Preparó más leña, sin saber cuántos meses estaría sola, cuánto tiempo duraría la que había almacenado ni qué haría Elly cuando se le hubiera terminado.

Elly le organizó una fiesta de cumpleaños el 29 de enero, tres días antes de que tuviera que irse. La señorita Beasley fue, y tomaron té en las tacitas nuevas de porcelana, pero la ocasión tenía un trasfondo melancólico: un día elegido arbitrariamente para que un hombre que no había celebrado nunca su cumpleaños lo celebrara entonces porque podía ser su última oportunidad de hacerlo.

Luego, llegó su última tarde en la biblioteca. Cuando llegó para trabajar, la señorita Beasley lo estaba aguardando y le dio su última paga con tanto cariño como el general MacArthur una orden.

– Su empleo le estará esperando cuando vuelva, señor Parker -dijo. Daba igual lo que sintiera por Will, jamás dejaría de hablarle de usted ni usaría su nombre de pila. A ninguno de los dos le hubiese parecido correcto.

Will se quedó mirando el cheque con un nudo en la garganta.

– Gracias, señorita Beasley.

– Había pensado, si no le parece mal, que mañana podría ir a la estación de tren a despedirle.

– Se lo agradecería mucho -respondió Will mirándola a los ojos con una sonrisa forzada-. No estoy seguro de que Elly vaya.

– ¿Sigue negándose a venir al pueblo?

– Sí -afirmó en voz baja.

– ¡Oh, esa muchacha! -La señorita Beasley juntó las manos y empezó a andar arriba y abajo, agitada-. A veces me gustaría cantarle las cuarenta.

– No serviría de nada.

– ¿Cree que puede esconderse para siempre en ese bosque?

– Eso parece -contestó Will con los ojos puestos en el suelo-. Mire, hay algo que tengo que preguntarle. Algo que me gustaría saber desde hace mucho tiempo-. Se rascó la punta de la nariz y evitó mirar a la señorita Beasley. -Sé que esa vez que esa tal Lula estuvo aquí oyó lo que me contó sobre Elly, sobre cómo su familia la tenía encerrada en esa casa al final del pueblo y sobre cómo, por esa razón, todo el mundo dice que está chiflada. ¿Es verdad?

– ¿Quiere decir que nunca se lo ha explicado?

Will alzó la vista y negó despacio con la cabeza.

– Siéntese, señor Parker -ordenó la señorita Beasley después de reflexionar un momento.

Se sentaron frente a frente en una de las mesas de la biblioteca, rodeados de aroma de cera, de aceite y de libros. Mientras la señorita Beasley se planteaba la pregunta de Will, desde la calle les llegó el ruido de unos cascos, de los comerciantes que cerraban sus tiendas y se iban a cenar a casa, de un automóvil que pasaba y se alejaba.

– ¿Por qué no se lo ha explicado?

– No lo sé a ciencia cierta. Debe de dolerle hablar de ello. Es muy susceptible.

– Debería contárselo ella.

– Ya lo sé, pero si todavía no lo ha hecho, dudo que vaya a hacerlo esta noche, y me gustaría saberlo antes de irme.

La señorita Beasley meditó en silencio mirando a Will a la cara. Frunció la boca, la relajó y la frunció de nuevo.

– Muy bien, se lo contaré -anunció, y entrelazó los dedos para apoyarlos en la mesa con el aire de un juez al golpear con el mazo-. Su madre era una chica del pueblo a la que, cuando se quedó embarazada fuera del matrimonio, sus padres enviaron lejos para que tuviera a su hijo. Eleanor fue el fruto de ese embarazo. Cuando nació, Chloe See, que era su madre, la trajo de vuelta a Whitney. En tren, según dicen. Los abuelos de Eleanor las recogieron en la estación y se las llevaron a toda prisa en un carruaje con las cortinillas negras corridas hasta su casa, la que está en las afueras del pueblo. Lottie See, la abuela de Eleanor, bajó los estores y no volvió a subirlos nunca.

»Albert See y su esposa eran gente extraña, por decirlo de una forma suave. El era predicador, de modo que es comprensible que les resultara difícil aceptar a la hija ilegítima de Chloe. Pero sobrepasaron los límites de la razón al retener a su hija prácticamente como si fuera una prisionera en esa casa hasta el día en que murió. Se dice que se volvió loca en ella y que Eleanor vio cómo sucedía. Naturalmente, se pensó lo mismo de la pobre Eleanor, que vivió todos esos años con ese puñado de excéntricos.

«Podrían haber tenido encerrada a Eleanor para siempre, pero las autoridades los obligaron a dejarla salir para ir al colegio. Así fue como la conocí, claro, cuando vino aquí, a la biblioteca, con su clase.

»Los compañeros de Eleanor eran despiadados con ella. Usted mismo sabe cuánto después de que esa fresca pintarrajeada de Lula Peak le vomitara toda esa basura en este mismo edificio.

La señorita Beasley agachó tanto el mentón que se le formó una papada enorme.

– Si ese día me hubiera provocado un poquito más -prosiguió-, la habría abofeteado. Es una… una… -Se hinchó y se puso colorada. Luego, sofocó con esfuerzo la cólera-. Si dijera lo que realmente pienso de Lula Peak, sería tan chismosa como ella, así que me contendré. A ver, ¿por dónde iba?

»Ah, sí… Eleanor no era sociable como los demás niños. Debido a su vida familiar, no sabía relacionarse. Era soñadora y muchas veces se quedaba absorta. Por eso los niños decían que estaba chiflada. No sé cómo lo soportó. Pero, debajo de ese carácter soñador, era inteligente y resistente, al parecer. Supo salir adelante.

»Es sólo un rumor, claro, pero se dice que Albert See tenía una querida en alguna parte. Una querida negra, en cuya cama murió. La vergüenza hizo que su esposa perdiera la cabeza y acabara tan tocada como su propia hija, escondida en esa casa sin hablar con nadie, rezando entre dientes. Toda la familia de Eleanor murió en un margen de tres años, pero eso finalmente la liberó.

»No sé con exactitud cómo conoció a Glendon Dinsmore. Sé que repartía hielo, así que supongo que era una de las pocas personas que podía entrar en esa casa. Albert See murió en 1933, su mujer en 1934 y su hija en 1935. Las dos mujeres fallecieron en la misma casa que se había convertido en su cárcel. Apenas una semana después de la muerte de Chloe, Eleanor se casó con Glendon y se mudó a la casa donde los dos viven ahora. Todos estos años la casa de sus abuelos ha estado abandonada. Por desgracia, conserva vivos los recuerdos de la gente. A veces creo que hubiera sido mejor que Eleanor la derribara.

Pues ya lo sabía. Lo asimiló ahí, sentado, maldiciendo a unas personas a las que no había conocido, pensando en unas crueldades demasiado extrañas para poder comprenderlas.

– Gracias por contármelo, señorita Beasley.

– Sepa que no lo hubiese hecho de no ser por esta… puñetera guerra.

En todo el tiempo que hacía que la conocía, la señorita Beasley jamás había dicho una palabra impropia de una dama. Que lo hiciera entonces creó una especie de intimidad entre ambos, el conocimiento tácito de que su partida no rompería un corazón, sino dos. Estiró los brazos por encima de la mesa y le tomó las manos para apretárselas con fuerza.

– Ha sido muy buena con nosotros. No lo olvidaré nunca.

Dejó que le sujetara las manos unos desgarradores segundos y, después, las retiró, se levantó y aparentó severidad para disimular lo emocionada que estaba.

– Y ahora vayase. Vuelva a casa con su mujer. Una biblioteca no es el lugar donde pasar la última noche que va a estar en casa.

– Pero el sueldo… Me ha pagado el día de hoy y no he hecho mi trabajo.

– ¿Después de todo este tiempo todavía no se ha enterado de que no me gusta que me lleven la contraria, señor Parker? Si yo le digo que se vaya, se va.

Will esbozó una sonrisa, se tocó el ala del sombrero y dijo:

– Sí, señorita Beasley.


Llegó a casa a tiempo de ayudar a Elly a acostar a los niños. La última vez de las cosas. La última vez.

«Volveré a casa, niños, por Dios que volveré a casa, porque me necesitáis y yo os necesito a vosotros, y hacer esto me gusta demasiado para renunciar a ello para siempre.»

Sin comentarlo, Will y Elly cerraron por primera vez la puerta del cuarto de los niños. Se quedaron en el salón como habían hecho en su noche de bodas, envarados e inseguros porque ella se había mostrado distante y fría con él los últimos días que podían pasar juntos y había llegado la última noche y no habían hecho nunca el amor. Era como si la arena de un reloj fuera cayendo al bulbo inferior.

Will se metió los pulgares en los bolsillos traseros del pantalón y se quedó mirando la parte posterior de la cabeza de Elly, la forma de su nuca dividida por una gruesa trenza un poco despeinada. Deseaba intensamente hacerlo bien, tal como se merecía esa mujer.

– Me gusta cómo te queda la trenza -comentó inseguro mientras se la tocaba. Se sentía algo inepto en eso de cortejar a una esposa. De haber sido una prostituta, quizás hubiese conocido el procedimiento, pero sospechaba que tenía que ser distinto cuando la otra persona te importaba tanto.

De repente, Elly se volvió y le lanzó los brazos al cuello.

– Oh, Will, siento haberme portado tan mal contigo.

– No te has portado mal.

– Sí que lo he hecho, pero es que tenía tanto miedo…

– Lo sé. Yo también. -Le rodeó el cuerpo con los brazos y le puso la nariz en el cuello. Olía a cosas hogareñas: a comida, a algodón almidonado, a leche y a niños. ¡Ah, cómo le gustaba el olor de esa mujer! Se enderezó y le tomó las mejillas entre las manos-. ¿Te apetece que nos bañemos juntos? Siempre he querido hacerlo.

– Yo también.

– ¿Por qué no lo has dicho antes?

– No sabía si la gente hacía eso.

– Supongo que lo hace -contestó Will en voz baja mientras le repasaba las facciones para grabárselas en la memoria.

– De acuerdo, Will.

Tomó una mano de Will con las suyas, se giró y lo condujo hacia el cuarto de baño. Una vez dentro, él encendió una linterna en un estante mientras ella se arrodillaba para tapar la bañera y abrir los grifos. Will cerró la puerta, pasó el pestillo y se apoyó en ella para contemplar a su mujer.

– Ponle un poco de jabón líquido -pidió-. No me he dado nunca un baño con burbujas.

Vio que Elly levantaba la cabeza de golpe. Seguía apoyado en la puerta y se estaba desabrochando las mangas, asombrado de que todavía pudieran sentir vergüenza después de que él la hubiera ayudado a traer al mundo a su hija, la hubiera lavado y hubiera cuidado de ella. Pero el sexo era otra cosa.

Elly tomó la botella que había en el borde de la bañera, junto a las cañerías de cobre. Cuando empezaron a crecer las burbujas, se levantó, le dio la espalda y empezó a desabrocharse el vestido. Will se apartó de la puerta y le sujetó los hombros para girarla hacia él.

– Déjame, Elly. No lo he hecho nunca, pero quiero tener este recuerdo, sólo una vez.

Llevaba un vestido de casa de color verde apagado, tan corriente como la hierba, con botones desde el cuello hasta la barriga. Will se encargó de desabrochárselo y se lo bajó hasta dejarlo caer al suelo. Sin vacilar, le bajó la enagua y le tomó una mano.

– Siéntate -le ordenó entonces.

Cuando Elly se sentó en la tapa del retrete, puso una rodilla en el suelo para quitarle los zapatos marrones y los calcetines cortos, y después se puso de pie y la levantó, le pasó las manos por debajo de los brazos y le desabrochó el sujetador. Antes de que éste cayera al suelo, le estaba bajando la última prenda de ropa por las piernas.

Se quedó quieto un buen rato, sujetando las dos manos de Elly mientras recorría su cuerpo con los ojos: los pechos pesados, los pezones dilatados, la tripa redondeada y la piel pálida. No hubiera cambiado ni un centímetro de la silueta aunque hubiese podido. Reflejaba maternidad, los hijos que había tenido, el que estaba amamantando. Deseaba que hubieran sido sus hijos los que le habían dado esa forma, pero no la hubiese podido amar más de haberlo sido.

– Quiero recordarte así -dijo.

– Eres demasiado sentimental, Will. Soy…

– Shhh. Eres perfecta, Elly… Perfecta.

No se acostumbraría nunca a que la adorara. Bajó tímidamente los ojos mientras el agua llenaba la bañera y las burbujas formaban una olorosa nube blanca.

– ¿Quién va a desnudarme? -bromeó Will, que quería poder llevarse más recuerdos. Le levantó el mentón-. ¿Elly?

– Tu mujer -contestó ésta en voz baja, e hizo lo que nunca había hecho con Glendon, lo que Will tuvo que enseñarle que le gustaba a un hombre. La camisa, la camiseta, las botas, los calcetines y los vaqueros. Y la última prenda, que se encalló en algo al bajar.

Estaban a pocos centímetros de distancia, y los latidos de sus corazones sonaban como martillazos en la habitación llena de vapor mientras ellos se miraban a los ojos y se ruborizaban al pensar en lo que iban a hacer. Will agachó la cabeza, Elly levantó la suya y se besaron lentamente, dejando que sus cuerpos se rozaran, balanceándose a izquierda y a derecha, sintiendo varias texturas. Will se enderezó y le deslizó las manos bajo los sobacos.