– Sí. Estoy tan preocupada por él… -comentó y, tras un instante de silencio, preguntó-: ¿Puedo hacer algo por usted, señor Parker?

– No, señora. Es que hay algo que tenía que hacer antes de irme -explicó mientras se acercaba la bolsa de papel a la tripa para sacar de ella un tarro de un litro lleno de miel y dárselo-. Hace unos meses, le robé un tarro de cristal con un litro de suero de leche de la fresquera del pozo. Aquí lo tiene. El suero ya no está, claro, pero lo he llenado de miel de la nuestra; criamos abejas propias. -Acto seguido sacó la toalla-. También le robé esta toalla verde del tendedero y un conjunto de prendas de su marido, que me temo que están totalmente gastadas…

– ¡Válgame Dios! -suspiró la señora Marsh con el tarro de miel en la mano.

– … si no, también se las hubiera devuelto. Estaba muy mal entonces, pero eso no es ninguna excusa. Sólo quería disculparme, señora Marsh. Hace mucho tiempo que quería hacerlo porque me sabía muy mal haber robado a buenas personas. Elly dice que son ustedes buena gente -aseguró. Luego retrocedió y señaló el tarro-. Así que le he traído esta miel. No es mucho, pero bueno…, es… -Se puso el sombrero y enrolló hacia abajo la parte superior de la bolsa sin dejar de retroceder hacia la valla-. Le pido disculpas, señora, y espero que su marido regrese sano y salvo de la guerra.

– ¡Espere un momento, señor Parker!

Will se detuvo cerca de la puerta y la señora Marsh se aproximó rápidamente a él.

– Déme un minuto para asimilarlo… Nunca me había pasado… Bueno, esto es increíble. -Soltó una risita, como si estuviera sorprendida-. Siempre me pregunté dónde había ido a parar esa ropa.

Will se puso coloradísimo, mientras que ella parecía agradablemente divertida.

– No tengo ninguna excusa, señora, pero lo lamento mucho. Me quedo más tranquilo ahora que se lo he confesado.

– Gracias por la miel. Nos vendrá muy bien ahora que el azúcar está tan caro.

– De nada.

– Pagará con creces esas prendas viejas de Tom.

– Eso espero, señora -dijo mientras abría la puerta de la valla y el cachorro intentaba colarse por ella. La señora Marsh lo sujetó por el collar y Will cerró la puerta entre ambos.

– Me ha impresionado su honradez, señor Parker -comentó la mujer al incorporarse.

Will rio entre dientes, tímidamente, y bajó los ojos hacia la puerta de la valla para toquetear, distraído, una de las estacas blancas.

– El suero de leche y los vaqueros me fueron muy bien en su momento.

Se observaron mutuamente, dos desconocidos atrapados en las circunstancias que rodeaban una guerra y que los llevaban a plantearse la posibilidad de la muerte, asombrados de que esa posibilidad pudiera establecer rápidamente un vínculo entre ambos. La señora Marsh le tendió de nuevo la mano y Will le dio un largo apretón.

– Espero volver a verlo pasar por la carretera… pronto.

– Gracias, señora Marsh. Si lo hago, le gritaré para saludarla.

– Hágalo.

– Bueno…, adiós -dijo tras soltarle la mano.

– Que Dios lo bendiga.

Se tocó el ala del sombrero y empezó a andar por la carretera. Tras dar unos pasos, se giró. La señora Marsh estaba metiendo el dedo en la miel. Cuando se lo llevó a la boca, alzó los ojos y vio que él la estaba mirando con una sonrisa en los labios.

– Está deliciosa. -Sonrió contenta.

– Estaba pensando… Me ha preguntado si podía hacer algo por mí, y puede que lo haya.

– Cualquier cosa por un soldado.

– Mi mujer, Elly, acaba de tener un bebé, hace dos meses, el tercero, y no sale mucho. Si usted quisiera… Bueno, quiero decir que si necesitara una amiga, o algún sitio donde ir a pasar un rato, sé que tiene hijos y a lo mejor les gustaría llegarse a nuestra casa alguna que otra vez a saludar. Los niños podrían jugar juntos y ustedes dos podrían tomar el té. Como su marido también estará fuera…

– Eleanor… -dijo la señora Marsh con el ceño fruncido mientras hacía memoria-. Elly. ¿Su mujer es Elly See?

– Sí. Pero lo que dicen de ella no es cierto. Es una buena persona, y mucho más inteligente que algunos de los que propagaron rumores sobre ella.

La señora Marsh volvió a tapar el tarro de la miel y lo sujetó como una novia hace con el ramo.

– En ese caso, tendré que darle las gracias por una miel tan excelente, ¿no? -respondió.

Sonrió, encantado, y pensó que la belleza de la señora Marsh abarcaba mucho más que su piel, su pelo y su colorete en las mejillas.

– Disfrute de esa miel -soltó a modo de despedida.

– Regrese a casa -dijo la señora Marsh a la vez que le decía adiós con la mano.

Cuando se volvió, ambos esperaron fervientemente volver a verse y sintieron una vaga sensación de privación, como si hubieran podido ser amigos de haberse conocido cuando había más tiempo para explorar la posibilidad.


En esos días, la estación de tren era el edificio más concurrido del pueblo. Dos jóvenes reclutas (uno blanco y otro negro) ya estaban aguardando con el billete en la mano, rodeados de sus familias, en distintos lados de la estación. Un grupo de chicas escolta, vestidas de uniforme, se dividió en dos: las chicas negras para regalar una cajita al recluta negro y las blancas para hacer lo mismo con el otro. Un contingente local de las Hijas de la Revolución Americana esperaba la llegada del tren con zumo y galletas para cualquier hombre que partiera para la guerra y que pudiera necesitar un refrigerio. Un joven delgado con un traje holgado y un sombrero de fieltro había interrumpido la despedida del recluta blanco para conseguir una entrevista de última hora para el periódico local. Un pastor negro con rizos blancos llegó a toda velocidad para sumarse a la despedida de la familia negra.

Y también estaba ahí la señorita Beasley, con su habitual abrigo morado, unos zapatos de cordones y un espantoso sombrero de paja negro en forma de olla con un velito. En la mano izquierda tenía un bolso negro y, en la derecha, un libro.

– De modo que Eleanor no ha venido -empezó a decir antes de que Will la hubiera alcanzado siquiera.

– No. Me he despedido de ella y de los niños en el camino que conduce hasta nuestra casa, donde quiero recordarlos.

– Deje de hablar de una forma tan fatalista, ¿me oye? -lo reprendió, señalándolo con el dedo índice-. ¡No voy a tolerarlo, señor Parker!

– Como usted diga -contestó Will dócilmente, enternecido al instante por su actitud severa.

– He decidido darle su empleo a un estudiante de secundaria, Franklin Gilmore, con la condición explícita de que es un acuerdo temporal hasta que usted vuelva. ¿Entendido? -Dio la impresión de que iba a acabar con cualquier soldado japonés que osara disparar una bala a Will Parker.

– Sí.

– Muy bien. Tenga esto y póngalo entre sus cosas. Es un libro de poesía de grandes autores y quiero que me asegure que se lo leerá una y otra vez.

– Poesía… Bueno…

– Según se dice, un hombre puede vivir tres días sin agua, pero ninguno sin poesía.

Will miró emocionado el libro que le ofrecía.

– Gracias.

– No tiene que darme las gracias. Sólo prométame que se lo leerá.

– Se lo prometo.

– Ya veo que tiene reservas. No hay duda de que no se ha considerado nunca un hombre poético, pero le he oído hablar sobre las abejas, sobre los niños y sobre las plantas; ellos han sido su poesía. Este libro los sustituirá… hasta que regrese.

Will sujetó el libro con ambas manos como si jurara sobre él.

– Hasta que regrese.

– Eso es. Muy bien -dijo entonces, e hizo una pausa como si terminara un tema antes de abordar otro-. ¿Tiene dinero para el billete?

Era la clase de pregunta que hubiese podido hacerle una madre, y a Will le llegó directamente al alma.

– La junta de reclutamiento me envió uno.

– Ah, claro. ¿Y para comer bien durante el viaje?

– Sí, gracias. Además, Elly me ha puesto unos cuantos bocadillos y un trozo de pastel de membrillo -contestó, levantando la bolsa de papel.

– Pues claro. Qué pregunta más tonta.

Los dos se callaron un momento, intentando pensar algo con lo que llenar el terrible vacío que parecía cargado de emociones ocultas.

– Le he dicho que vaya a verla a usted si necesita ayuda para algo. No tiene a nadie más, así que espero que no le importe.

– No hace falta que se ponga sensiblero, señor Parker. Me ofendería que no lo hiciera. Le escribiré y lo mantendré informado de todo lo que ocurra en la biblioteca y en el pueblo.

– Se lo agradezco. Y yo le contestaré y se lo explicaré todo sobre los japoneses y los alemanes con los que acabe.

El tren llegó en medio de una nube de humo y de un ruido tremendo. Se sintieron aliviados y entristecidos a la vez de que finalmente estuviera allí. Will le tocó un brazo y se dirigió hacia el vagón plateado junto con las familias del recluta blanco y del recluta negro, las chicas escoltas, las señoras de las Hijas de la Revolución Americana y el periodista local, que asintieron educadamente a la señorita Beasley, a la que saludaron por su nombre.

El sol seguía brillando en un cielo azul salpicado de nubes de un tono más oscuro que el humo que expulsaba la locomotora. Una bandada de palomas bajó para posarse, aleteando frenéticamente, en el furgón. La familia del recluta negro lo besó para despedirse de él. La familia blanca hizo lo mismo con el suyo. El jefe de estación gritó «¡Al tren!», pero Will Parker y Gladys Beasley permanecieron vacilantes uno delante del otro: una corpulenta mujer mayor con un feo sombrero negro y un hombre joven, alto y delgado, con uno raído de fieltro. Se miraron los pies, las manos, el bolso de ella, la bolsa de papel marrón de él. Y, finalmente, el uno a la otra.

– Lo echaré de menos -dijo la señorita Beasley, y por una vez había abandonado la severidad y hablaba sin tener la boca fruncida.

– No había tenido nunca nadie a quien echar de menos, y ahora tengo a muchas personas. Elly, los tres niños y usted. Soy un hombre afortunado.

– Si fuera una mujer sentimental, diría aquello de si tuviera un hijo y todo lo demás.

– ¡Al tren!

– Imagino que estos días los jefes de estación se quedan roncos gritando esas palabras -comentó la señorita Beasley y, de repente, se abrazaron de modo que Will le presionaba la espalda con el libro mientras el bolso de la señorita Beasley le golpeaba la cadera.

Sumergido en la fragancia penetrante de la señorita Beasley, Will cerró los ojos un momento, pensando en lo agradecido que estaba de que aquella mujer hubiera pasado a formar parte de su vida.

– Si deja que lo maten, no se lo perdonaré nunca, señor Parker.

– Lo sé. Ni yo tampoco me lo perdonaría. Cuídese mucho. Nos veremos cuando vuelva.

Se separaron y se miraron a la cara: la de ella de pocos amigos para no desmoronarse, la de él con una sonrisa afectuosa. Entonces le dio un beso rápido en la mejilla y se dio la vuelta para subir al vagón que lo aguardaba.

Capítulo 16

26 de febrero de 1942

Querida Elly:

Estoy en Parris Island y el viaje hasta aquí no ha estado mal. He tenido que hacer transbordo en Atlanta y he llegado a Yemassee a última hora de la tarde. Ahí me he subido al autobús de reclutas del Cuerpo de Marines, que ha llevado a treinta militares a la base que está en las afueras de Buford, un pueblo feo en el que me alegro de no vivir. He cruzado un puente y atravesado un gran pantano para llegar a él. Hierba seca y un montón de pájaros que te encantaría ver. Nos ha recibido nuestro sargento instructor, un tipo que se llama Twitchum y que enseguida ha empezado a darnos caña. Grita como un desgraciado y nos dice que tenemos que empezar y terminar todo lo que decimos con un «señor», como por ejemplo: «Señor, le pido permiso para hablar, señor.» Ha conseguido que un par de reclutas perdieran los nervios y lo pasaran mal, y hay unos cuantos chicos de Iowa y Dakota que han vivido siempre en una granja sin ver otra cosa que no sean los cuartos traseros de un caballo y no salen de su asombro. No sé por qué se han unido a los Marines, pero algunos creen que el Ejército de Tierra es peor y prefieren hacerse a la mar porque piensan que eso los mantendrá lejos del frente. Esos chicos parecían estar a punto de salir pitando, pero en la cárcel he visto gente de todo tipo, así que el campamento de entrenamiento no es nada nuevo para mí. A Twitchum le gusta putear a esos chicos. Los ha tenido hasta las tantas aprendiendo a hacerse la cama antes de dejarlos irse a dormir, porque su madre siempre se la hacía en casa y nunca aprendieron. Yo me pasé cinco años haciéndome la mía y el castigo era mucho peor que aquí si no estaba bien hecha. Twitchum ha mirado a todo el mundo con lupa y ha visto mi cama bien hecha y se ha detenido con la nariz tan pegada a la mía que podía olerle los mocos, y va y me dice (para ponerme a prueba, ¿sabes?) «¿Cómo te llamas, chico?» Y yo le digo: «Señor, Parker William Lee, señor.» Y él me dice: «¿Del norte o del sur del país?» Pero ya he conocido antes a gente como él y he visto cómo mira a esos chicos yanquis de granja y cómo disfruta haciéndolos sufrir y cómo se mete con los chicos negros y también los hace sufrir, así que le digo: «Señor, del oeste, señor.» Se lo piensa un segundo y suelta: «Pasaré revista cada mañana a las cinco cero cero, Parker. ¡Si no enseña a esos chicos a hacer trabajo de mujeres se lo haré pagar!» Así que supongo que ya tengo una obligación. ¿Qué te parece? La señorita Beasley me dio un libro de poesía como regalo de despedida, y yo le di un beso. No pareció molesta. Nos han dado el uniforme de faena, la manta y los artículos de tocador, y nos han hecho desfilar hasta nuestros barracones; la mitad de los reclutas están lloriqueando, supongo. Yo sé que hay sitios peores que éste porque he estado en ellos. Pero te echo de menos, Ojos Verdes, y también a los niños y nuestra cama. Me he comido los bocadillos y el pastel en el tren, y sabían muy bien, y puede que no te lo haya dicho nunca pero lo que mejor te sale es el pastel de membrillo. Están diciendo que van a apagar las luces, así que tengo que terminar. Siento si no se entiende mucho puesto que nunca he escrito demasiado bien porque no me gustaba nada el colegio y no fui mucho y aún me obligaron menos a ir. Tu marido que te ama, Will.