– Pero Will…

– Escúchame, Elly, porque no tengo demasiado tiempo para convencerte. La señorita Beasley será una buena amiga. Vas a necesitar una amiga, y ella es justa, sincera e inteligente. Ve a verla si necesitas ayuda, y ella te ayudará o encontrará a alguien que pueda hacerlo. ¿Me lo prometes, Elly?

La sujetaba con cuidado por el cuello. Notó cómo tragaba saliva con fuerza.

– Te lo prometo -susurró.

Se obligó a sí mismo a sonreír y bromeó, como sabía que Elly necesitaba en ese momento.

– ¿Tiene los dedos cruzados bajo esas sábanas, señorita?

– No -respondió con la voz entrecortada, y soltó una carcajada que era casi un sollozo.

– Muy bien. Ahora escúchame -prosiguió Will, que le secó la mejilla para decirle lo que había que decir-: Tengo que contarte algo antes de irme. Puede que no estuviera bien que se lo preguntara a la señorita Beasley, pero lo hice, y ella me explicó que tu madre no llegó a casarse nunca y que tu familia te tuvo encerrada en esa casa cuando eras pequeña, y todo lo demás. ¿Por qué no me has hablado nunca de ello, Elly?

Elly bajó los ojos.

– Vales tanto como cualquiera de ellos… Más -aseguró tras levantarle el mentón con un dedo-. No lo olvides, señora Parker. Eres inteligente, y tienes un par de niños también muy inteligentes, ¿me oyes? Ve a ese pueblo' y demuéstraselo.

Vio que Elly estaba a punto de llorar a lágrima viva.

– Elly, cariño… -La atrajo más hacia él y la meció-. Esta guerra cambiará muchas cosas. Las mujeres tendrán que hacer muchas más cosas ellas solas. Y puede que, para ti, enfrentarte al pueblo forme parte de esas cosas. Recuerda lo que te he dicho. Vales tanto o más como cualquiera de ellos. Y ahora tengo que preguntarte algo, ¿de acuerdo?

De nuevo la apartó un poco para mirarla a los ojos.

– ¿Es tuya esa casa?

– ¿La del pueblo?

– Sí. La casa donde vivías antes.

– Sí. Pero no voy a volver a ella.

– No tienes que hacerlo. Pero recuerda que si surge alguna emergencia y necesitas mucho dinero para cualquier cosa, puedes venderla. La señorita Beasley podrá ayudarte. ¿Lo harás si algo sale mal y no vuelvo a casa?

– Vas a volver a casa, Will. ¡Vas a volver!

– Voy a intentarlo, cariño. Un hombre al que le espera tanto en casa tiene mucho por lo que luchar, ¿no te parece?

Se abrazaron mutuamente y desearon que fuera así con todas sus fuerzas. Que cuando Lizzy diera sus primeros pasos, él estuviera ahí, con los brazos tendidos, esperando para sujetarla. Que cuando llegara el verano y fuera la temporada de la miel, él estuviera ahí para encargarse de las abejas. Y que cuando llegara el otoño y la acedera arbórea adquiriera un tono escarlata, él estuviera ahí para sentarse junto a ellos bajo sus ramas.

– Te amo, Elly. Más de lo que te imaginas. Nadie había sido nunca tan bueno conmigo como tú has sido. Hay algo que tienes que recordar siempre: lo feliz que me has hecho. Cuando no esté aquí y te decaiga el ánimo, piensa en lo que te estoy diciendo, en lo feliz que me has hecho preparándome pasteles de membrillo y dándome tres niños a los que quiero y haciéndome sentir especial. Y recuerda lo mucho que te he amado, sólo a ti, la única mujer de mi vida, Eleanor Parker.

– Will… Will… Oh, Dios mío…

Intentaron besarse pero no pudieron; se lo impidieron las lágrimas, que les llenaban la garganta y les espesaban la lengua. Se aferraron entre sí, con las piernas entrelazadas y los brazos tensos, como si quisieran protegerse mutuamente de la separación del día siguiente.

Pero llegaría. Y se lo llevaría a él y la dejaría sola a ella, y nada que hicieran o dijeran podría impedir que la arena acabara de caer.

Capítulo 15

Se despidieron bajo la acedera arbórea. Donald Wade bajó con una rodilla apoyada en el carro de juguete; Thomas lo hizo en patinete. Will y Elly los siguieron, él con sus escasas pertenencias metidas en una bolsa de papel marrón y ella con Lizzy P. entre sus brazos.

Cuando se detuvieron bajo las ramas del árbol, Will apoyó una muñeca en el hombro de Elly. En lugar de mirarla, dirigió la vista al cielo.

– Bueno… Hace buen día. Casi puede notarse que se acerca la primavera.

– No hay ni una sola nube en el cielo.

¿Por qué hablaban del tiempo cuando había muchos sentimientos más urgentes que les rondaban el corazón?

– Donald Wade dijo ayer que había visto un nido con unos cuantos huevos moteados.

– ¿Es eso cierto, kemo sabe? -preguntó Will con una mano sobre el pelo del pequeño.

– Tres, junto al tractor.

– No los tocaste, ¿verdad?

Donald Wade sacudió con energía la cabeza.

– ¡No! Mamá me lo dijo.

Will puso una rodilla en el suelo y dejó la bolsa en el carro de juguete.

– Ven aquí. Tú también, Thomas. -El pequeño dejó el patinete y ambos niños se acercaron a Will, que les rodeó la cintura con los brazos-. Haced siempre lo que mamá os diga, ¿me oís? Cuento con que os portéis bien.

Los dos asintieron solemnemente, conscientes de que la partida de Will era trascendente, pero demasiado pequeños para entender por qué.

– ¿Cuánto tiempo estarás fuera, Will?

– Oh, un poco, creo.

– ¿Pero cuánto? -insistió Donald Wade.

Will evitó mirar a Elly.

– Hasta que acabemos con los japoneses, supongo.

– ¿Tendrás un arma de verdad, Will?

– Te diré qué vamos a hacer -dijo a Donald Wade tras acercarlo hacia su muslo-. Cuando regrese, te lo contaré todo. Mientras tanto, pórtate bien y ayuda a tu madre con Lizzy P. y con Thomas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -contestó, aunque a causa de la marcha de Will su voz no tenía la vitalidad habitual.

Se dieron un beso. Fuerte y sonoro.

– Adiós, kemo sabe -dijo Will, emocionado.

– Adiós, Will.

– Adiós, renacuajo.

– Adiós, Ui. -Otra boca suave, otro beso fuerte, y Will los abrazó a los dos con los ojos cerrados.

– Os quiero, chiquitines. Os quiero muchísimo.

– Te quiero mucho, Will.

– Te iero uto, Ui.

Se levantó enseguida, temeroso de lo que ocurriría si no lo hacía.

– Me gustaría sostener un momento a Lizzy P. -pidió, con los brazos extendidos, y la sujetó erguida, de modo que la pequeña le apoyaba los pies en el tórax mientras lo miraba desde debajo de un gorrito tejido a mano y de la mantita de franela que la envolvía. Cuando Will le puso la nariz en una mejilla, notó su olor de baño fresco y de polvos de talco-. Voy a regresar, mi cielo. Tengo que ver cómo te salen los dientes y cómo tomas el autobús escolar para ir al pueblo.

Fue breve porque le resultaba demasiado doloroso. Así que se despidió de la niña dándole una caricia con la nariz y un beso.

– Ven, Donald Wade -pidió entonces-. Ten a tu hermana en el carro de juguete, por favor.

Cuando la pequeña estuvo bien instalada en el regazo de su hermano, Will se volvió hacia Elly y le tomó ambas manos. Vio que estaba llorando en silencio. No sollozaba, pero las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

– Ten los membrillos a punto, Elly, porque en cualquier momento voy a cruzar el patio hambriento como un lobo.

Aunque seguía llorando, Elly levantó el mentón fingiendo que la incomodaba.

– Tú siempre tan goloso -soltó-. Menudo incordio.

Will ya no pudo ocultar más las lágrimas que había contenido tan bien hasta entonces. Le brillaron en los ojos mientras Elly y él se fundían en un abrazo fuerte, posesivo. Agachó la cabeza y Elly se puso de puntillas, y se sujetaron el uno al otro mientras su falsa alegría se desvanecía.

– Oh, Elly… Dios mío.

– Vuelve a mi lado, Will Parker, ¿me oyes?

– Lo haré. Lo haré, te lo prometo. Es la primera vez que alguien me estará esperando. ¿Cómo no iba a volver?

Se besaron, con la sensación de que les habían estafado todo aquello que no habían tenido tiempo de hacer.

– Mándame tu retrato vestido de soldado en cuanto te lo saquen.

– Lo haré. Y recuerda lo que te he dicho… -Le sujetó la cara con ambas manos para mirarle los preciosos ojos verdes-. Vales tanto como cualquiera del pueblo. Lleva ahí a los niños y ve a ver a la señorita Beasley si necesitas algo.

Asintió, mordiéndose los labios antes de acercarse a él y sujetarle la parte posterior de la chaqueta vaquera con ambas manos.

– Te amo tanto… -dijo casi sin poder hablar.

– Yo también te amo.

Volvieron a besarse, ambos con lágrimas en los ojos, y sus lenguas se tocaron, sus brazos se aferraron al otro mientras un tren avanzaba hacia Whitney para llevarse a Will.

– Toma a Lizzy P. y a los niños y sentaos todos bajo la acedera arbórea -ordenó Will con voz temblorosa tras obligar a su mujer a separarse de él-. Quiero veros cuando doble la curva. Adiós, niños. Portaos bien.

Recogió la bolsa de papel marrón y cuando vio que Elly cargaba a la pequeña, se volvió antes de que ella se enderezara y empezó a bajar por el camino parpadeando para aclararse la vista, secándose los ojos con el puño de la chaqueta vaquera. No se dio la vuelta hasta el último momento, justo cuando sabía que la curva se los taparía inmediatamente. Inspiró hondo…, se volvió…, y la imagen se grabó para siempre en su corazón.

Estaban apiñados bajo la acedera arbórea, los niños pegados a su madre, ahí sentados, en la hierba seca de finales de invierno. Pantalones con peto azules, botas marrones, chaquetas gruesas de lana…, una mantilla rosa, una carita dirigida hacia él…, un vestido de casa de color azul apagado, un chaquetón marrón, unas piernas desnudas, unos zapatos planos marrones, unos calcetines cortos, una larga trenza rubia. Los niños lo saludaban con la mano. Donald Wade lloraba. Thomas gritaba: «¡Adiós, Ui! ¡Adiós, Ui!» Elly sujetaba a la niña a la altura de su mejilla y le movía la manita con la suya en una última despedida.

«¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!»

Levantó la mano que le quedaba libre y se obligó a girarse, a marcharse.

«Piensa en que vas a volver -recitaba para sus adentros como una letanía-. Piensa en la suerte que tienes de que te estén esperando bajo una acedera arbórea. Piensa en lo bonito que es el sitio que estás dejando, y en cómo será ver correr hacia ti a esos niños cuando subas por este camino, y en cómo será volver a abrazar a Elly y saber que no tendrás que soltarla y en cómo sonreirás cuando Lizzy P. te llame papá por primera vez, y en cómo algún día tendrás un hijo propio que será igual que ella, y Elly y tú los veréis crecer a los cuatro, y los veréis casarse y tener hijos, hijos que traerán a casa los domingos de modo que podrás enseñarles la vieja acedera arbórea y contarles cómo te fuiste a la guerra y dejaste a su abuela y a su mamá y a sus papas sentados debajo de ese árbol despidiéndote con la mano.»

Cuando llegó a casa de Tom Marsh, ya estaba más tranquilo. Se detuvo en los límites de su finca, mirando la bonita casa blanca, el tendedero vacío del patio trasero, el tocón donde la tetera contenía tierra, pero no flores. Una valla nueva de madera blanca rodeaba el jardín; abrió la puerta, la cerró tras cruzarla y se acercó a la casa sin apartar los ojos de ella. Un perro peludo salió al porche ladrando y empezó a olisquearle las pantorrillas. Era un cachorro algo grande, más curioso que amenazador.

– Hola, perrita… -lo saludó Will, que se había agachado para rascarle el cuello-. ¿Dónde están tus amos?

Cuando se incorporó, la misma mujer joven de la otra vez, con un elegante vestido rojo con el cuello blanco, había abierto la puerta y se había asomado a ella a la vez que se ponía un jersey blanco.

– ¡Buenos días! -lo saludó desde donde estaba.

– ¿La señora Marsh? -preguntó Will, acercándose despacio y quitándose el sombrero.

– La misma.

– Mi nombre es Will Parker. Vivo en el camino de Rock Creek. Eleanor Dinsmore es mi mujer.

La mujer bajó dos peldaños y le tendió la mano. Era bonita, delgada y de piernas atractivas, con unos preciosos rizos negros, colorete en las mejillas y un lápiz de labios que la hacía parecer dulce y no dura como a Lula Peak.

– Lo he visto pasar varias veces por la carretera -comentó.

– Sí, señora. Trabajo en la biblioteca para la señorita Beasley. Bueno, ya no. Ahora… -Señaló el pueblo con el sombrero-. Voy de camino a Parris Island.

– ¿Al campamento de los Marines?

– Sí, señora.

– ¿Lo han llamado a filas?

– Sí, señora.

– A mi marido también. Se irá a finales de esta semana.

– Lo siento, señora. Quiero decir… Bueno, esta guerra es terrible.

– Sí que lo es. Tengo un hermano de diecisiete años que dejó el instituto y se enroló en la Marina. Mamá y papá no pudieron retenerlo en casa.

– Diecisiete años… Es muy joven.