– ¿Le saldrá?

– No.

Donald Wade se rascó la cabeza.

– ¿Qué es eso? -preguntó entonces, y señaló con un dedo lo que quería identificar.

– Será el ombligo.

– Oh. -Y, tras reflexionar un momento, dijo-: No se parece al mío.

– Ya se parecerá.

– ¿Cómo se llama?

– Eso tendrás que preguntárselo a tu madre. La niña soltó un hipido y los niños se rieron. Después, se quedaron mirando muy atentos cómo Will la lavaba con jabón de glicerina. Se lo extendió por el cuero cabelludo, por las larguiruchas piernas, entre los deditos de los pies y de las manos, que tenía que obligarle a abrir. Tan frágil, tan perfecta. Jamás había tocado una piel tan suave, jamás había manejado algo tan delicado. En lo que tardó en bañarla por primera vez, esa personita se había metido tan profundamente en el corazón de Will que ya nunca dejaría de ocupar un lugar en él. Daba igual que no fuera suya. Para él, lo era. ¡La había traído al mundo! ¡La había obligado a respirar por primera vez y le había dado su primer baño! Era imposible que a un hombre tan feliz le importara de quién era la semilla de esa nueva vida que lo estaba haciendo sentir tan realizado. Esa niña sería una hija para Will Parker y conocería el amor de un padre y una madre.

La dejó sobre una toalla suave, le limpió la cara y las orejas, y le secó todos los rincones del cuerpo, sintiendo un entusiasmo creciente que le hacía dibujar una dulce sonrisa. La pequeña se enfrió y se echó a llorar.

– Tranquila, cielo, lo peor ya ha pasado -murmuró Will-. Enseguida estarás calentita. -Le sorprendió disfrutar de este primer monólogo con la pequeña. Se dio cuenta de que nadie hubiese podido evitar hablar con alguien tan tierno.

Will se ocupó entonces del cordón umbilical, al que aplicó alcohol y una venda de algodón. Luego, le puso vaselina en la tripa antes de sujetar bien el vendaje y de ponerle el primer pañal. Cada vez que intentaba mover la mano para sujetárselo, la pequeña retrocedía como un resorte. Los niños se rieron. La pequeña doblaba los brazos cuando él intentaba pasárselos por las mangas del pelele. Los niños se rieron un poco más. Cuando Will fue a recoger un patuco rosa, Donald Wade estaba aguardando orgulloso para dárselo.

– Gracias, kemo sabe -dijo Will, y puso el patuco en un piececito flácido. Thomas esperaba para entregarle el otro-. Gracias, Thomas. -Le acarició el pelo.

Cuando la niña estaba preparada para entregársela a su madre, Will la cargó con cuidado.

– Vuestra madre quiere verla y, dentro de quince minutos más o menos, querrá veros a vosotros, así que lavaos las manos, peinaos y esperad en vuestro cuarto. Cuando esté a punto, os avisaré, ¿de acuerdo?

Will se detuvo delante de la puerta cerrada del dormitorio para contemplar a la niña, que lo observaba con la mirada perdida. Estaba quieta, callada. Tenía los puños cerrados como capullos de rosa y el pelo fino como una tela de araña. Cerró los ojos y le besó la frente. Olía mejor que nada en el mundo. Mejor que el bacón siseante. Mejor que el pan al hornearse. Mejor que el aire fresco.

– Eres preciosa -susurró, sintiendo que el corazón le rebosaba de un amor completamente inesperado-. Creo que tú y yo vamos a llevarnos muy bien.

Empujó la puerta para abrirla, entró en el dormitorio y cerró con la espalda.

Elly estaba durmiendo. Estaba demacrada y exhausta.

– ¿Elly?

Elly abrió los ojos y lo vio con el bebé en los brazos, la camisa salpicada de agua, las mangas remangadas hasta los codos, el pelo alborotado y una sonrisa tierna en los labios.

– Will -suspiró sonriente, estirando un brazo.

– Aquí la tienes. Y más presentable que antes.

Dejó a la niña en el brazo de Elly y vio que ésta retiraba un poquito la manta de debajo del mentón del bebé para verlo mejor. Sintió una enorme variedad de emociones. Amor por la mujer, felicidad por la llegada de la niña y, en un rincón de su alma, el lamento de un hombre solitario que no sabría nunca si su propia madre lo había sostenido así alguna vez, si le había sonreído con esa dulzura, si le había recorrido la cara con la yema de un dedo de ese modo y le había besado la frente con esa veneración que hizo que casi le faltara el aire mientras observaba la escena.

Lo más probable era que no. Se arrodilló junto a la cama y dobló la punta de la suave mantita de franela del bebé. Lo más probable era que no. Pero lo compensaba ver cómo Elly prodigaba a esa maravillosa criaturita el amor que él jamás había conocido.

– Oh, Will, ¿verdad que es guapa?

– Ya lo creo. Igual que tú.

Elly alzó los ojos y volvió a bajarlos cuando el bebé le cerró la manita alrededor del dedo meñique.

– Oh, yo no soy guapa, Will -se quejó.

– A mí siempre me lo has parecido.

La otra manita de la niña sujetó un dedo de Will. Unidos por ella, marido y mujer compartieron un intervalo de intimidad. Will le puso fin a regañadientes.

– Será mejor que me ocupe de ti, ¿no crees? Hay que lavarte y ponerte ropa limpia.

Muy a su pesar, Elly renunció a la niña, y Will la dejó en el cesto. Con una rodilla en el suelo, le rodeó bien el cuerpecito con la mantilla rosa.

– Duerme, preciosa -murmuró, tocándole el pelo con la punta de un dedo.

Cuando se levantó, vio que Elly lo estaba mirando y, de repente, le dio vergüenza. Había tenido que aprender a hablar con los niños y le había llevado semanas sentirse cómodo con ellos. Y, sin embargo, en menos de una hora, había empezado a murmurar palabras cariñosas a un bebé que ni siquiera podía entenderlas. Se metió los pulgares en los bolsillos traseros de los pantalones en un gesto inconsciente que indicaba que Will Parker se sentía perdido.

– La he puesto boca abajo como me dijiste -comentó, sin dejar de moverse, nervioso, mientras un amor profundo enternecía la sonrisa de Elly-. Voy… Voy a buscar el agua para bañarte y… enseguida vuelvo -soltó.

– Te amo, Will -dijo Elly. Conocía bien esa expresión, esa expresión apaciguada que adoptaba cuando las cosas eran tan perfectas que lo superaban. Conocía la postura, con los pulgares en los bolsillos e inmóvil como un muerto, que significaba que algo le afectaba profundamente, algo bueno, que a veces no acababa de creerse. Entonces Elly quería tenerlo cerca para poder tocarlo-. Antes ven aquí -le pidió, y él la obedeció, pero guardó una distancia prudente, como si tocar la cama fuera a lastimar a Elly-. Aquí, a mi lado.

Will se sentó con cuidado en la cama, y Elly tuvo que incorporarse y tirar de él hacia ella para poder darle el abrazo que sabía que necesitaba.

– Lo has hecho bien, Will. Lo has hecho muy bien.

– Voy a hacerte daño tumbado sobre ti de esta forma, Elly.

– Tú nunca me haces daño.

De repente, se estaban abrazando con muchísima fuerza. Will volvió la cara y le habló al oído.

– ¡Dios mío, es tan bonita!

– Sí. ¿No te parece un milagro?

– No imaginaba que me sentiría así cuando la sujetara por primera vez. Daba igual que no fuera mía. Ha sido como si, en realidad, lo fuera.

– Lo sé. Puedes quererla todo lo que quieras, Will, y haremos como si lo fuera. Dentro de un año te estará llamando papá.

Will cerró los ojos con fuerza y llevó los labios a la sien de Elly. Luego, hizo un esfuerzo para incorporarse.

– Será mejor que vaya a buscar esa agua caliente, mamá. Los niños están esperando para entrar a verte.

Pasó un paño suave con el jabón del bebé por las extremidades cansadas y las partes doloridas de Elly. Preparó una cataplasma de consuelda, la aplicó en la piel desgarrada y la fijó con una compresa de algodón y con la ropa interior de algodón. La ayudó a ponerse un sujetador blanco limpio, que le abrochó antes de darle un camisón limpio y de mirar cómo se lo ponía. Cambió la ropa de cama y puso a Elly de vuelta en ella antes de llevarse las sábanas sucias para ponerlas en remojo. Finalmente, fue a buscar a los niños, que estaban esperando en su habitación con la misteriosa docilidad que las ocasiones solemnes imponen a los pequeños.

– ¿Preparados?

Asintieron en silencio. Will contuvo una sonrisa: Donald Wade se había peinado hacia atrás el pelo, que se había alisado echándose agua, y había hecho lo mismo con el de su hermano, de modo que las dos cabecitas estaban tan lisas como el trigo cuando sopla un ciclón.

– Vuestra madre os está esperando.

Se detuvieron en la puerta del dormitorio de su madre, tomados de la mano de Will, y lo miraron con ojos inquisitivos.

– Adelante, acercaos, pero no saltéis sobre la cama.

Se situaron cada uno a un lado de Elly para observarla como si se hubiera convertido en un personaje de las fábulas que les contaba: alguien mágico y esplendoroso.

– Hola -dijo su madre mientras les sujetaba las manos.

La miraron como si se hubieran quedado mudos.

– ¿Habéis visto a vuestra hermanita?

– Adudamos a Ui a bañala.

– Y lo ayudamos a vestirla.

– Ya lo sé. Will me lo ha contado. Y me ha dicho que los dos lo habéis hecho muy bien. -Los niños sonrieron, orgullosos-. ¿Os gustaría volver a verla?

Movieron la cabeza para asentir con tanta fuerza como los caballos cuando hacen tintinear un arnés.

– Acércala, cariño -pidió Elly a Will.

Estaba dormidita. Cuando Will la dejó en el brazo de Elly, se llevó la manita a la boca y chupó con tanta energía que hizo ruido. Los niños se rieron, y Will se arrodilló junto a la cama, en la que apoyó los codos. Y así se pasaron unos minutos, contemplando a la niña, como si el asombro los hubiera privado de voz.

– ¿Cómo deberíamos llamarla? -preguntó Elly por fin tras alzar los ojos-. ¿Sabes algún nombre bonito, Will? -Pero Will se quedó en blanco-. ¿Y tú, Donald Wade, cómo quieres que se llame?

Donald Wade no tenía más idea que Will.

– ¿Se te ocurre algún nombre, Thomas?

Claro que no. Se lo había preguntado por pura gentileza, para que no se sintiera excluido. Así que, cuando no respondió, siguió hablando.

– Había pensado ponerle Lizzy -comentó, tocando el pelo del bebé con un nudillo-. ¿Qué os parece?

– ¿Lizzy? -Donald Wade arrugó la nariz.

– ¿Por la lagatija? -intervino Thomas.

Todos soltaron una carcajada.

– ¿De qué lagartija hablas, hijo?

– De la de la historia que nos contaste sobre por qué las lagartijas tienen bultitos en el cuerpo -le recordó Donald Wade.

– Oh… -Siguió toqueteando el fino pelo negro de la cabecita del bebé-. No. Se llamará Lizzy, pero no por la lagartija. Sí, Lizzy. Elizabeth Parker.

– ¿Parker? -Will miró rápidamente a Elly.

– Bueno, tú la has traído al mundo, ¿no? Te mereces un reconocimiento por algo así.

Dios santo, estaba a punto de explotar. Esa mujer se lo daría todo. Todo. Acarició la cabecita de la niña y la sien con el dorso de un dedo.

«Lizzy -pensó-. Lizzy Parker, tú y yo vamos a querernos mucho, cielo.» Tocó con una mano el pelo de Elly, rodeó el trasero de Donald Wade con el brazo libre y acarició la pierna de Thomas, al otro lado de Elly. Y, mientras sonreía a Lizzy Parker, se dijo: «El paraíso no es nada comparado con ser el marido de Eleanor Dinsmore.»

Capítulo 14

La sonrisa de Will anunció la buena nueva a la señorita Beasley antes incluso que sus palabras.

– Ha sido niña.

– Y usted la trajo al mundo.

– No era tan difícil después de todo -aseguró tras encogerse de hombros y ladear la cabeza.

– No sea tan modesto, señor Parker. Yo me desmayaría del susto si tuviera que atender un parto. ¿Fue todo bien?

– Perfectamente. Empezó ayer hacia mediodía y terminó alrededor de las tres y media. Se llama Lizzy.

– Lizzy. Un nombre muy bonito.

– Lizzy P.

– ¿Lizzy P.? -preguntó la señorita Beasley con una ceja arqueada.

– Sí. -Temblaba de emoción, algo muy inusual en él.

– ¿Y a qué se debe la «P»?

– A Parker. Figúrese, le ha puesto mi nombre a la niña. El nombre de un vagabundo bueno para nada que ni siquiera sabe de dónde sacó ese apellido. Espere a verla, señorita Beasley. Tiene el pelo tan negro como el carbón, y unas uñas tan pequeñitas que apenas se distinguen. ¡Nunca había visto un bebé tan de cerca! Es increíble.

La señorita Beasley sonrió encantada mientras contenía el pesar por el hijo que nunca tuvo, por el marido que nunca pudo alegrarse de ello.

– Felicite a Eleanor de mi parte y dígale que espero que Lizzy empiece a visitar la biblioteca en cuanto cumpla cinco años. Nunca es demasiado pronto para despertar el interés de los niños por los libros.

– Se lo diré, señorita Beasley.


Los inmediatamente posteriores al nacimiento de la niña fueron días especiales: Will se despertaba al oír que Lizzy se volvía en el cesto, se levantaba con Elly para girarla y le decía cositas cariñosas. Los dos se reían juntos cuando el bebé notaba aire frío en su piel y arrugaba la carita preparándose para el adorable llanto tenue que todavía no se había convertido en una molestia. Y cada mañana Will preparaba el desayuno a los niños, llevaba una bandeja a Elly, a la que daba un beso, y bañaba después a Lizzy P. antes de lavarle los pañales y tenderlos para que se secaran. Le cambiaba el pañal a Lizzy siempre que lograba llegar antes que Elly. Quitaba el polvo de la casa y le dejaba el ruiseñor azul en la mesilla de noche. Hasta que a Elly le subió la leche, esterilizaba las tetinas, preparaba la leche diluida y los biberones. Cocinaba, daba de cenar a los niños y les ponía el pijama antes de darles un beso de despedida a ellos, a Elly y a Lizzy, y se iba al pueblo.