blanca, recubierta de hule y una sábana de algodón. Luego le puso la mantilla rosa y, por último, una mantita de franela blanca para el bebé.
– Listos -anunció sonriente mientras miraba el cesto con el mismo orgullo que una reina hubiese mostrado al ver una cuna de oro con un colchón de plumas de ganso.
Will dejó el barreño en el suelo sin apartar los ojos de Elly, se le acercó y la acarició con ternura bajo la mandíbula.
– Descansa mientras te traigo el agua.
– Estoy muy contenta de que estés aquí, Will -le dijo mirándolo, a los ojos.
– Y vo también.
No era del todo cierto. Hubiese preferido estar en el coche rumbo al pueblo para ir a buscar al médico, pero ya era demasiado tarde para discutir ese punto. Le llenó el barreño y se fue a la cocina a lavar los platos. Cuando volvió al dormitorio unos minutos después, se encontró a Elly, de pie en el barreño, enjabonada. Estaba medio de perfil, de modo que le pudo ver la espalda y el costado de un pecho. No la había visto nunca desnuda. No fuera de la cama. Su imagen lo conmovió profundamente. Estaba desproporcionada, voluminosa, pero el motivo por el que lo estaba le confería una belleza distinta a todas las que había visto. Se pasó un paño por el bajo vientre y entre los muslos, para limpiar la ruta del bebé esperado, y él se la quedó mirando, sin el menor reparo, sin que se le pasara por la cabeza darse la vuelta. De repente, Elly tuvo otra contracción y se agachó. Aferró el paño con fuerza, de modo que iba cayendo espuma al agua. Will avanzó hacia ella como si lo hubiera impulsado un resorte para rodearle el cuerpo resbaladizo con un brazo y servirle de apoyo mientras le durara el dolor. Cuando éste empezó a remitir, la sujetó para que pudiera sentarse en el borde del barreño, donde se quedó jadeando.
Will estaba consternado porque se sentía inútil, porque quería hacer más, porque necesitaba hacer algo más que limitarse a reconfortarla. Deseaba que la siguiente contracción le doliera a él.
– Esta ha sido fuerte -indicó Elly cuando hubo terminado-. Esta vez son más rápidas que cuando nació Thomas.
– Ven. Arrodíllate.
Lo hizo, y Will le enjuagó la espalda, los brazos, los pechos, aliviado de tener algo concreto que hacer. Le sostuvo una mano mientras ella salía del barreño y, luego, le secó la espalda.
– Gracias, Will. Puedo acabar yo sola.
Mientras él se llevaba el barreño, Elly se puso un camisón limpio y sacó de debajo de la cama un saco de tela blanco de donde extrajo varías hojas secas de gran tamaño dobladas. Siguió a Will a la cocina con ellas en la mano y se lo quedó mirando mientras echaba el agua del barreño por el fregadero y usaba la del fondo para aclararlo antes de secarlo con un trapo. Will no se dio cuenta de que estaba detrás de él, observándolo, hasta que se volvió.
– ¿Deberías estar aquí?
– Procura no preocuparte tanto, Will. Hazlo por mí, por favor.
– No es nada fácil.
– Ya lo sé -estuvo de acuerdo. Podía ver reflejado en el semblante de Will lo que le costaba mantenerse fuerte, y lo amaba por ser tan valeroso-. Pero ahora tengo que hablarte sobre lo que puede pasar, sobre lo que tienes que hacer.
– Lo sé todo -aseguró mientras dejaba el barreño-. Lo he leído tantas veces en el libro que es como si lo llevara tatuado en un brazo. Pero leerlo y hacerlo son cosas muy distintas.
– Lo harás muy bien, Will -lo animó Elly, que se le había acercado para tocarle una mano. Luego buscó con tranquilidad un cazo, echó dentro las hojas, las cubrió de agua del caldero y las puso a cocer a fuego lento.
– ¿Qué es eso? -preguntó Will. Cada vez se notaba el estómago más tenso.
– Consuelda.
Casi tenía miedo de preguntarlo. Tuvo que intentarlo dos veces antes de que las palabras lograran salirle de los labios.
– ¿Para qué es?
– Después, si me desgarro, tienes que preparar una cataplasma con ella para aplicármela. Ayuda a cicatrizar la piel y a curar las heridas. Pero tienes que recordar algo: no pierdas tiempo en mí hasta que te hayas encargado del bebé, ¿entendido?
«Si me desgarro.» Las palabras lo habían impresionado de nuevo. Tuvo que esforzarse en concentrarse para oír el resto de las instrucciones que le daba Elly.
– Usa sólo los paños esterilizados que he dejado en el tocador. Todo lo demás que vas a necesitar está también ahí. Tijeras, cordeles, compresas, alcohol y gasa para el cordón umbilical del bebé, y vaselina para poner bajo el algodón cuando lo vendes. Pero, antes de hacerlo, tendrás que bañarlo. Asegúrate de tener suficiente agua caliente para ello, y un barreño lleno de agua fría para las sábanas, porque tendrás que cambiarlas cuando el parto haya terminado. Cuando bañes a la niña, no uses jabón duro, sino de glicerina. Asegúrate de que le sujetas la cabeza todo el rato, en cuanto salga de mí, mientras esperas que asome el resto de su cuerpo, y también cuando la bañes. Pero recuerda que, durante todo el proceso, la niña es lo primero. Lo más importante es que consigas que respire, la bañes, la vistas y la mantengas calentita para que no se enfríe.
– ¡Ya lo sé, ya lo sé! -replicó Will con impaciencia, deseando que no hablara sobre esas cosas. Se había leído las instrucciones para asistir un parto tantas veces que podía recitarlas de memoria. Lo que lo ponía nervioso eran las imágenes que le evocaban.
– Vamos a andar -dijo entonces Elly en voz baja.
– ¿Que andemos?
– Lo acelerará.
De ser por él, lo hubiera pospuesto indefinidamente. Se sintió culpable por querer prolongar el dolor de Elly, de modo que hizo lo que le había pedido. No se había sentido nunca tan protector como durante las dos horas siguientes, mientras recorrían las pequeñas habitaciones de un lado a otro, arriba y abajo, deteniéndose únicamente con cada nueva contracción. Elly era intrépida; serlo él menos lo hubiera convertido en una carga en lugar de ser un apoyo. Así que se puso la mano de Elly en la sangría del codo y la acompañó como si hubieran ido de paseo al parque del pueblo en plena temporada. Bromeó cuando necesitó que la animaran. Y la calmó cuando necesitó apoyo. Y habló cuando necesitaba charlar. Y averiguó cuántas compresas eran suficientes cuando vio el montón de pedazos rectangulares de guata de algodón envueltos en gasa que había en el tocador.
A las dos y media, los niños se despertaron y Will les puso la chaqueta de abrigo y los envió fuera a jugar, esperando fervientemente que no volvieran a entrar hasta que se pusiera el sol.
– Creo que ahora me gustaría echarme -anunció Elly en voz baja poco después de las tres-. Trae los tirantes, cariño.
Una vez en el dormitorio, se acostó en la cama con un suspiro.
– Átalos al pie de la cama, tan separados como mis rodillas.
Se le hizo un nudo en el estómago, tuvo la impresión de que las glándulas salivales le hacían horas extra y se notó las manos torpes. Cuando los tirantes de cuero estuvieron atados, de modo que podía poner las piernas en ellos, le recordaron las sujeciones de una cámara de tortura medieval. Pensaba en lo horrorosos que eran mientras esperaba una nueva contracción de Elly. Y cuando llegó, fue como si los afectara a ambos. Sorprendido, Will sintió, por simpatía, una punzada de dolor que le bajaba por los muslos desde la entrepierna, como a Elly. Fue una contracción fuerte, y larga, que duró casi un minuto, muy superior a las anteriores.
– Lávate de nuevo las manos, Will -susurró Elly tras descansar un momento, jadeando, una vez hubo terminado-. Y córtate bien las uñas. Ya no falta mucho.
¿Que se cortara las uñas? No preguntó por qué. Temía saberlo. Si había problemas, tendría que ayudarla por dentro.
Se frotó los nudillos hasta que le dolieron y se cortó las uñas todo lo que pudo con las tijeras esterilizadas, reprimiendo su pánico. Por Dios, ¿por qué no había actuado en contra de la voluntad de Elly y había ido al pueblo a buscar al médico en cuanto había tenido la primera contracción? ¿Y si el bebé tenía el cordón umbilical enrollado alrededor del cuello? ¿Y si Elly tenía una hemorragia? ¿Y si los niños entraban en pleno parto?
Como si pensar en ellos los hubiera conjurado, los dos entraron en la cocina llamando a su madre.
Will salió del dormitorio para detenerlos, y se manchó las manos esterilizadas cuando las puso en el pecho de Donald Wade y de Thomas para impedirles que se dirigieran directamente a la puerta cerrada de la habitación de su madre.
– ¡Quietos ahí, vaqueros! -Puso una rodilla en el suelo y los acercó a él.
– ¡Tenemos que enseñarle una cosa a mamá! -soltó Donald Wade, que llevaba un nido de pájaro en las manos.
– Tu mamá está descansando.
– ¡Pero mira lo que hemos encontrado! -insistió Donald Wade intentando avanzar hacia la puerta. Will le sujetó el brazo.
– ¿Os acordáis de cuando vuestra mamá os contó que un día el bebé iba a ir a parar al cesto? -Los dos pequeños dejaron de forcejear y miraron a Will con una curiosidad inocente-. Bueno, pues el bebé nacerá muy pronto, y vuestra madre no se sentirá muy bien mientras eso suceda, pero es igual que cuando nacisteis vosotros, de modo que no tenéis por qué asustaros, ¿entendido? -dijo, y tras pellizcarles con suavidad el cuello, añadió-: Ahora tenéis que portaros bien. Donald Wade, toma unas cuantas galletas y lleva a tu hermano fuera, y no volváis a entrar hasta que os llame, ¿de acuerdo?
– Pero…
– Escucha, no tengo tiempo para discutir porque vuestra mamá me necesita. Pero si haces lo que te pido, os llevaré al cine muy pronto. ¿Trato hecho? -Donald Wade vaciló. Miró primero a Will y, después, la puerta cerrada.
– ¿A ver a Hopalong Cassidy?
– Faltaría más. Venga, salid -ordenó con un empujoncito para dirigirlos hacia la cocina y el bote de las galletas.
En cuanto estuvieron fuera, volvió a lavarse las manos, regresó corriendo al dormitorio, movió la puerta con la bota y la cerró del todo con un hombro.
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