– Los niños… Les he prometido que los llevaría al cine y los he mandado fuera con un puñado de galletas. ¿Cómo estás? -Se acercó a la cama y se sentó en la silla que había a un lado de ella.

– Me duele -se rio Elly entre dientes, sujetándose la barriga.

Will hizo amago de acariciarle la frente.

– No me toques, Will. No debes hacerlo.

Apartó la mano limpia a regañadientes y se sentó apenado, esperando, sintiéndose inútil.

La siguiente contracción la levantó del colchón por la cintura e hizo que Will se pusiera de pie y se inclinara hacia ella para ver cómo se le contraía el rostro, separaba las rodillas y sujetaba fuertemente con las manos los barrotes de hierro del cabecero. Cuando contuvo el aliento, él lo contuvo también. Cuando hizo una mueca, él la imitó. Cuando apretó los dientes, él apretó los suyos. Los sesenta segundos que duró la contracción le parecieron más largos que su estancia en la cárcel.

Al final, abrió los ojos y lo miró, aún aturdida.

– Ha llegado el momento, Will -logró decir-. Ahora lávame con alcohol y ayúdame a encontrar los tirantes.

Will se dirigió al pie de la cama con manos temblorosas, le remangó el camisón y echó un vistazo. Por Dios, cómo tenía que dolerle. Estaba hinchada, distendida, deformada más allá de lo que hubiese creído posible. Podía ver el bulto de la cabeza del bebé justo sobre la entrepierna. Elly tenía los genitales inflamados como si se los hubiera picado una abeja, y había manchado la ropa de cama de rosa pálido. Se le hizo un nudo en la garganta, pero salió de su estupor cuando Elly arqueó la espalda y de su cuerpo salió de golpe un chorro de líquido transparente que empapó la sábana. Verlo le hizo actuar. Sabía qué era, sabía que significaba que el bebé presionaba hacia abajo, preparándose para llegar al mundo.

De repente, tuvo claro cuál era su propósito y, a la vez, se acabaron todos sus miedos. Se le relajó el estómago. Dejaron de temblarle las manos. Sus nervios desaparecieron al darse cuenta de que tanto el bebé como su madre lo necesitaban. Y lo necesitaban competente.

Le limpió la barriga, los muslos y los genitales con una compresa empapada en alcohol. El líquido le picó donde se le habían partido las cutículas al lavarse los dedos con el cepillo, pero apenas lo notó. También frotó con alcohol los tirantes: antes de levantarle con cuidado los talones y pasarle las piernas por los lazos hasta sujetarle las rodillas. Luego, puso otra sábana de franela limpia doblada bajo su cuerpo.

– ¡Will! -jadeó Elly al tener otra contracción.

– Sí, amor mío -contestó Will en voz baja, sin moverse de su sitio, observando atentamente todos sus movimientos a medida que el dolor se intensificaba.

– ¡Wiiiiill! -exclamó con voz ronca cuando la contracción alcanzó su punto máximo.

Will le puso las manos bajo los muslos y la ayudó a superarla. Notó cómo los músculos se le tensaban cuando levantaba el cuerpo y, cuando se le relajaron, alzó los ojos para mirarla. Vio que tenía la frente empapada de sudor, lo mismo que los mechones de pelo, que se le habían oscurecido hasta tener el color de la barba de una mazorca. Al ver que se humedecía los labios, resecos y agrietados, con la lengua, pensó en el tarro de vaselina que no se atrevía a tocar. Antes de que se le hubieran secado los labios, Elly tuvo otra punzada de dolor y, entonces, Will vio la cabeza del bebé.

– ¡Ya la veo! -exclamó-. ¡Venga, cariño, una vez más y ya estará aquí!

Esperó con las manos extendidas a modo de bienvenida, sin atreverse a desviar la mirada del pelo oscuro que entonces ya era claramente visible. Elly arqueó el cuerpo, se le tensaron las piernas en las sujeciones y se aferró con las manos a los barrotes de la cabecera. Un grito rasgó el aire, y Will averiguó qué era el perineo al ver cómo Elly se desgarraba. Pero no tuvo tiempo para pensar en ello, porque en ese mismo instante salió por completo la cabeza del bebé, mirando hacia atrás, como estaba previsto, boca abajo y resbaladiza en sus manos. Entonces, como si fuera un milagro, se volvió de lado, siguiendo el devenir normal de las cosas, y él la acogió en la palma, diminuta, reluciente y colorada.

– Ya le salió la cabeza, cariño. ¡Oh, Dios mío, tiene las cejas morenas!

La cabeza deformada del bebé era terriblemente morena y estaba marcada por los rigores del parto, pero la advertencia del libro le fue útil a Will, que se dijo que era de esperar; el bebé no iba a asfixiarse por que el perineo le apretara el cuello. Se obligó a no dejarse llevar por el pánico y a no intentar tirar de la niña.

– Tranquila, pequeñaja -murmuró al bebé-. Tengo que limpiarte la boquita.

Como si la naturaleza supiera exactamente lo que hacía, concedió el tiempo suficiente a Elly para que descansara y a él para que metiera el dedo en la boca del bebé y la limpiara antes de que Elly empujara y apareciera el hombro inferior de la niña, seguido del superior, y de que por fin, de golpe, se produjera el parto completo. Un bebé con la carita morena fue a parar a las manos expectantes de Will, unido aún a su madre por medio de un cordón umbilical delgado y ondulado. Sintió su cuerpecito escurridizo y mojado, lo que le llenó el corazón de una emoción extraordinaria y le iluminó el semblante con una sonrisa de asombro.

– ¡Ya está aquí, Elly, ya ha nacido! Y tenías razón. Es una niña. Y… ¡Oh, Dios mío! ¡Es más pequeña que mis manos!

Mientras hablaba, dejó su preciosa carga en la barriga de Elly, que jadeaba durante el breve respiro natural que sigue al parto. Elly soltó la cabecera de la cama y tendió la mano hacia la cabecita de la niña para acariciarla a la vez que se esforzaba por levantar la suya para verla, con una sonrisa cansada. Cuando volvió a recostarse en la almohada, rio mientras las lágrimas le resbalaban hacia las sienes.

– ¿Es bonita?

– Es lo más penoso que he visto en mi vida -dijo Will, y soltó una carcajada de alivio.

Hasta que Elly tuvo una réplica tan dolorosa que gruñó, contrajo la cara y se quedó lívida. Entonces Will dejó a la pequeña en la cama e intentó ayudar a Elly a superar la segunda oleada de contracciones. Pero la placenta se negaba a ser expulsada. Elly se dejó caer, jadeante, al borde de la extenuación, con los párpados temblorosos. Otra contracción tuvo el mismo resultado, y a Will se le hizo un nudo terrible en la garganta mientras hacía lo que sabía que tenía que hacer. Le puso una mano en el bajo vientre para presionar con la base de la palma la parte superior del útero y manipularlo para crear una contracción artificial. Elly gimió e intentó mecánicamente apartarle la mano. Él se recordó que tenía que hacerle daño para ayudarla. Le escocían los ojos. Se los secó con el hombro y juró qué no la dejaría nunca embarazada. Metió la mano en su cuerpo dolorido para liberar la placenta a la vez que le masajeaba el vientre. De repente, notó que la situación cambiaba y que el cuerpo de Elly asumía el mando. Se le contrajo el abdomen y, gracias a su ayuda, la placenta se liberó en su interior, de modo que descendió hasta formar una ligera hinchazón bajo el vello apelmazado.

– Venga, Elly, cariño, un empujón más y podrás descansar.

De algún lugar oculto, Elly sacó las fuerzas necesarias para hacer un esfuerzo increíble que le hizo expulsar un último chorro de líquido que incluía la placenta y la separaba totalmente de la vida que había sostenido durante nueve meses.

Will relajó los hombros. Cerró los ojos, inspiró hondo y se secó la frente con una manga.

– Muy bien, cariño -la alabó sencillamente-. Ya está. Ahora, espera un momento.

Tenía las manos extraordinariamente tranquilas cuando ató el primer nudo a pocos centímetros del cuerpo del bebé y dejó el espacio suficiente entre éste y la segunda constricción para que las tijeras cumplieran su cometido. Las hojas plateadas se encontraron y el bebé ya vivía por su cuenta.

«¡Respira! ¡Respira! ¡Respira!»

La palabra retumbaba en la cabeza de Will mientras levantaba a la niña y veía cómo adoptaba la postura fetal en sus manos. Repasó mentalmente las distintas instrucciones para lograr que un recién nacido respirara por primera vez. Una nalgada rápida. Agua fría. Respiración artificial. Pero hacer cualquiera de esas cosas a alguien tan diminuto se le antojaba sádico.

«Venga, chiquitína, respira… ¡Respira! -Pasaron quince segundos y, luego, treinta-. No me hagas utilizar agua fría. Y preferiría cortarme la mano antes que darte una bofetada.»

Oyó que los niños se acercaban y llamaban desde el otro lado de la puerta. Apenas se fijó en ellos. El corazón le latía muy rápido. Estaba desesperado. Zarandeó con cuidado al bebé. «¡Respira, maldita sea, respira!» Presa de pánico, lanzó a la pequeñina unos veinte centímetros hacia arriba para recogerla al caer. Un segundo después de golpear sus manos, abrió la boca, soltó un hipido, empezó a agitar las cuatro extremidades y a berrear con la vocecita más débil que pueda imaginarse. Era un búa, búa, búa intermitente, acompañado de una cara cómica con los labios apretados, la nariz chata y el movimiento de los puñitos en el aire. Era un llanto suave, pero saludable y maravillosamente irritado por haber sido tratada de una forma tan brusca el primer minuto que estaba en este mundo.

Will bajó los ojos hacia el rostro ensangrentado, oyó la queja y soltó una carcajada. De alivio. De felicidad. Besó la nariz minúscula y pensó: «Muy bien, pequeña. Eso es lo que queríamos oír.»

– Está respirando -le dijo entonces a su mujer-. Y es bonita, y lo tiene todo normal. -De repente, se puso serio-. Estás tiritando, Elly.

El minuto que Will se había concentrado en su tarea, Elly se había enfriado y había empezado a temblar. Era natural, porque tenía las piernas húmedas y la ropa de cama estaba empapada debajo de ella. Dios santo, un hombre necesitaba seis manos en un momento como aquél.

– Estoy bien -lo tranquilizó-. Ocúpate primero de ella.

No era fácil, pero no tenía demasiada elección, dado que lo que Elly le ordenaba coincidía con lo que había aprendido de memoria. Hasta entonces, todo había seguido un orden natural perfecto. Había hecho lo que indicaba el libro y esperaba seguir teniendo suerte. Pero se detuvo el tiempo suficiente para dejar con cuidado el bebé, sacar las piernas de Elly de los tirantes, bajárselas y tapárselas.

– Volveré en cuanto la haya bañado -comentó, tras darle un beso suave en los labios-. ¿Estarás bien?

Elly asintió débilmente y cerró los ojos.

Cargó el bebé en un brazo, abrió la puerta con la otra y se encontró con Donald Wade y Thomas en el otro lado, llorando lastimosamente, juntos de la mano.

– Hemos oído gritar a mamá.

– Ya está mejor… Mirad -dijo, y se arrodilló. Ver el bebé colorado berreando hizo que dejaran de llorar de repente-. Tenéis una hermanita. -Donald Wade se quedó boquiabierto. El pequeño Thomas tenía las pestañas cargadas de lágrimas. Ninguno de los dos dijo nada-. Acaba de nacer.

Volvieron a gimotear al unísono.

– ¡Quiero ver a mamáaaa!

– ¡Mamáaaa!

– Está bien, ¿lo veis? -preguntó a la vez que abría un poco la puerta para que pudieran asomarse y confirmarlo. Lo único que vieron fue a su madre acostada en la cama con los ojos cerrados. Will cerró la puerta-. Shhh. Está descansando, pero más tarde entraremos todos a verla, en cuanto hayamos bañado al bebé. Venid conmigo, puede que tengáis que ayudarme.

– ¿En la bañera de verdad? -Parecían hipnotizados.

– No, todavía no está instalada.

– ¿En el fregadero?

– Sí.

Acercaron un par de sillas, que situaron una a cada lado de Will y, desde ellas, observaron cómo éste bajaba a su hermana hacia una palangana con agua caliente. La pequeña dejó de llorar al instante. Mecida en las manos grandes de Will, se estiró, abrió los ojos oscuros y vio el mundo por primera vez. Thomas acercó un dedo vacilante como para comprobar si era de verdad.

– No. Todavía no hay que tocarla. -Thomas apartó el dedo y miró respetuosamente a Will.

– ¿De dónde ha salido? -quiso saber Donald Wade.

– De dentro de vuestra madre.

– Imposible -soltó Donald Wade, escéptico.

Will soltó una carcajada y movió al bebé en el agua.

– En serio. Estaba acurrucada dentro de ella como una mariposa en su crisálida. Habéis visto alguna crisálida, ¿verdad? -Claro que sí. Con una madre como la suya, los niños tenían que haber visto crisálidas desde que eran lo bastante mayores para pronunciar la palabra-. Si una mariposa puede salir de una crisálida, ¿por qué no va a poder salir una hermanita de una madre?

Como ninguno de los dos tenía respuesta para eso, lo creyeron.

– ¡No tiene pito! -comentó entonces Donald Wade.

– Es una niña. Las niñas no tienen pito.

Donald Wade observó la piel rosada de su hermana y, después, alzó los ojos hacia Will.